PERCY XLI

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Percy se sintió ingrávido.

Se le nubló la vista. Unas garras le sujetaron los brazos y lo levantaron en el aire. Debajo, las ruedas del tren chirriaron y el metal hizo un ruido estruendoso. El cristal se hizo añicos. Los pasajeros gritaron.

Cuando se le aclaró la vista, vio a la bestia que lo estaba llevando hacia arriba. Tenía el cuerpo de una pantera—lustroso, negro y felino—, con las alas y la cabeza de un águila. Sus ojos emitían un brillo rojo sangre.

Percy se retorció. Las garras delanteras del monstruo le rodeaban los brazos como unos brazaletes de acero. No podía liberarse ni alcanzar su lanza. Se elevaba más y más en el frío viento. No tenía ni idea de adónde lo llevaba el monstruo, pero estaba seguro de que el lugar no le gustaría cuando llegara.

Rugió de frustración. Entonces Hazel apareció a toda velocidad, habiéndose elevado con un poderoso salto, y decapitó al monstruo con un movimiento de su espada. La criatura lo soltó.

Percy se cayó y chocó con estrépito contra unas ramas de árbol hasta que se estrelló contra un ventisquero. Lanzó un quejido, contemplando el enorme pino que acababa de hacer trizas.

Consiguió ponerse en pie. No parecía que tuviera nada roto. Frank estaba a su izquierda, una criatura se abalanzó sobre él, pero el chico la repelió con una patada. Hazel aterrizó a sus espaldas creando un cráter a su alrededor, alzó su arma para encarar a las criaturas, pero había demasiadas arremolinándose alrededor de ellos, al menos una docena.

Percy sacó a Contracorriente. Perforó el ala de un monstruo y lo mandó girando en espiral contra un árbol, y a continuación empaló a otro y lo lanzó hacia un lado. Pero los vencidos se recomponían enseguida.

—¿Qué son estos parásitos?—exigió saber.

—¡Grifos!—dijo Hazel—. ¡Tenemos que impedir que se acerquen al tren!

Percy vio a lo que se refería. Los vagones del tren se habían volcado, y sus techos se habían hecho añicos. Los turistas iban dando traspiés de acá para allá, conmocionados. Percy no vio a nadie que hubiera resultado gravemente herido, pero los grifos se lanzaban en picado hacia cualquier cosa que se moviera. Lo único que los mantenía alejados de los mortales era un reluciente guerrero gris vestido de camuflaje: el spartus de Frank.

Percy echó un vistazo y se fijó en que la lanza de Frank había desaparecido.

—¿Has usado el último ataque?

—Sí—Frank dio un salto y abatió a otro grifo con un puñetazo—. Tenía que ayudar a los mortales. La lanza se ha deshecho.

Percy asintió. Una parte de él se sentía aliviada. No le gustaba el guerrero esquelético. Otra parte se sentía decepcionada, ya que eso suponía que tenían a su disposición un arma menos. Pero no se lo reprochaba a Frank. Había hecho lo correcto, lo que debía hacer un rey, proteger a su pueblo.

—¡Lejos de la vía!—ordenó Percy—. ¡Alejen la batalla de los humanos!

Atravesaron la nieve dando traspiés, golpeando y rebanando grifos que volvían a reanimarse cada vez que los mataban.

Percy no tenía experiencia con los grifos. Siempre se los había imaginado como enormes animales nobles, como leones con alas, pero aquellas cosas le recordaban más a unos depredadores: unas hienas voladoras.

A unos cincuenta metros de la vía de tren, los árboles daban paso a un pantano descubierto. El terreno estaba tan esponjoso y cubierto de hielo que Percy se sentía como si estuviera corriendo a través de plástico de burbujas. Frank y Hazel respiraban con dificultad. Los movimientos de la lanza de Percy se estaban volviendo más lentos.

GIGANTOMAQUIA: El Hijo de NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora