HAZEL XIX

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Hazel era una experta en cosas raras. Había visto a su madre poseída por una diosa de la tierra. Había creado un gigante con oro y plata. Había destruido una isla y había vuelto del Valhalla.

Pero ¿ser secuestrada por un campo de hierba? Eso era nuevo.

Se sentía como si estuviera atrapada en una nube embudo hecha de plantas. Había oído hablar de los cantantes modernos que saltaban sobre la multitud de fans y eran desplazados por miles de manos. Se imaginó que aquello era algo parecido, sólo que ella se movía mil veces más rápido, y las briznas de hierba no eran rendidos admiradores.

No podía incorporarse. No podía tocar el suelo. Su espada seguía en el petate, sujeta con unas correas a su espalda, pero no podía alargar la mano hasta ella. Las plantas la mantenían desequilibrada, zarandeándola, haciéndole cortes en la cara y en las manos. Apenas podía distinguir las estrellas a través del remolino verde, amarillo y negro.

Los gritos de Frank se apagaban a lo lejos.

Costaba pensar con claridad, pero Hazel era consciente de una cosa: se movía deprisa. Adondequiera que la llevasen, no tardaría en estar demasiado lejos para que sus amigos la encontraran.

Cerró los ojos y trató de hacer caso omiso de las volteretas y las sacudidas. Concentró sus pensamientos en la tierra situada debajo de ella. Oro, plata... Se conformaba con cualquier cosa que pudiera poner freno a sus secuestradores.

No notaba nada. Riquezas bajo la tierra: cero.

Estaba al borde de la desesperación cuando notó que un gran punto frío pasaba por debajo de ella. Se concentró en él con todas sus fuerzas, lanzando un ancla mental. De repente el suelo retumbó. El remolino de plantas la soltó y fue lanzada hacia arriba como el proyectil de una catapulta.

Abrió los ojos, momentáneamente ingrávida. Torció el cuerpo en el aire. El suelo estaba a unos seis metros por debajo de ella. De repente empezó a caer. El adiestramiento de combate que había recibido surtió efecto. Había practicado la caída desde águilas gigantes. Se hizo un ovillo, recibió el impacto haciendo una voltereta y se levantó de pie.

Se descolgó el petate y sacó la espada. A pocos metros a su izquierda, un afloramiento de roca del tamaño de un garaje sobresalía del mar de hierba. Hazel se dio cuenta de que era su ancla. Ella había hecho que esa roca apareciera.

La hierba ondeaba a su alrededor. Unas voces airadas susurraron consternadas ante el enorme pedazo de piedra que había interrumpido su progreso. Antes de que pudieran recuperarse, Hazel corrió hasta la roca y trepó a lo alto.

La hierba se balanceaba y susurraba a su alrededor como los tentáculos de una gigantesca anémona submarina. Hazel percibía la frustración de sus captores.

—¡No podéis crecer encima de esto, ¿verdad?!—gritó—. ¡Largaos, puñado de hierbajos! ¡Dejadme en paz!

—Esquisto—dijo una voz airada procedente de la hierba.

Hazel arqueó las cejas.

—¿Cómo?

—Esquisto. ¡Un montón de esquisto!

Hazel no supo qué contestar. Entonces, alrededor de su isla de roca, los secuestradores salieron de la hierba. A primera vista parecían ángeles de San Valentín: una docena de pequeños y regordetes Cupidos. Cuando se acercaron, Hazel se percató de que no eran bonitos ni angelicales.

Eran del tamaño de niños pequeños, con pliegues de grasa de bebé, pero su piel poseía un extraño tono verdoso, como si por sus venas corriera clorofila. Tenían unas alas secas y quebradizas como hojas de maíz, y mechones de pelo blanco como pelusas de maíz. Sus caras eran macilentas y estaban llenas de cereales. Sus ojos eran de un verde intenso, y sus dientes eran colmillos.

GIGANTOMAQUIA: El Hijo de NeptunoWhere stories live. Discover now