Capítulo 41

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Una ligera brisa caía en Londres, el cielo parcialmente nublado cubría la luz plateada de la luna y las estrellas. El viento, fresco, azotaba contra la capa de los árboles, movía sus ramas, arrancando las hojas más débiles. Un hombre se desplazaba por la acera solitaria de un vecindario bastante pacífico, entre sus brazos cargaba un par de bolsas ecológicas, rebosantes de productos comestibles, a la distancia, observó una casa colorida y alumbrada. El hombre dibujó una sonrisa encantadora, podía decir, sin temor a equivocarse, que su hogar era el más iluminado de toda la cuadra. Su esposa sería la responsable del recibo de pago bien cargado, pensó, ensanchando su sonrisa. Y con estos divertidos pensamientos, apresuró el paso, una tormenta se avecinaba.

Abrió la reja y caminó por el pasillo del jardín rodeado de lámparas incrustadas en el pasto, entró a su hogar por la puerta principal y dejó su carga en una mesilla.

― Helga – Llamó con ligereza, entrando a la cocina. Su esposa no estaba allí – Helga, cariño, ya traje las cosas, empieza a cocinar, muero de hambre.

Nadie respondió.

― ¡Helga! – Insistió ― ¿Dónde estás? – Gritó, asomándose al patio que colindaba con la cocina. Un olor achicharrado le sorprendió, el hombre se acercó al horno de la estufa ―de donde provenía el intenso olor― y observó por la ventanilla su pastel favorito, casi carbonizado. Apagó el horno, molesto, y caminó en dirección al lecho matrimonial ― ¡Se te ha quemado el maldito pastel! – Gruñó sonoro, para que pudiera escucharle donde quiera que estuviese – Maldita inútil – Susurró – Te niegas a mamármela y a que te dé por culo y encima quemas mi pastel favorito – Subió por las escaleras, cada vez más molesto ― ¡¿Por qué no me contestas, maldita sea?! – Azotó la puerta de la recámara, súbito. La escena de allí dentro apagó su rabia como una flama se extingue sin oxígeno.

Su joven esposa, amarrada en un una silla, amordazada, le devolvió una mirada colmada de terror. Sus mejillas estaban húmedas, y sus ojos, rojísimos, eran fuentes de dolor. Aturdido por la visión, le costó salir de la parálisis inicial y con las piernas engarrotadas, se aproximó tambaleante, ella se retorcía, negaba con la cabeza y desorbitaba los ojos.

― Dios mío, Helga, tranquila, te desataré y saldremos de aquí, no hagas ruido – Murmuró, tratando de soltarla. La puerta del baño se abrió y un hombre tan inmenso como robusto salió de ella, jugueteando con un enorme cuchillo de combate.

Sus miradas se encontraron, el horror volvió a congelarle.

― ¡Zayn, tu juguete está aquí! – Exclamó con una sonrisa cruel, pero el recién casado no entendió, el salteador hablaba en alemán. Más temeroso, corrió hacia fuera, dispuesto a gritar y pedir ayuda, no alcanzó a abandonar la habitación, una figura apareció en la entrada y le impulsó de vuelta al cuarto, su cuerpo cayó a un costado de la silla donde su esposa estaba inmovilizada. Ella derramó más lágrimas y trató inútilmente deshacerse de la soga que la apresaba.

― Sujétalo – Ordenó Zayn, en el extraño idioma. Sin embargo, el derribado alcanzó a distinguir su voz y cuando el gigante lo alzó y pudo verle claramente, sus sospechas se confirmaron.

― Mierda... ― Se lamentó, reconociendo al peligroso moreno.

― Hola Varek, cuánto tiempo sin verte – Saludó, alegre – Bonita casa – Vio a su alrededor – Bonita esposa – Agregó, clavando la mirada en Helga, con malicia. Varek se arqueó entre los musculosos brazos del extranjero.

― No te atrevas... ― Advirtió, su rostro había enrojecido de tanto esfuerzo infructuoso por liberarse.

Zayn hizo caso omiso y acortó toda distancia entre él y la desesperada mujer.

Prison loversWhere stories live. Discover now