IV

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 EL NIÑO SE ADMIRA DEL VIEJO


Entretanto, Gavroche en el mercado Saint-Jean, cuyo cuerpo de guardia había sido ya desarmado, acababa de hacer su incorporación a un grupo guiado por Enjolras, Courfeyrac, Combeferre y Feuilly. Todos iban poco más o menos armados. Bahorel y Jean Prouvaire los habían encontrado, y aumentaban el grupo. Enjolras tenía un fusil de caza de dos cañones; Combeferre un fusil de la guardia nacional con el número de la legión, y en su cinturón dos pistolas que se le veían bajo su levita desabotonada; Jean Prouvaire un viejo mosquetón de caballería; Bahorel una carabina y Courfeyrac agitaba un estoque. Feuilly, con un sable desnudo, marchaba delante gritando: «¡Viva Polonia!».

Venían del muelle Morland, sin corbata, sin sombrero, jadeantes, mojados por la lluvia y con el fuego en los ojos. Gavroche los abordó con calma:

—¿Adónde vamos?

—Ven —dijo Courfeyrac.

Detrás de Feuilly marchaba, o mejor dicho saltaba, Bahorel, pez en el agua del motín. Llevaba un chaleco carmesí, y decía palabras de esas que lo destruyen todo. Su chaleco trastornó a un transeúnte, que exclamó asustado:

—¡Ya están aquí los rojos!

—¡El rojo, los rojos! —replicó Bahorel—. Pícaro miedo, ciudadano. En cuanto a mí, no tiemblo delante de una amapola; Caperucita Roja no me inspira temor alguno. Ciudadanos, creedme, dejemos el miedo al rojo a los animales cornudos.

Descubrió un rincón donde estaba pegada la hoja de papel más pacífica del mundo, un permiso para comer huevos, un mandamiento de Cuaresma dirigido por el arzobispo de París a sus feligreses.

Bahorel arrancó el mandamiento del muro. Esto conquistó a Gavroche. A partir de aquel instante, Gavroche se puso a estudiar a Bahorel.

—Bahorel —observó Enjolras—, te equivocas. Hubieras debido dejar tranquilo ese mandamiento, no tenemos que habérnoslas con él; gastas inútilmente tu cólera. Guarda tu provisión. No se hace fuego fuera de las filas, ni con el alma ni con el fusil.

—A cada uno su gusto —repuso Bahorel—. Esta prosa de obispo me choca, yo quiero comer huevos sin que me lo permitan. Tú eres del género frío ardiente; yo me divierto. Además, no me gasto, tomo aliento, y si he rasgado ese mandamiento es para que me entre el apetito, ¡Hercle!

Esta palabra, Hercle, chocó a Gavroche. Buscaba cualquier ocasión para instruirse, y aquel destrozón de carteles tenía su estima. Le preguntó:

—¿Qué quiere decir Hercle?

—Quiere decir maldito nombre de perro, en latín.

Bahorel vio entonces, en una ventana, a un joven pálido con barba negra que los miraba pasar, probablemente un amigo del A B C. Le gritó:

—Pronto, cartuchos, para bellum.

—¡Guapo hombre!, es verdad —dijo Gavroche, que ahora entendía el latín.

Un cortejo tumultuoso los acompañaba; estudiantes, artistas, jóvenes afiliados a la Cougourde de Aix, obreros, gentes del puerto armadas con palos y bayonetas, algunos como Combeferre, con pistolas metidas en sus pantalones. Un anciano que parecía muy viejo iba también en aquel grupo. No llevaba armas, y se apresuraba para no quedarse atrás, aunque tenía un aire pensativo. Gavroche le observó:

—¿Queseso? —le preguntó a Courfeyrac.

—Un viejo.

Era el señor Mabeuf.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Where stories live. Discover now