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Francis no sabía dónde esconderse. Hace una semana había salvado a una joven de ser asaltada por unos bandidos y desde entonces la muchacha lo visitaba casi todos los días con alguna tarta.

—Juliette vino a verlo, mi señor.—le informó Minerva con una sonrisa divertida. Sus compañeras disfrutaban mucho de su infortunio.

—¿Por qué no le dijiste que no estoy?

—Eso sería mentir.—le recriminó Gwen.—Y está mal.

—¿Y qué me dicen del Código?—argumentó para que la echarán.—Las visitas de ese estilo están prohibidas.

—Tiene razón mi señor, pero una inofensiva tarta en el desayuno no está mal.—objetó Minerva y el resto de cacatúas la respaldaron.—No lo piense más y hagala entrar mi señor, no es bueno dejar esperando a una dama por mucho tiempo.

—¡Mujeres odiosas!—gruñó Francis antes de abrir la puerta de la cocina y recibir a su molesta invitada.

—Buenos días mi salvador.—Julliete lo saludó con una gran sonrisa.—Le traje una deliciosa tarta de manzana.

—Eso no era necesario.

—Lo sé, pero insisto.—le entregó la cesta con el aparente manjar, una masa deforme y quemada en los bordes al que llamaba "tarta".

—Si lo desean pueden pasar al comedor, en unos minutos serviremos el desayuno.—sugirió Lilibeth con fingida amabilidad.

—Con mucho gusto.—aceptó Julliete encantada, mientras el caballero sufría en silencio.

Los gemelos eran conocidos por su fama de mujeriegos. Sin embargo, la aversión que Francis sentía hacia la muchacha era tanta que resultaba gracioso verlos convivir. Antes que un beso había más probabilidades de que el caballero la lanzara de un puente.

—Aquí tienen su comida.—Olga sirvió los platos mientras Gwen tocaba el arpa y Lilibeth cantaba.

—El servicio de esta casa es espectacular.—opinó la muchacha ante semejante despliegue de talento.—Todas son tan serviciales y atentas. Debe ser hermoso vivir en un lugar así.

—Sí hermoso.—Francis no pudo disimular su ironía. Como Julliete no representaba amenaza alguna la trataban como a una princesa.

—Yo también puedo cantar un poco.

—No no...—el caballero trató de detenerla, pero todas sus quejas fueron ignoradas.
La muchacha cantaba casi tan mal como hacía tartas.

Y él se resignó a soportarla. O así era hasta que vió a su jefe entrar al salón.

—Crystal llegará en menos de cinco minutos.—advirtió dejándolo mudo.

Al escuchar la noticia Francis no dudo en recogerlo todo y abandonar el lugar.

—¿Qué fue lo que pasó?—exigió saber mientras corría hacia ellos llevando de la mano a su nuevo "gran amor", según sus compañeras.

—No lo sé.—negó Damien.—Pero todos deben actuar normalmente, Crystal no puede saber que iré a la guerra ¿entendido?

—Sí señor.—contestaron sus subordinados.

—Ahora saca a esa mujer de aquí.—ordenó señalando a la joven que se aferraba de su brazo. Julliete no lo había soltado ni por un minuto desde que abandonaron el salón.

—Pero yo quiero quedarme contigo Francis.—la mujer hizo un puchero y se rehusó a marcharse.

—Lo siento, pero son las reglas, si mi señora te encuentra no te dejará en paz.—explicó  aliviado de poder echarla mientras la iba empujando en dirección a la salida del servicio.

Prohibido AmarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora