FRANK IX

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Mientras marchaban a los juegos de guerra, Frank repasó mentalmente el día. No podía creer lo cerca que había estado de morir.

Estando de guardia esa mañana, antes de que Percy apareciera, Frank había estado a punto de contarle a Hazel su secreto. Los dos habían pasado horas en medio de la fría niebla, observando el tráfico de la gente que iba en coche al trabajo en la autopista 24. Hazel había estado quejándose del frío.

—Daría cualquier cosa por estar caliente—dijo, mientras le castañeteaban los dientes—. Ojalá tuviéramos fuego.

Frank jamás la había visto directamente, a duras penas y distinguía algunas sombras a travez de su venda, pero jamás había pensado tan siquiera en quitársela, era lo único que lo había mantenido en una pieza hasta el momento. De lo poco que era capaz de discernir de Hazel del otro lado de la tela era su complexión menuda comparada con Frank, lo que le hacía sentirse como un buey grande y torpe. Deseaba rodearla con los brazos para darle calor, pero jamás lo haría. Probablemente ella le pegaría, y perdería a la única amiga que tenía en el campamento.

"Yo podría encender un fuego impresionante"—pensó. Claro que sólo duraría unos minutos y luego me moriría...

El simple hecho de que lo considerara era espeluznante. Hazel ejercía ese efecto en él. Cada vez que ella quería algo, él sentía el impulso irracional de proporcionárselo, como si fuese una reina y su palabra fuera ley. Quería ser el caballero chapado a la antigua que acudiera galopando en su rescate, una idea ridícula, pues ella era mucho más competente en todo que él.

Se imaginaba lo que diría su abuela: "¿Frank Zhang galopando para rescatar a alguien? ¡Ja! Se caería del caballo y se partiría el pescuezo".

Costaba creer que sólo hubieran transcurrido seis semanas desde que había abandonado la casa de su abuela: seis semanas desde el funeral de su madre.

Desde entonces había pasado de todo: los lobos que habían llegado a la puerta de su abuela, el viaje al Campamento Júpiter, las semanas que había pasado en la Quinta Cohorte procurando no meter la pata hasta el fondo. Y en todo momento había conservado el trozo de leña medio quemado envuelto en tela en el bolsillo de su chaqueta.

"No te separes de él"—le había advertido su abuela—. "Mientras esté a salvo, tú estarás a salvo".

El problema era que ardía muy fácilmente. Recordaba el viaje hacia el sur desde Vancouver. Cuando la temperatura descendió por debajo de cero grados cerca del monte Hood, Frank sacó el trozo de leña y lo sostuvo en sus manos, imaginándose lo agradable que sería tener una hoguera. Inmediatamente, una abrasadora llama amarilla empezó a arder en el extremo carbonizado. La llama iluminó la noche y llenó a Frank de calor, pero notó que la vida se le escapaba, como si fuera él el que se estuviera consumiendo en lugar de la leña. Lanzó la llama a un montón de nieve. Por un instante, siguió ardiendo. Cuando por fin se apagó, Frank dominó el pánico. Envolvió el palo y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta, decidido a no volver a sacarlo. Pero no podía olvidarse de él.

Era como si alguien le hubiera dicho: "Hagas lo que hagas, no pienses en que ese palo se encienda".

De modo que no hacía otra cosa que pensar en ello.

Estando de guardia con Hazel, trataba de apartar la idea de su mente. Le encantaba pasar tiempo con ella. Le había preguntado por su infancia en Nueva Orleans, pero a ella le ponían nerviosa sus preguntas, de modo que charlaban de cosas intrascendentes. Intentaban hablar en francés entre ellos por pura diversión. Hazel tenía sangre criolla por parte de madre. Frank había aprendido francés en el colegio. Ninguno de los dos dominaba bien el idioma, y el francés de Louisiana era tan distinto del de Canadá que resultaba casi imposible conversar. Cuando Frank le preguntó a Hazel qué tal se encontraba su carne de vaca ese día y ella contestó que su zapato era verde, decidieron dejarlo.

GIGANTOMAQUIA: El Hijo de NeptunoKde žijí příběhy. Začni objevovat