PERCY IV

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Al salir del principia, Hazel lo invitó a un café exprés y una magdalena de fresa en el establecimiento de Bombilo, el cafetero bicéfalo.

Aunque ya había estado allí pocos minutos antes, aceptó gustosamente la oferta. Aún se sentía hambriento y cansado, además, sentía una extraña debilidad por Hazel, como si le recordara a alguien. Tenía la extraña necesidad de querer protegerla de todo mal.

Percy olió la magdalena. El café estaba delicioso. Si pudiera ducharse, cambiarse de ropa y dormir un poco, pensó Percy, se sentiría como nuevo.

Observó que un puñado de chicos con trajes de baño y toallas entraban en un edificio del que salía vapor por una hilera de chimeneas. Risas y sonidos acuáticos resonaban en el interior, como si se tratara de una piscina cubierta: el tipo de sitio que a Percy le gustaba.

—Los baños—anunció Hazel—. Con suerte, los visitarás antes de cenar. El que no se ha dado un baño romano no sabe lo que es vivir.

Percy sonrió levemente con impaciencia.

A medida que se acercaban a la puerta principal, los barracones se volvían más grandes y más bonitos. Hasta los fantasmas tenían mejor aspecto: llevaban armaduras más elegantes y lucían auras más brillantes. Percy trató de descifrar los estandartes y los símbolos que colgaban delante de los edificios.

—¿Estáis repartidos en distintas cabañas?—preguntó.

—Más o menos—Hazel se agachó cuando un chico montado en una gigantesca águila se lanzó en picado—. Tenemos cinco cohortes de aproximadamente cuarenta chicos cada una. Cada cohorte está dividida en barracones de diez, como compañeros de habitación.

A Percy nunca le habían agradado las matemáticas, pero trató de multiplicar las cifras.

—¿Me estás diciendo que hay doscientos chicos en el campamento?

—Aproximadamente.

—¿Y todos son hijos de dioses?

Hazel se rió.

—No todos son hijos de los dioses principales. Hay cientos de dioses romanos menores. Además, muchos campistas son legados: miembros de la segunda o la tercera generación. Tal vez sus padres fueran semidioses. O sus abuelos.

Percy frunció el ceño, confundido.

—¿Hijos de semidioses?

—¿Qué pasa? ¿Te sorprende?

Percy no estaba seguro. Durante las últimas semanas lo único que le había preocupado había sido sobrevivir de un día para otro. La idea de vivir lo suficiente para convertirse en adulto y tener hijos le parecía un sueño imposible.

—Esos legados... ¿Tienen poderes como los semidioses?

—A veces sí y a veces no. Pero se les puede adiestrar. Los mejores generales y emperadores romanos aseguraban ser descendientes de dioses. La mayoría de las veces decían la verdad. El augur que vamos a visitar, Octavio, es un legado, un descendiente de Apolo. Supuestamente, tiene el don de la profecía.

—¿Supuestamente?

Hazel adoptó una expresión avinagrada.

—Ya lo verás.

Eso no hizo sentirse mejor a Percy, si el tal Octavio tenía el destino de él en sus manos. Se llevó la mano al bolsillo, sólo por si acaso.

—Entonces las divisiones, las cohortes... ¿Estáis repartidos según vuestro padre divino?

GIGANTOMAQUIA: El Hijo de NeptunoWhere stories live. Discover now