LIBRO OCTAVO. Los encantos y las desolaciones

11 3 0
                                    

I

PLENA LUZ


El lector habrá comprendido que Éponine, después de ver a través de la verja al habitante de la calle Plumet, adonde la había enviado la Magnon, había empezado por apartar a los bandidos de la calle Plumet, y luego había llevado allí a Marius, y después de varios días de éxtasis delante de esta verja, Marius, llevado por esa fuerza que arrastra al hierro hacia el imán, y al enamorado hacia las piedras de que está hecha la casa de la que ama, había acabado por entrar en el jardín de Cosette, como Romeo en el jardín de Julieta. Pero le había sido más fácil que a Romeo, porque éste tuvo que escalar una pared y Marius no tuvo más que forzar un poco los barrotes de la verja decrépita que vacilaba en su alvéolo enmohecido como los dientes de los viejos. Marius era delgado y pasó por allí fácilmente.

Como no había nunca nadie en la calle, y además Marius no penetraba en el jardín más que de noche, no corría el riesgo de ser visto.

A partir de la hora bendita y santa en que un beso unió dos almas, Marius fue allí todas las noches. Si en aquel momento de su vida Cosette se hubiera enamorado de un hombre poco escrupuloso y libertino, habría estado perdida; pues hay naturalezas generosas que se entregan, y Cosette era una de ellas. Una de las magnanimidades de la mujer es ceder. El amor, en esa altura en que es absoluto, provoca una especie de celestial ceguera del pudor. ¡Pero cuántos peligros corréis, almas nobles! A menudo, dais el corazón, pero nosotros tomamos el cuerpo. Vuestro corazón os queda, y lo miráis en la sombra temblando. El amor no tiene término medio, o pierde o salva. Todo el destino humano está encerrado en este dilema. Este dilema, pérdida o salvación, no lo plantea tan inexorablemente ninguna fatalidad como el amor. El amor es la vida, si no es la muerte. Cuna; féretro también. El mismo sentimiento dice sí y no en el corazón humano. De todas las cosas que Dios ha hecho, el corazón humano es el que desprende más luz, pero también más sombra.

Dios quiso que el amor que encontró Cosette fuese uno de esos amores que salvan.

Mientras duró el mes de mayo de aquel año de 1832, hubo todas las noches, en aquel pobre jardín silvestre, bajo el follaje cada día más embalsamado y más espeso, dos seres compuestos de todas las castidades y de todas las inocencias, desbordando de todas las felicidades del cielo; más cercanos a los arcángeles que a los hombres, puros, honestos, embriagados, radiantes, que brillaban uno para el otro en las tinieblas. Parecíale a Cosette que Marius tenía una corona, y a Marius que Cosette tenía un nimbo. Se tocaban, se miraban, se tomaban las manos, se apretaban uno contra otro, pero había una distancia que no atravesaban; y no era que la respetasen, sino que la ignoraban. Marius tenía una barrera, la pureza de Cosette, y Cosette tenía un apoyo, la lealtad de Marius. El primer beso había sido también el último. Marius, después, no había hecho más que rozar la mano con sus labios, o el vestido, o un bucle de los cabellos de Cosette. Cosette era para él un perfume, y no una mujer. La respiraba. Ella no negaba nunca, y él nada pedía. Cosette era feliz, y Marius estaba satisfecho. Vivían en ese feliz estado que podría llamarse el deslumbramiento de un alma por otra alma. Era el inefable primer abrazo de dos virginidades en el ideal. Dos cisnes se encontraban en el Jungfrau.

En aquella hora del amor, hora en que el deleite se calla absolutamente bajo el poder del éxtasis, Marius, el puro y seráfico Marius, hubiese sido capaz de subir a la habitación de una prostituta antes que de levantar la punta del vestido de Cosette a la altura del tobillo. Una vez, a la luz de la luna, Cosette se inclinó para recoger algo del suelo, su corpiño se entreabrió y dejó al descubierto el nacimiento del cuello. Marius desvió la mirada.

¿Qué pasaba entre aquellos dos seres?

Nada. Se adoraban.

Por la noche, cuando estaban allí, el jardín parecía un lugar vivo y sagrado. Todas las flores se abrían a su alrededor y les enviaban perfumes, y ellos abrían sus almas y las derramaban sobre las flores. La vegetación, lasciva y vigorosa, se estremecía llena de savia y de alegría en torno a aquellos dos inocentes, y ellos se decían palabras de amor que hacían estremecer los árboles.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Wo Geschichten leben. Entdecke jetzt