COSETTE DESPUÉS DE LA CARTA


Durante esta lectura, Cosette iba cayendo poco a poco en la ensoñación. En el momento en que levantó los ojos de la última línea del cuaderno, el guapo oficial pasó triunfante ante la verja. Cosette le encontró horrible.

Volvió a contemplar el cuaderno. Estaba escrito con una letra encantadora, pensaba Cosette; y con distintas tintas, ya muy negras, ya blanquecinas, como cuando se echa agua en el tintero, y, por consiguiente, en días diferentes. Era, pues, un pensamiento que se había derramado allí, suspiro a suspiro, irregularmente, sin orden, sin elección, sin objeto, al azar. Cosette no había leído jamás nada parecido. Aquel manuscrito, en el que veía más claridad que oscuridad, le causaba el mismo efecto que un santuario entreabierto. Cada una de aquellas líneas misteriosas resplandecía ante sus ojos y le inundaba el corazón con una luz extraña. La educación que recibiera le había hablado siempre del alma y jamás del amor; como si se hablase de la brasa sin hablar de la llama. Aquel manuscrito de quince páginas le revelaba brusca y suavemente todo el amor, el dolor, el destino, la vida, la eternidad, el principio, el fin. Era como una mano que se hubiera abierto y le hubiese lanzado súbitamente un puñado de rayos. Percibía en aquellas líneas una naturaleza apasionada, ardiente, generosa, honesta, una voluntad sagrada, un inmenso dolor y una esperanza inmensa, un corazón oprimido, un éxtasis manifestado. ¿Qué era aquel manuscrito? Una carta. Una carta sin señas, sin nombre, sin fecha, sin firma, apremiante y desinteresada, enigma compuesto de verdades; mensaje de amor escrito para ser llevado por un ángel y leído por una virgen, cita dada fuera de la tierra; billete amoroso de un fantasma a una sombra. Era un alma ausente, tranquila y oprimida, que parecía dispuesta a refugiarse en la muerte y que enviaba a otra alma ausente el secreto del destino, la llave de la vida, el amor. Aquello había sido escrito con los pies en la tumba y el dedo en el cielo. Aquellas líneas habían caído una a una sobre el papel, y eran lo que podría llamarse gotas del alma.

Pero ¿de quién podrían ser aquellas páginas? ¿Quién las había escrito?

Cosette no dudó ni un minuto. Un solo hombre.

¡Él!

La luz se había hecho en su espíritu. Todo había vuelto a aparecer. Experimentaba una alegría inaudita y una angustia profunda. ¡Era él! ¡Él, que estaba allí! ¡Él, cuyo brazo había pasado a través de la verja! ¡Mientras que ella le olvidaba, él la había encontrado! ¿Pero acaso ella le había olvidado? ¡No!, ¡nunca! Estaba loca por haber creído aquello un solo instante. Ella le había amado siempre, y adorado. El fuego había estado oculto durante algún tiempo, pero no había hecho más que arder más hondamente, y ahora brillaba de nuevo, y la abrasaba entera. Aquel cuaderno era como una chispa caída del alma del otro en la suya. Sentía reavivarse de nuevo el fuego; se penetraba de cada palabra del manuscrito. «¡Oh, sí! —decía—. ¡Cómo conozco todo esto! Es lo que he leído en sus ojos».

Cuando acababa de leerla por tercera vez, el teniente Théodule volvió a pasar delante de la verja, haciendo sonar sus espuelas sobre el empedrado. Cosette se vio obligada a levantar los ojos. Le encontró soso, necio, tonto, presumido, desagradable, impertinente y muy feo. El oficial creyó que debía dirigirle una sonrisa; Cosette se volvió avergonzada e irritada. De buena gana le hubiera tirado algo a la cabeza.

Se marchó, entró en la casa y se encerró en su habitación para releer el manuscrito, para aprendérselo de memoria y para soñar. Cuando lo leyó, lo besó y lo ocultó en su corsé.

Cosette había caído en el profundo amor seráfico. El abismo Edén acababa de abrirse de nuevo.

Durante todo el día Cosette permaneció en una especie de aturdimiento. Pensaba apenas, y sus ideas estaban en el estado de un ovillo enredado en su cerebro; no conseguía reflexionar; esperaba a través del temblor, ¿qué?, cosas vagas. No se atrevía a prometerse nada y no quería negarse nada. Cruzaban por su rostro palideces, y escalofríos por su cuerpo. En algunos momentos le parecía que penetraba en lo quimérico, y se decía: «¿Esto es real?»; entonces tocaba el papel bienamado, por sobre sus ropas, lo apretaba contra su corazón y sentía los dobleces sobre su carne; y si Jean Valjean la hubiera visto en aquel instante se habría estremecido ante aquella alegría luminosa y desconocida que brotaba de sus ojos. «¡Oh, sí! —pensaba—. ¡Es él! ¡Esto es de él para mí!».

Y no dudaba de que una intervención de los ángeles, una casualidad celestial, se lo había devuelto.

¡Oh, transfiguración del amor!, ¡oh, sueños!, esa casualidad celestial, esa intervención de los ángeles era aquella bola de pan lanzada por un ladrón a otro ladrón desde el patio Charlemagne hasta la fosa de los leones, por encima de los tejados de la Force.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Where stories live. Discover now