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Los sobrinos son mellizos. Una mujer y un varón. Casi no hablan y cuando lo
hacen se comunican en susurros entre ellos, con códigos secretos y
sobreentendidos. Jeno los observa como si fuesen un animal extraño compuesto de dos partes separadas pero activados por una sola mente. Su hermana se empecina en llamarlos «los chicos», cuando el mundo entero los llama «los melli». Su hermana y sus reglas idiotas.

Los mellizos se sientan a la mesa del comedor sin saludarlo.

—No le dijeron hola a su tío Jenito.

Él se levanta de la mesa de la cocina y camina al comedor con paso lento.
Quiere terminar cuanto antes con el trámite de esa visita obligada.

—Hola, tío Jenito.

Lo dicen al unísono, de manera mecánica, imitando a un robot. Contienen la risa, se les nota en los ojos. Se quedan mirándolo, sin pestañear, esperando que él reaccione. Pero Jeno se sienta en la silla y se sirve agua, sin prestarles atención.

La hermana sirve la comida sin darse cuenta de nada. Le saca el vaso de agua y le deja el de limonada.

—Te olvidaste el vaso en la cocina, Jenito. La preparé especialmente para vos.

Sus sobrinos no son idénticos, pero esa unión encapsulada, férrea, les da un
aire ominoso. Los gestos inconscientes que se duplican, la mirada idéntica, los silencios pactados generan incomodidad. Él sabe que ellos tienen un lenguaje secreto, algo que probablemente ni la hermana sepa. Esas palabras que solo pueden entender ellos dos hacen que los otros sean extranjeros, desconocidos, analfabetos. También los hijos de su hermana son un cliché: los mellizos siniestros. La hermana le sirve la comida sin carne. Está fría. No tiene gusto.

—¿Está rico?

—Sí.

Los mellizos están disfrutando de una comida de riñones especiales con limón y hierbas, acompañados de papas a la provenzal y arvejas. Mientras saborean la carne, observan con curiosidad. El hermano, Jaebum, hace un gesto a su hermana, Sana. Los mellizos se ríen, se hacen señas, susurran. Los dos tienen el pelo sucio o grasoso.

—Chicos, por favor, estamos comiendo con el tío. No sean maleducados.
Habíamos quedado con papá en que en la mesa no se susurra, se conversa
como adultos, ¿no?

Jaebum lo mira con un brillo en los ojos, un brillo lleno de palabras como
bosques de árboles quebrados y tornados silenciosos. Pero la que habla es Sana:

—Estamos adivinando qué gusto tendría el tío Jenito.

La hermana agarra el cuchillo con el que está comiendo y lo clava en la mesa.

El sonido es furioso, veloz. La hermana dice: «Basta». Lo dice despacio, midiendo la palabra, controlándola. Los mellizos la miran sorprendidos. Él
nunca vio una reacción semejante en su hermana. La mira en silencio. Mastica un poco más de arroz frío, sintiendo tristeza por toda la escena.

—Me tienen harta con ese juego. Las personas no se comen. ¿O son salvajes
ustedes?

La pregunta la hace gritando. Mira el cuchillo clavado en la mesa y se va al
baño corriendo, como si hubiera despertado de un trance.
Sana, o Sanita como la llama su hermana, mira el pedazo de riñón especial que se está por meter en la boca y esboza una sonrisa mientras le hace un guiño al hermano. Las palabras de su sobrina son como vidrios que se derriten por un calor muy intenso, como cuervos que se sacan los ojos en cámara lenta.

—Mamá está loca.

Lo dice con voz de niña, haciendo pucheros y moviendo el dedo índice en círculos a la altura de la sien. Jaebum la mira y se ríe. Todo le parece muy
cómico. Dice:

delicioso cadáver - nominOù les histoires vivent. Découvrez maintenant