IV

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 LOS DOS DEBERES: VELAR Y ESPERAR


Siendo esto así, ¿se ha disipado todo peligro social? No. No hay ya jacquería; la sociedad puede estar tranquila por este lado; no se le subirá ya la sangre a la cabeza; pero medite en el modo con que respira. La apoplejía no es de temer, pero sí la tisis. La tisis social se llama miseria.

Lo mismo se muere minado que aplastado.

No nos cansaremos de repetirlo: pensar ante todo en la multitud desheredada y dolorida, consolarla, darle aire y luz, amarla, ensanchar magníficamente su horizonte, prodigarle la educación bajo todas sus formas, ofrecerle el ejemplo del trabajo, nunca el de la ociosidad, aminorar el peso de la carga individual, aumentando la noción del fin universal, limitar la pobreza sin limitar la riqueza, crear vastos campos de actividad pública y popular, tener como Briareo cien manos que tender por todas partes a los débiles y a los oprimidos, emplear el poder colectivo en ese gran deber de abrir talleres a todos los brazos, escuelas a todas las aptitudes, y laboratorios a todas las inteligencias; aumentar el salario, disminuir el trabajo, equilibrar el deber y el haber, es decir, proporcionar el goce al esfuerzo, y la saciedad a la necesidad; en una palabra, hacer despedir al aparato social más claridad y más bienestar en provecho de los que padecen y de los que ignoran; ésta es, que las almas simpáticas no lo olviden, la primera de las obligaciones fraternales; ésta es, que los corazones egoístas lo sepan, la primera de las necesidades políticas.

Y sin embargo, todo esto no es más que un principio. La verdadera cuestión es ésta: el trabajo no puede ser una ley sin ser un derecho.

No insistimos más, porque no es éste el lugar de hacerlo.

Si la naturaleza se llama Providencia, la sociedad debe llamarse Previsión.

El crecimiento intelectual y moral no es menos indispensable que el mejoramiento material. La ciencia es un viático, el pensamiento es de primera necesidad; la verdad es un alimento como el trigo. Una razón sin ciencia y sin prudencia, se enflaquece. Compadezcamos lo mismo que a los estómagos, a los ánimos que no comen. Si hay algo más doloroso que un cuerpo agonizante por falta de alimento, es un alma que muere de hambre de luz.

El progreso tiende a la solución del problema. Llegará un día en que todo el mundo se asombre. El género humano, subiendo siempre, conseguirá que las capas más profundas salgan naturalmente de la zona de desgracia. La desaparición de la miseria se hará por una simple elevación de nivel.

Nadie puede dudar de esta gran solución.

Es verdad que lo pasado tiene mucha vida aun a la hora en que escribimos. Revive; y este rejuvenecimiento de un cadáver es una cosa sorprendente. Anda y se acerca; parece triunfante; es un muerto conquistador; llega con su legión, las supersticiones; con su espada, el despotismo; con su bandera, la ignorancia; en poco tiempo ha ganado diez batallas, avanza, amenaza, se ríe, y está a nuestras puertas. En cuanto a nosotros, no por eso desesperamos; vendamos el terreno donde está acampado Aníbal.

Nosotros, los que creemos, ¿qué podemos temer?

No hay retroceso en las ideas, como no lo hay en los ríos.

Pero reflexionen los que no quieren el porvenir; diciendo no al progreso, no es el porvenir lo que condenan, sino a sí mismos. Se crean una enfermedad sombría; se inoculan el mal de lo pasado. No hay más que una manera de negarse a ser Mañana: morir.

Pero nosotros no queremos ninguna muerte; la del cuerpo lo más tarde posible; la del alma, nunca.

Sí, el enigma dirá su palabra; la esfinge hablará; el problema se resolverá. Sí; el pueblo, bosquejado por el siglo XVIII, será perfeccionado por el siglo XIX. El que lo niegue, será un idiota. La perfección futura, el estado próximo del bienestar universal es un fenómeno divinamente fatal.

Los hechos humanos están regidos por inmensos empujes simultáneos que los llevan a todos, y en un tiempo dado, al estado lógico; es decir, al equilibrio y a la equidad. Una fuerza terrena y celestial resulta de la humanidad, y la gobierna; esta fuerza hace milagros; los desenlaces maravillosos no le son más difíciles que las peripecias extraordinarias. Auxiliada por la ciencia que viene del hombre, y por el suceso, que viene de otra parte, se asusta poco de esas contradicciones en el enunciado de los problemas, que parecen imposibilidades al vulgo. No es menos hábil para sacar una solución de la afinidad de ideas, que una enseñanza de la afinidad de hechos; y todo se puede esperar de ese misterioso poder del progreso, que el mejor día pone al Oriente frente al Occidente en el fondo de un sepulcro, y hace hablar a los imanes con Bonaparte en el interior de la gran pirámide.

