PERCY XXVIII

115 23 6
                                    


El anciano estaba en el mismo sitio donde lo habían dejado, en medio del aparcamiento lleno de camiones de venta de comida. Estaba sentado en su banco de picnic con sus zapatillas de conejitos apoyadas en alto, comiendo un plato de grasiento kebab. La desbrozadora estaba a su lado. Tenía la bata manchada de salsa barbacoa.

—¡Bienvenidos!—gritó alegremente—. Oigo el aleteo de unas alitas nerviosas. ¿Me habéis traído a mi arpía?

—Está aquí—dijo Percy—. Pero no es tuya.

Fineasse chupó la grasa de los dedos. Sus ojos lechosos parecían fijos en un punto situado justo encima de la cabeza de Percy.

—Ya veo... Bueno, en realidad estoy ciego, así que no veo nada. Entonces ¿habéis venido a matarme? Si es así, buena suerte en vuestra misión.

—He venido a apostar.

La boca del anciano se movió nerviosamente. Dejó el kebab y se inclinó hacia Percy.

—Un juego... qué interesante. ¿Información a cambio de la arpía? ¿El ganador se lo lleva todo?

—No—contestó Percy—. La arpía no entra en el trato.

Fineasse rió.

—¿En serio? Tal vez no comprendas su valor.

—Es un ser vivo—dijo Percy—. No está en venta.

—¡Venga ya! Eres del campamento romano, ¿verdad? Roma se construyó gracias a la esclavitud. No me vengas con esos aires de superioridad. Además, ni siquiera es humana. Es un monstruo. Un espíritu del viento. Una secuaz de Júpiter.

Ella graznó. Meterla en el estacionamiento había sido todo un reto, pero ahora empezó a retroceder murmurando:

—"Júpiter. Hidrógeno y helio. Sesenta y tres satélites". Sin secuaces. No.

Hazel rodeó las alas de Ella con el brazo. Parecía la única que podía tocar a la arpía sin hacer que gritara y se retorciera.

Frank se quedó al lado de Percy. Tenía la lanza preparada.

Percy sacó los frascos de cerámica.

—Le propongo otra apuesta. Tengo dos frascos de sangre de gorgona. Uno mata. El otro cura. Son idénticos. Ni siquiera nosotros sabemos cuál es cuál. Puedes quedarte ambos y usar tus poderes para averiguar el correcto. Podría curarle la ceguera.

Fineas alargó las manos con impaciencia.

—Déjame tocarlos. Déjame olerlos.

—No tan deprisa, gusano—dijo Percy—. Primero tiene que aceptar las condiciones.

—Condiciones...—Fineas respiraba entrecortadamente. Percy notó que estaba ansioso por aceptar la oferta—. Profecía y vista... Sería imparable. Podría ser el dueño de esta ciudad. Me construiría mi palacio aquí, rodeado de camiones de comida. ¡Podría atrapar a esa arpía yo mismo!

—N-nooo—dijo Ella con nerviosismo—. No, no, no.

Cuando llevas puestas unas zapatillas de conejitos rosa es difícil soltar una risa malvada, pero Fineas hizo lo mejor que pudo.

—Muy bien, semidiós. ¿Cuáles son tus condiciones?

—Combate singular—dijo Percy—. Mátame y los frascos serán tuyos.

—¡No es justo! Estoy ciego.

—¿Acaso eso te ha detenido alguna vez?—replicó Percy—. Si ganas puedes tomar los frascos. Juro por la laguna Estigia que son idénticos. Contienen exactamente lo que he dicho: sangre de gorgona, un frasco del lado izquierdo del monstruo y otro del derecho. Y juro que ninguno de nosotros sabe cuál es cuál.

GIGANTOMAQUIA: El Hijo de NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora