HAZEL XLVI

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Los fantasmas formaron filas y sitiaron los cruces. Había unos cien en total: menos que una legión entera y más que una cohorte. Algunos llevaban estandartes andrajosos con un rayo de la Duodécima Legión, Quinta Cohorte: la expedición maldita de Michael Varus llevada a cabo en la década de 1980. Otros llevaban estandartes e insignias que Hazel no reconocía, como si hubieran muerto en distintas épocas, en distintas misiones; tal vez ni siquiera hubieran pertenecido al Campamento Júpiter.

La mayoría estaban provistos de armas de oro imperial: más oro imperial del que poseía toda la Duodécima Legión. Hazel notaba el poder conjunto de todo ese oro zumbando a su alrededor, todavía más inquietante que el resquebrajamiento del glaciar. Se preguntaba si podría usar su poder para controlar las armas y con suerte desarmar a los fantasmas, pero le daba miedo intentarlo. El oro imperial no era sólo un metal precioso. Era mortal para los semidioses y los monstruos. Intentar controlar tanta cantidad al mismo tiempo sería como intentar controlar plutonio en un reactor. Si fracasaba, podría borrar el glaciar de Hubbard del mapa y matar a sus amigos.

—¡Thanatos!—Hazel se volvió hacia la figura con capa—. Hemos venido a rescatarle. Si controla a esos fantasmas, dígales que...

Se le quebró la voz. La capucha del dios se desprendió y su capa se cayó al desplegar las alas. Se quedó sólo con una túnica negra sin mangas ceñida a la cintura. Era el hombre más hermoso que Hazel había visto en su vida.

Tenía la piel del color de la madera de teca, oscura y brillante como la vieja mesa de espiritismo de la Reina Marie. Sus ojos eran dorados como la miel. Era esbelto y musculoso, con un rostro regio y una melena de cabello moreno que le caía por los hombros. Sus alas emitían destellos de tonos azules, negros y morados.

Hazel se quedó sin respiración.

"Hermoso" era la palabra exacta para definir a Thanatos; ni guapo ni macizo ni nada por el estilo. Era hermoso de la misma forma que un ángel es hermoso: eterno, perfecto, lejano.

—Oh...—se le escapó a Hazel con una vocecilla.

Las muñecas del dios estaban sujetas con unas esposas heladas unidas a unas cadenas que se hundían en el suelo del glaciar. Tenía los pies descalzos, inmovilizados con grilletes alrededor de los tobillos y encadenados también.

—Es Cupido—decidió Frank—. Un Cupido muy cachas.

—Me halagáis—dijo Thanatos. Su voz era tan espléndida como él mismo: grave y melodiosa—. A menudo me confunden con el dios del amor. La muerte tiene más en común con el amor de lo que os imagináis. Pero soy la Muerte. Os lo aseguro.

Hazel no lo dudaba. Se sentía como si estuviera hecha de cenizas. En un segundo se podría desmoronar y ser absorbida por el vacío. Dudaba que Thanatos necesitara tocarla para matarla. Simplemente podía decirle que se muriera. Ella se desplomaría en el acto; su alma obedecería aquella hermosa voz y aquellos ojos dulces.

—Hemos... hemos venido a salvarle—consiguió decir—. ¿Dónde está Alcioneo?

—¿A salvarme...?—Thanatos entornó los ojos—. ¿Eres consciente de lo que estás diciendo, Hazel Levesque? ¿Eres consciente de lo que eso significa?

Percy dio un paso adelante.

—Estamos perdiendo el tiempo.

Blandió su lanza contra las cadenas del dios. El bronce celestial resonó contra el hielo, pero Contracorriente quedó pegada a la cadena como si fuera pegamento. Por la hoja empezó a subir escarcha. Percy tiró frenéticamente del arma. Frank corrió a ayudarle. Juntos consiguieron soltar a Contracorriente antes de que la escarcha llegara a sus manos.

—Eso no dará resultado—explicó simplemente Thanatos—. En cuanto al gigante, está cerca. Esos fantasmas no son míos. Son de él.

Los ojos de Thanatos escudriñaron a los soldados fantasma. Los espectros se movieron incómodos, como si un viento ártico estuviera atravesando sus filas.