Mientras tanto, no nos paremos, no vacilemos, no nos detengamos en la grandiosa marcha de las inteligencias. La filosofía social es esencialmente la ciencia de la paz: tiene por objeto, y debe tener por resultado, disolver la cólera en el estudio del antagonismo; examina, escudriña, analiza, y después recompone; procede por vía de reducción, separando siempre el odio.

Que una sociedad desaparezca ante el viento que se desencadena sobre los hombres, lo hemos visto más de una vez; la historia está llena de naufragios de pueblos y de imperios; costumbres, leyes, religiones, todo desaparece el día menos pensado ante el huracán desconocido que pasa y lo arrastra.

Las civilizaciones de la India, de Caldea, de Persia, de Asiria, de Egipto, han desaparecido una tras otra. ¿Por qué? Lo ignoramos. ¿Cuáles fueron las causas de esos desastres? No lo sabemos. ¿Habrían podido salvarse esas sociedades? ¿Fue suya la culpa? ¿Han alimentado algún vicio fatal que las ha perdido? ¿En qué cantidad entra el suicidio en esas muertes terribles de una nación y de una raza? Estas cuestiones no tienen respuesta.

La sombra cubre las civilizaciones condenadas. Hacían agua, pues que se han ido al fondo; no tenemos más que decir. Y miramos con cierta especie de asombro, en el fondo de ese mar que se llama pasado, detrás de esas olas colosales que se llaman siglos, zozobrar esos inmensos buques Babilonia, Nínive, Tarsis, Tebas, Roma, bajo el soplo espantoso que sale de todas las bocas de tinieblas.

Pero estas tinieblas se quedan allí; aquí tenemos luz. Ignoramos los males de las civilizaciones antiguas; pero conocemos las enfermedades de la nuestra; en todas partes tenemos sobre ella el derecho de la luz; contemplamos sus bellezas, y ponemos al descubierto sus deformidades. Donde tiene un dolor, le sondeamos; y consignado el padecimiento, el estudio de la causa nos lleva al descubrimiento del remedio. Nuestra civilización, obra de veinte siglos, es a un tiempo un monstruo y un prodigio; y vale bien la pena de que la salvemos. Y será salvada. Consolarla, es ya mucho; iluminarla, es algo más. Todos los trabajos de la filosofía social moderna deben dirigirse hacia este punto. El pensador moderno tiene un gran deber: auscultar la civilización.

Lo repetimos: esta auscultación es un estímulo; y con esta insistencia en el estímulo queremos concluir estas páginas, entreacto austero de un drama doloroso. Bajo la mortalidad social se descubre la inmortalidad humana. Porque el globo tenga aquí y allí esas heridas que se llaman cráteres, y esas herpes llamadas solfataras; porque haya un volcán que se abra y arroje su pus, el globo no muere. Los males del pueblo no matan al hombre.

Y, sin embargo, el que estudia la clínica social tiembla a cada momento. Los más fuertes, como los más sensibles, como los más lógicos, tienen sus horas de desfallecimiento.

¿Llegará el porvenir? Parece que casi es posible hacer esta pregunta cuando se descubren tantas sombras terribles, tan oscuras faces entre los egoístas y los miserables; en los egoístas, las preocupaciones, las tinieblas de una educación rica, el apetito aumentado por la embriaguez, un aturdimiento de prosperidad que asombra, el temor de padecer, que en algunos llega hasta la aversión hacia los que padecen, una satisfacción implacable, el yo tan hinchado que cierra las puertas del alma; en los miserables, la ambición, la envidia, el odio, que proviene de ver gozar a los demás, las profundas sacudidas de la fiera humana hacia la saciedad del apetito, corazones llenos de bruma, la tristeza, la fatalidad, la necesidad, la ignorancia simple e impura.

¿Debemos continuar elevando los ojos al cielo? ¿El punto luminoso que en él se distingue es de los que se apagan? Es muy terrible ver así lo ideal perdido en las profundidades, pequeño, aislado, imperceptible, brillante, pero rodeado de todas esas grandes amenazas negras, monstruosamente amontonadas en su derredor. Sin embargo, no hay más peligro que el que corre una estrella en boca de una nube.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Where stories live. Discover now