II

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 GAVROCHE EN MARCHA


La agitación producida por una pistola sin perrillo que se lleva en la mano a mediodía es una función pública tal que Gavroche, sintiendo crecer su verbosidad a cada paso, iba gritando entre algunos fragmentos de la Marsellesa que cantaba:

—Todo va bien. Sufro mucho de la pata izquierda; me he curado mi reumatismo, estoy contento, ciudadanos. Voy a echar unos versos subversivos. Vengo del bulevar, amigos míos, y se va calentando la cosa, ya cuece un poco, ya hierve. Ya es tiempo de espumar el puchero. ¡Adelante los hombres!, ¡que la sangre impura inunde los surcos! Yo doy mi vida por la patria, y ya no volveré a ver a mi concubina, no, no, todo acabó. ¡Me es igual, viva la alegría! ¡Luchemos, caramba! Estoy cansado de este despotismo.

En aquel instante, el caballo de un guardia nacional de lanceros que pasaba a su lado cayó al suelo. Gavroche puso su pistola en tierra, levantó al hombre y después ayudó a levantar al caballo. Después recogió su pistola y continuó su camino.

En la calle Thorigny todo era paz y silencio. Esta apatía, propia del barrio del Marais, contrastaba con el vasto rumor que la rodeaba. Cuatro comadres charlaban en una puerta. Escocia tiene tercetos de brujas, pero París tiene cuartetos de comadres; y el «tú serás rey» sería tan lúgubre dicho a Bonaparte en la encrucijada Baudoyer como a Macbeth en el bosque de Armuyr. Sería, sobre poco más o menos, el mismo graznido.

Las comadres de la calle Thorigny sólo se cuidaban de sus asuntos. Eran tres porteras y una trapera con su cesto y su gancho.

De pie como estaban, parecían las cuatro esquinas de la vejez, que son: la caducidad, la decrepitud, la ruina y la tristeza.

La trapera era humilde. En este mundo al aire libre, la trapera saluda y la portera protege. Esto depende de la basura, según quieran las porteras que sea aprovechable o inútil, según la fantasía del que hace el montón. Hasta en la escoba puede haber bondad.

Esta trapera era un cesto agradecido, y sonreía, ¡con qué sonrisa!, a las tres porteras. Se decían cosas como éstas:

—¡Ah! ¿Vuestro gato sigue siendo tan malo?

—Dios mío, ya sabéis lo que son los gatos, naturalmente enemigos de los perros; y los perros son los que se quejan.

—Y el mundo también.

—Y sin embargo, las pulgas de los gatos no se pasan a las personas.

—Y además, los perros son peligrosos. Me acuerdo de un año en que había tantos perros que lo pusieron en los periódicos. Era cuando había en las Tullerías unos borregos grandes que arrastraban el cochecito del rey de Roma. ¿Os acordáis del rey de Roma?

—Yo quería más al duque de Bordeaux.

—Pues yo he conocido a Luis XVII, y le prefiero.

—Lo que está caro es la carne, tía Patagon.

—¡Ah!, no me habléis de eso; es una cosa horrible la carnicería. Un horror enorme.

En esto intervino la trapera.

—Señoras —dijo—, el comercio está paralizado. Los montones de basuras están ya siendo rebuscados. No se tira nada; todo se come.

—Los hay más pobres que vos, Vargoulême.

—Sí, esto es verdad —respondía la trapera con deferencia—, yo tengo una profesión.

Hubo una pausa, y la trapera, cediendo a esa necesidad de hablar que reside en la misma naturaleza de la persona, añadió:

—Al volver a mi casa por la mañana, arreglo la cesta, hago mi lección [elección, quería decir]. Formo unos montones en mi cuarto. Meto los trapos en una cesta, los tronchos en un barreño, los pedazos de lana en mi cómoda, los papeles viejos en el rincón de la ventana, lo que se puede comer en una cazuela, los pedazos de vidrio en mi chimenea, los zapatos detrás de la puerta y los huesos debajo de la cama.

Gavroche, que se había parado detrás, estaba escuchando.

—Viejas —dijo—, ¡tenéis que hablar de política!

El pilluelo recibió por contestación un sofión cuádruple.

—¡Vaya un malvado!

—¿Qué lleva en la mano? ¡Una pistola!

—¡Mirad qué maldito pícaro!

—Éstos no están tranquilos si no derriban la autoridad.

Gavroche, despreciándolas, se limitó por toda respuesta a levantar la punta de la nariz con el dedo pulgar, abriendo enteramente la mano.

La trapera gritó:

—¡Anda, bribón descalzo!

La que respondía al nombre de tía Patagon dio una palmada escandalizada.

—Va a haber desgracias, os lo aseguro. El galopín de al lado, que tiene perilla, sale todos los días del brazo con una joven que lleva gorro de color de rosa, hoy ha pasado llevando al brazo un fusil. La señora Bacheux dice que la semana pasada hubo una revolución en... en... en... ¡de dónde viene el becerro! En Pontoise. Y ahora veis a este horrible tunante con su pistola. Parece que hay gran cantidad de cañones en los Célestins. ¿Qué queréis que haga el Gobierno con estos tunos, que no saben qué inventar para revolver a la gente, cuando empezaba a estar un poco tranquila después de todas las desgracias que ha habido, señor Dios? ¡Yo que me acuerdo de aquella pobre reina a quien vi pasar en una carreta! ¡Y todo esto, por supuesto, va a ser la causa de que se encarezca el tabaco! ¡Es una infamia! ¡Y ciertamente, iré a verte guillotinar, galopín!

—Se te cae el moco, mi buena vieja —dijo Gavroche—. Suénate el promontorio.

Y siguió adelante.

Cuando estaba ya en la calle Pavée, se acordó de la trapera, y empezó este soliloquio:

—Te equivocas al insultar a los revolucionarios, tía Estercolera. Esta pistola te protege. Sirve para que tengas en el cesto buenas cosas que comer.

De repente, oyó un ruido detrás de sí; era la portera Patagon que le había seguido, y que, desde lejos, le mostraba el puño, gritando:

—¡No eres más que un bastardo!

—¡Bah! —dijo Gavroche—. Me río de eso a carcajadas.

Poco después pasaba delante del hotel Lamoignon. Allí, hizo este llamamiento:

—¡En marcha para la batalla!

Y fue presa de un acceso de melancolía. Contempló su pistola con un aire de reproche que parecía destinado a enternecerla, y dijo:

—Yo salgo, pero tú no sales.

Un perro puede distraer a otro. Un caniche muy flaco pasó por allí. Gavroche se apiadó de él.

—Mi pobre tutú —le dijo—, se te ven las costillas.

Luego se dirigió hacia Orme-Saint-Gervais.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Where stories live. Discover now