—Entonces ¿cómo lo soltamos?—preguntó Hazel.

Thanatos centró de nuevo su atención en ella.

—Hija de Hades, descendiente de mi amo, tú deberías desear mi liberación menos que nadie.

—¿Cree que no lo sé?

A Hazel le escocían los ojos, pero estaba harta de tener miedo. Hacía setenta años había sido una niña asustada. Había perdido a su madre porque había actuado demasiado tarde. Pero en ese momento era una soldado de Roma. No iba a volver a fracasar. No iba a fallarles a sus amigos.

—Escuche, Muerte—desenvainó su espada de la caballería, y Arión se encabritó en actitud desafiante—. No he vuelto del Valhalla y he viajado miles de kilómetros para que me digan que soy tonta por liberarlo. Si muero, moriré. Lucharé contra todo ese ejército si no me queda más remedio. Usted díganos cómo romper sus cadenas.

Thanatos la observó un instante.

—Interesante. ¿Eres consciente de que esos fantasmas fueron en otra época semidioses como tú? Lucharon por Roma. Murieron sin llevar a cabo sus heroicas misiones. Ahora Gaia les ha prometido una segunda vida si luchan por ella. Por supuesto, si me liberas y los vences, serán arrojados al Tártaro, que es donde deben estar. Les aguarda el castigo eterno por traicionar a los dioses. No se diferencian tanto de ti, Hazel Levesque. ¿Estás segura de que quieres liberarme y condenar a esas almas para siempre?

Frank cerró los puños.

—¡No es justo! ¿Quiere que lo liberemos o no?

—Justo...—meditó la Muerte—. Te sorprendería la frecuencia con la que oigo esa palabra, Frank Zhang, y el poco sentido que tiene. ¿Es justo que tu vida se consuma tan breve y llena de energía? ¿Fue justo cuando guié a tu madre al Valhalla?

Frank se tambaleó como si le hubieran dado un puñetazo.

—No—dijo la Muerte tristemente—. No es justo. Y sin embargo, era su momento. No hay justicia en la Muerte. Si me liberáis, cumpliré con mi deber. Pero, naturalmente, esos fantasmas intentarán deteneros.

—No hemos venido a oír eso, gusano—dijo Percy, con su rostro calmo, pero las pupilas dilatadas—. Responde ahora. ¿Cómo rompemos esas cadenas?

Thanatos sonrió.

—Sólo el fuego de la vida puede fundir las cadenas de la muerte.

—Te lo advierto—siseó Percy—. Si te atreves a continuar con los acertijos...

Frank inspiró trémulamente.

—No es un acertijo.

—No, Frank—dijo Hazel débilmente—. Tiene que haber otra forma.

Una risa retumbó a través del glaciar. Una voz resonante dijo:

—Amigos míos. ¡Os he esperado mucho tiempo!

En las puertas del campamento estaba Alcioneo. Era todavía más grande que el gigante Polibotes que habían visto en California. Tenía la piel de un dorado metálico, una armadura hecha de eslabones de platino y un bastón de hierro del tamaño de un tótem. Sus patas de dragón rojo herrumbre golpearon pesadamente el hielo cuando entró en el campamento. En su cabello rojo con trenzas relucían piedras preciosas.

Hazel nunca lo había visto totalmente formado, pero lo conocía mejor que a sus propios padres. Ella lo había creado. Durante meses, había extraído oro y piedras preciosas de la tierra para crear a ese monstruo. Conocía los diamantes que usaba de corazón. Conocía el petróleo que corría por sus venas en lugar de sangre. Deseaba destruirlo más que nada en el mundo.

El gigante se acercó sonriéndole con sus firmes dientes de plata.

—¡Ah, Hazel Levesque, me has costado cara!—dijo—. De no haber sido por ti, habría despertado hace décadas, y este mundo ya sería de Gaia. ¡Pero no importa!

Extendió las manos, jactándose de las filas de soldados fantasmales.

—¡Bienvenido, Perseus Jackson! ¡Bienvenido, Frank Zhang! Soy Alcioneo, el azote de Hades, el nuevo amo de la Muerte. Y esta es vuestra nueva legión.

GIGANTOMAQUIA: El Hijo de NeptunoWhere stories live. Discover now