FRANK XXXVIII

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Frank se duchó lo más rápido posible, se puso la ropa que Hazel había preparado—una camiseta verde aceituna y unas bermudas que no combinaban especialmente bien con su venda—, y a continuación recogió su arco y su carcaj de recambio antes de subir la escalera del desván.

El desván estaba lleno de armas. Su familia había reunido suficiente armamento antiguo para abastecer a un ejército. Escudos, lanzas y carcajs de flechas colgaban de una pared; casi tantos como los del arsenal del Campamento Júpiter. En la ventana trasera había un escorpión montado y cargado, listo para la acción. En la ventana delantera había algo que parecía una ametralladora con varios cañones.

—¿Un lanzacohetes?—se preguntó en voz alta.

—No, no—dijo una voz desde el rincón—. Patatas. A Ella no le gustan las patatas.

La arpía se había hecho un nido entre dos viejos baúles. Estaba posada en un montón de pergaminos chinos, leyendo siete u ocho al mismo tiempo.

—Ella, ¿dónde están los demás?—preguntó Frank.

—Tejado—Ella miró hacia arriba y luego retomó la lectura, toqueteándose las plumas un momento y pasando páginas al siguiente—. Tejado. Vigilando a los ogros. A Ella no le gustan los ogros. Patatas.

—¿Patatas?

Frank no lo entendió hasta que giró la ametralladora. Sus ocho cañones estaban cargados de patatas. En la base del arma había un cesto lleno de más munición comestible.

Miró por la ventana: la misma ventana desde la que lo había mirado su madre cuando había conocido a los osos. En el jardín, los ogros se apiñaban empujándose unos a otros, chillando a la casa de vez en cuando y lanzando balas de cañón de bronce que explotaban en el aire.

—Tienen balas de cañón—dijo Frank—. Y nosotros tenemos un arma de patatas.

—Fécula—dijo Ella pensativamente—. La fécula es mala para los ogros.

Otra explosión sacudió la casa. Frank tenía que subir al tejado y ver cómo les iba a Percy y Hazel, pero le sabía mal dejar a Ella sola.

Se arrodilló al lado de ella, con cuidado de no acercarse demasiado.

—Ella, aquí no estás a salvo con los ogros. Dentro de poco viajaremos a Alaska. ¿Vendrás con nosotros?

Ella se movió incómoda.

—Alaska. Un millón seiscientos veintidós mil cuatrocientos treinta y tres kilómetros cuadrados. Mamífero autóctono: el alce.

De repente pasó al latín, que Frank entendía a duras penas gracias a las clases del Campamento Júpiter:

—"Ad septentrionem, extra deos, corona legionis manet. Ab glacie delapsus Neptuni filius submersus invenit..."

Se detuvo y se rascó su despeinado pelo rojo.

—Hum. Quemado. El resto está quemado.

A Frank le costaba respirar.

—Ella, ¿era... era eso una profecía? ¿Dónde la has leído?

—Alce—dijo Ella, paladeando la palabra—. Alce. Alce. Alce.

La casa volvió a sacudirse. De las vigas cayó polvo. En el exterior, un ogro rugió:

—¡Frank Zhang! ¡Sal de ahí!

—No—dijo Ella—. Frank no debe salir. No.

—Tú... quédate aquí, ¿de acuerdo?—dijo Frank—. Tengo que ayudar a Hazel y Percy.

GIGANTOMAQUIA: El Hijo de NeptunoWhere stories live. Discover now