PERCY XXVI

112 18 2
                                    


No fue tan difícil como pensaban. Los gritos y la desbrozadora fueron de ayuda.

Habían llevado forros polares ligeros con las provisiones, de modo que se abrigaron contra la fría lluvia y recorrieron varias manzanas por las calles casi desiertas. Esa vez Percy sacó la mayoría de sus provisiones del bote.

Vieron tráfico de bicicletas y a unos cuantos mendigos acurrucados en portales, pero la mayoría de los ciudadanos de Portland parecían estar en sus casas.

Mientras avanzaban por Glisan Street, Percy miraba a la gente que tomaba café y comía en las cafeterías. Estaba a punto de proponer que pararan a desayunar cuando oyó una voz calle abajo gritando: ¡JA! ¡CHUPAOS ESA, ESTÚPIDAS GALLINAS!, seguida del ruido de un pequeño motor y muchos graznidos.

Percy lanzó una mirada a sus compañeros.

—¿Es él?

—Probablemente—convino Frank.

Corrieron en dirección a los sonidos.

Cuando recorrieron la siguiente manzana, encontraron un gran aparcamiento abierto con aceras bordeadas de árboles e hileras de camiones de venta de comida orientados hacia las calles en los cuatro lados. Algunos eran simples cajas metálicas blancas sobre ruedas, con toldos y barras para servir. Otros estaban pintados de azul o de morado, o con dibujos de puntos, provistos de grandes letreros en la parte de delante, coloridos tableros con los menús y mesas como los cafés de autoservicio con terraza. Uno anunciaba tacos de fusión coreano-brasileña, un plato que parecía pertenecer a una forma de cocina radiactiva de alto secreto. Otro ofrecía pinchos de sushi. Un tercero vendía sándwiches de helado fritos en abundante aceite. El olor era increíble: docenas de cocinas distintas cocinando al mismo tiempo.

A Percy le empezaron a rugir las tripas. La mayoría de los carritos de comida estaban abiertos, pero apenas había clientes. Era perfecto. Podría comer lo que quisiese sin preocuparse por molestos humanos rondando por allí.

Lamentablemente, la comida no era la única actividad del lugar. En el centro del aparcamiento, detrás de todos los camiones, un viejo con bata corría de un lado al otro con una desbrozadora, gritando a una bandada de mujeres pájaro que trataban de robar comida de una mesa de picnic.

—Arpías—dijo Hazel—. Lo que significa...

—Es Fineas—aventuró Frank.

Cruzaron la calle y se apretujaron entre el camión de comida coreano-brasileña y un vendedor ambulante chino que ofrecía burritos de huevo duro.

Las partes traseras de los camiones no eran ni mucho menos tan apetitosas como las delanteras. Estaban llenas de montones de cubos de plástico, cubos de basura llenos a rebosar e improvisadas cuerdas para tender de las que colgaban delantales y toallas mojadas. El aparcamiento no era más que un cuadrado de asfalto agrietado cubierto de malas hierbas. En medio había una mesa de picnic con montañas de comida de los distintos camiones.

El hombre de la bata era viejo, delgado y huesudo. Estaba casi totalmente calvo y tenía cicatrices que le recorrían la frente y un cerco de pelo blanco fibroso. Su bata estaba salpicada de ketchup, y no paraba de andar dando traspiés con unas zapatillas de conejitos rosa cubiertas de pelusa, blandiendo su desbrozadora de gas con intención de atacar a la media docena de arpías que planeaban sobre su mesa de picnic. A la cintura llevaba una espada envainada, pero parecía más propenso a matarse a sí mismo con ella que a las mujeres aladas.

Era evidente que estaba ciego. Tenía los ojos de un blanco lechoso, y por lo general no acertaba a las arpías ni de lejos, pero las estaba rechazando con éxito.

GIGANTOMAQUIA: El Hijo de Neptunoजहाँ कहानियाँ रहती हैं। अभी खोजें