FRANK XXI

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Frank odiaba los pastelitos, odiaba las serpientes, odiaba sus ojos y odiaba su vida, no necesariamente en ese orden.

Mientras avanzaban penosamente por la colina, deseó poder desmayarse como Hazel: entrar en trance y revivir otra época, antes de ser reclutado para aquella descabellada misión, antes de descubrir que su padre era igual, (sino es que más) torpe y patético que él.

La lanza le chocaba contra la espalda. También la odiaba. En cuanto se la dieron, juró en silencio que nunca la usaría. "Un arma de un hombre de verdad". Ares era imbécil.

Tal vez había habido una confusión. ¿No existía algún tipo de prueba de paternidad para hijos de dioses? Quizá la enfermera divina había confundido sin querer a Frank con uno de los fuertes y refinados bebés de Ares. Era imposible que la madre de Frank se hubiera liado con aquel dios de la guerra.

"Era una guerrera nata"—adujo la voz de su abuela—. "No me extraña que un dios se enamorara de ella, teniendo en cuenta a nuestra familia. Debió de descubrir que ella tenía sangre de dos linajes ancestrales. La sangre de príncipes y héroes".

Frank apartó la idea de su mente. Él no era un príncipe ni un héroe... y mucho menos un rey. Era un patoso con intolerancia a la lactosa y ojos sensibles que ni siquiera sabía proteger a su amiga para que el trigo no la secuestrara.

Sus nuevas medallas tenían un tacto frío contra su pecho: la medialuna del centurión y la corona mural. Debería enorgullecerse de ellas, pero tenía la sensación de que si las había recibido había sido porque su padre había intimidado a Reyna.

Frank no sabía cómo sus amigos podían soportar estar cerca de él. Percy había dejado claro que odiaba a Ares, o al menos era lo que dictaban sus confusos recuerdos, y a Frank no le extrañaba. Hazel seguía volviéndose levemente hacia Frank, como si temiera que se se convirtiese en un grandullón torpe y cayese de cara otra vez.

Naturalmente, eso fue justo lo que hizo a continuación.

Se puso de pie, se sacudió la ropa y se miró el cuerpo, suspirando. Rectificó: que se convirtiera todavía más en un grandullón torpe. Si realmente Alaska estaba situada más allá del alcance de los dioses, Frank podría quedarse allí. No estaba seguro de tener algo a lo que regresar.

"No lloriquees"—le habría dicho su abuela—. "Los hombres de la familia Zhang no lloriquean".

Ella estaba en lo cierto. Frank tenía un trabajo que hacer. Tenía que completar aquella misión imposible, y de momento pasaba por llegar al supermercado con vida.

A medida que se acercaban, Frank temió que el supermercado se iluminara de golpe con el arcoíris y los volatilizara, pero el edificio siguió a oscuras. Las serpientes que Polibotes había soltado parecían haber desaparecido.

Estaban a unos veinte metros del porche cuando algo susurró en la hierba detrás de ellos.

—¡Vamos! —gritó Frank.

Percy tropezó. Mientras Hazel le ayudaba a levantarse. Frank se volvió y se puso en guardia.

En la oscuridad de la noche, le era completamente imposible ver algo con la venda puesta. Se concentró en sus otros sentidos, escuchaba hierva marchitarse, y detectaba un leve y desagradable aroma penetrante... veneno.

Posada en una parcela de hierba amarilla marchita se hallaba una serpiente de color lima de la longitud y el grosor del brazo de Frank. Su cabeza estaba rodeada de una melena de puntiagudas aletas blancas.

Entonces fijó sus grandes ojos amarillos en Frank. Avanzó como una lombriz, encorvándose por la mitad. Allí donde tocaba, la hierba se marchitaba y moría.

GIGANTOMAQUIA: El Hijo de NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora