XLII. El Resplandor de la Redención

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Epoca Antigua

Después de que Kagome hubiera atravesado el centro del demonio araña y la luz purificadora hubiera inundado el ambiente, una sensación de esperanza y paz se extendió por el lugar. La joven sacerdotisa se elevó en el cielo, sus manos irradiando un resplandor verde y amarillo que se expandía con una belleza sobrenatural. Con un gesto poderoso y delicado a la vez, restauró todo lo que el demonio había dañado, sanando plantas, animales y personas por igual.

En ese preciso instante en el que la flecha de luz purificadora atravesó el centro del demonio araña, una transformación tuvo lugar. Sesshoumaru se erguía majestuoso, adoptando su imponente forma divina de un dios canino blanco, con la esencia de la luna menguante resplandeciendo en su frente. En un movimiento fluido, el majestuoso dios perro absorbió los remanentes del demonio araña y con precisión milimétrica, separó la perla de shikon con sus poderosas patas.

Una vez completada su labor, los estragos del poder liberado por la joven, le agotaron profundamente. Sus fuerzas menguaron y, con un agotamiento abrumador, Kagome se desplomó hacia el suelo. Justo cuando parecía que caería sin remedio, Sesshomaru, movido por un amor indomable, se lanzó hacia ella, corriendo con rapidez y la atrapó en sus brazos antes de que tocara el suelo.

Los ojos dorados del nuevo dios del espacio reflejaban una mezcla de preocupación y devoción mientras la sostenía delicadamente  contra su pecho. La mirada de él se posó en su amada, admirando su rostro sereno, y un profundo alivio se deslizó por su ser al verla a salvo, aunque exhausta por la intensa labor que había realizado. Con un cuidado reverencial, la sostuvo firmemente, transmitiendo su amor y protección a través de aquel abrazo, envolviéndola con la calidez y la seguridad que solo él sabía brindarle.

Sesshomaru, con Kagome aún en sus brazos, observó con una mezcla de asombro y precaución cómo descendían del cielo dos figuras poderosas pero poco agradables: los dioses Amaterasu y Tsukuyomi. Aquellas deidades habían sido responsables de no pocos problemas debido a sus malas decisiones en el pasado.

Amaterasu, con su radiante presencia y Tsukuyomi con su mirada fría, se posaron con gracia en el suelo frente a la joven pareja de dioses, mirando a Kagome con interés y quizás con una pizca de arrepentimiento en sus ojos divinos.

—Sesshomaru, noble señor del Oeste, y tú, Kagome, portadora de gran poder y sabiduría —comenzó Amaterasu con una voz dulce pero autoritaria. —Nosotros, los dioses que alguna vez nos equivocamos y causamos estragos, venimos con la intención de ofrecer nuestras disculpas y redimirnos por nuestros errores pasados.

Tsukuyomi se mantuvo en silencio, con una expresión más dura, pero no exenta de un atisbo de arrepentimiento en su semblante. Los dos dioses se inclinaron ligeramente en señal de respeto, reconociendo su propia responsabilidad en los sucesos que habían llevado a aquella lucha tan intensa y extenuante.

Sesshomaru, manteniendo su postura firme y protegiendo a su azabache, observó con cautela a las divinidades, sin bajar la guardia ante su presencia imponente. La joven sacerdotisa aún descansaba en sus brazos, su rostro denotaba el agotamiento tras la titánica tarea que había llevado a cabo.

Los dioses, con humildad en su voz, continuaron su discurso ofreciendo ayuda para restaurar el equilibrio y la paz que habían perturbado con sus errores. Sin embargo, la mirada del joven Lord permanecía vigilante, observando cada movimiento de aquellos seres divinos, sin olvidar las consecuencias de sus acciones pasadas.

Lentamente, Amaterasu retiró un collar de su cuello, una pieza que irradiaba un aire místico y enigmático. Con solemnidad y una expresión de sincera disculpa, se acercó a Kagome y colocó con suaves manos aquella joya alrededor del cuello de la joven, quien descansaba en los brazos del albino. El collar emitía destellos tenues y cálidos que parecían acunar a la sacerdotisa, una energía reconfortante que se desprendía de la gema en aquel accesorio.

Al mismo tiempo, Tsukuyomi extendió hacia Sesshomaru un anillo poco común, su blancura era tan pura y resplandeciente como la luz de la luna llena. El anillo tenía un aura peculiar, una energía sutil que se expandía con una serenidad asombrosa. El dios de la luna depositó con delicadeza aquel objeto en la mano del lord del Oeste, un gesto que no carecía de un claro mensaje y propósito.

Con aquella entrega simbólica, los dioses parecían ofrecer algo más que simples objetos: transmitían un compromiso, una voluntad de reparar el daño causado y de asegurar un nuevo futuro próspero para aquellos a quienes habían afectado con sus acciones. Esta entrega no solo representaba un cambio en el poder divino, sino que también simbolizaba una transición generacional, traspasando la responsabilidad a los jóvenes para gobernar en los cielos junto a sus amigos y seres queridos. Así, se marcaba el fin de la era de las divinidades Amaterasu y Tsukuyomi, cuyas historias pasadas los distanciaban, pero aún así, en lo más profundo, seguían siendo hermanos que, pese a sus conflictos, se querían y se respetaban como tales.

Sesshomaru, con seriedad y cautela, miró aquel anillo que le fue entregado, observando la singularidad y el brillo impecable del mismo. Por otro lado, Kagome, mientras reposaba en sus brazos, parecía envuelta en una aura cálida y protectora proveniente del collar, como si aquella joya estuviera destinada a cuidarla y otorgarle protección.

Llenos de cansancio y de una determinación inquebrantable, los ojos de la bella azabache se abrieron lentamente para encontrarse con la presencia de los dioses frente a ella. Su semblante, a pesar del agotamiento, reflejaba una mezcla de seriedad y un atisbo de enojo ante aquellos seres divinos que estaban allí frente a ella.

—Con pesar y gratitud en mi corazón, me dirijo a ustedes, seres queridos y afectados por nuestras acciones. Lamento profundamente las consecuencias de nuestros errores y la negligencia en nuestros deberes divinos —expresó Amaterasu, con palabras llenas de arrepentimiento que resonaron en el ambiente. —Nuestro orgullo y nuestras decisiones erróneas nos han llevado a este punto. Pero no hemos sido dignos de vuestra confianza ni hemos protegido adecuadamente los hilos del destino que tejemos

Mientras la deidad hablaba, su figura luminosa comenzó a desvanecerse poco a poco, disipándose como si cada palabra diera paso a una transformación inevitable. —Hemos herido y decepcionado a muchos, y por ello pido humildemente vuestro perdón. Es tiempo de enmendar nuestros errores, es hora de permitir que una nueva generación guíe el camino hacia la armonía y el equilibrio en el universo —continuó Amaterasu con un tono de resolución y esperanza.

Con estas palabras, la deidad parecía aceptar su responsabilidad y mostraba su determinación para redimirse, mientras su figura se desvanecía, disipándose en el aire como partículas que se pierden en el viento, dejando una sensación de resignación y arrepentimiento en el aire. La partida de la diosa, aunque silenciosa, llevaba consigo el peso de la responsabilidad y el dolor por las acciones pasadas, reflejando un intento de reparación por los errores cometidos.

Kagome, con una mirada llena de reflexión, observó el desvanecimiento de la deidad con una expresión que reflejaba comprensión y la carga de aquel mensaje de disculpa y arrepentimiento. La joven sacerdotisa, aunque exhausta, asimilaba la despedida silenciosa de Amaterasu, como si reconociera el peso de aquel acto de arrepentimiento divino.

El eco de las palabras de la diosa se desvaneció con ella, dejando en el aire una atmósfera serena y llena de una especie de entendimiento compartido entre ambas partes. Kagome, aunque fatigada, parecía procesar aquel momento con una serenidad interior que reflejaba su creciente madurez y comprensión ante los actos y las disculpas de aquellos seres supremos.

—Sesshoumaru, la carga que asumes es vasta y de gran responsabilidad —dijo Tsukuyomi con solemnidad, colocando una mano sobre el hombro derecho del imponente lord del Oeste. —Eres el guardián de un poder que puede inclinar la balanza entre la luz y la oscuridad. Pero más que el poder, es tu deber proteger el amor en este mundo. Es el amor el que te dará la sabiduría y la fuerza necesarias.

El tono de Tsukuyomi reflejaba una mezcla de seriedad y comprensión. 

—Ama y protege, Sesshoumaru. No temas demostrar tu amor y defenderlo, incluso si eso significa enfrentarte a desafíos insuperables. Tu amor es la llave para mantener el equilibrio entre los mundos y asegurar un futuro próspero —concluyó Tsukuyomi antes de desvanecerse en la atmósfera, dejando sus palabras como un eco en la mente del joven albino.

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