LIBRO CUARTO. Socorros de abajo que pueden ser socorros de arriba

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I

HERIDA POR FUERA, CURACIÓN POR DENTRO


La vida de ambos se iba oscureciendo así por grados.

No les quedaba ya más que una distracción, que en otro tiempo había constituido su felicidad; era llevar pan a los que tenían hambre, y vestidos a los que tenían frío. En sus visitas a los pobres, en las que Cosette acompañaba a menudo a Jean Valjean, hallaban algún resto de su antigua expansión; y, a veces, cuando el día había sido bueno, cuando habían socorrido muchas miserias y reanimado y vuelto al calor a muchos pequeños, Cosette estaba un poco alegre por la noche. Fue en aquella época cuando visitaron la zahúrda de Jondrette.

Al día siguiente de la citada visita, Jean Valjean apareció en el pabellón, tranquilo como siempre, pero con una gran herida en el brazo izquierdo, muy inflamada, muy misteriosa, que parecía una quemadura, y que justificó de cualquier manera. Esa herida hizo que estuviera sin salir de casa durante más de un mes; no quiso ver a ningún médico, y cuando Cosette le instaba le decía: «Llama al veterinario».

Cosette le hacía la cura por la mañana y por la tarde, con un aire tan celestial y una felicidad tan angélica por serle útil que Jean Valjean sentía renacer toda su antigua alegría y disiparse sus temores y ansiedades, y contemplaba a Cosette, pensando: «¡Oh, bendita herida! ¡Oh, bendito mal!».

Cosette, viendo a su padre enfermo, había abandonado el pabellón y le había vuelto a tomar gusto a la casita y al patio trasero. Pasaba casi todo el día al lado de Jean Valjean y le leía los libros que él quería. Generalmente, eran libros de viajes. Jean Valjean renacía; su felicidad revivía con rayos inefables; el Luxemburgo, el joven merodeador desconocido, la frialdad de Cosette, todas estas nubes de su alma se disipaban. Concluía por decirse: «Todo es ilusión mía. Soy un viejo loco».

Su felicidad era tal que el terrible encuentro con los Thénardier, en la zahúrda de Jondrette, tan inesperado, había pasado por él como un soplo. Había conseguido escapar; su pista estaba perdida, ¡qué le importaba lo demás!; no pensaba en ello más que para compadecer a aquellos miserables. Estaban ya en prisión, y por lo tanto imposibilitados de hacer daño, pensaba, pero ¡qué lástima de familia en la desgracia!

En cuanto a la repugnante visión de la barrera del Maine, Cosette no volvió a hablar de ella.

En el convento, sor Santa Matilde había enseñado música a Cosette. Cosette tenía la voz de una avecilla con alma, y algunas veces por la noche, en la humilde morada del herido, cantaba melancólicas canciones que alegraban a Jean Valjean.

Llegaba la primavera; el jardín estaba tan admirable en esa estación que Jean Valjean dijo a Cosette: «No vas nunca; quiero que te pasees por él». «Como queráis, padre», contestó Cosette.

Y para obedecer a su padre, reemprendió sus paseos por el jardín, casi siempre sola, pues, como hemos indicado, Jean Valjean, que probablemente temía ser descubierto a través de la verja, no paseaba casi nunca por él.

La herida de Jean Valjean había constituido un entretenimiento.

Cuando Cosette vio que su padre sufría menos, que se iba curando y que parecía feliz, sintió una alegría de la que apenas se dio cuenta, tan dulce y naturalmente se presentó. Era el mes de marzo, los días crecían, desaparecía el invierno, que siempre se lleva consigo algo de nuestras tristezas; luego llegó abril, esa aurora de estío, fresca como todas las auroras, alegre como todas las infancias; llorosa alguna vez, como un niño recién nacido. La naturaleza en este mes tiene resplandores llenos de atractivo, que pasan del cielo, de las nubes, de los árboles, de los prados y de las flores al corazón del hombre.

Cosette era aún muy joven para que esta alegría de abril, semejante a ella, no la inundase. Insensiblemente, y sin que ella lo sospechara, la noche fue desapareciendo de su espíritu. En primavera hay claridad en las almas tristes, así como a mediodía hay claridad en los sótanos. Cosette no estaba ya triste. Por la mañana, hacia las diez, después de desayunarse, cuando había conseguido llevar a su padre un cuarto de hora al jardín, y le paseaba al sol por delante de la escalera, sosteniéndole el brazo enfermo, no se daba cuenta de que reía a cada instante y de que era feliz.

Jean Valjean, satisfecho, la veía volverse sonrosada y fresca.

«¡Oh, bendita herida!», repetía en su interior.

Y estaba agradecido a los Thénardier.

Una vez curada su herida, reemprendió sus paseos solitarios y crepusculares.

Sería un error creer que se puede pasear de este modo por las zonas menos habitadas de París sin tropezar con alguna aventura.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Wo Geschichten leben. Entdecke jetzt