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La música moderna se expandía por todo el diámetro de mi coche, perdiendo su melodía cuando se escapaba por la ventanilla abierta y se difuminaba en la carretera desolada, resultándome incapaz de percibir que canción se hallaba sonado en la radio

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La música moderna se expandía por todo el diámetro de mi coche, perdiendo su melodía cuando se escapaba por la ventanilla abierta y se difuminaba en la carretera desolada, resultándome incapaz de percibir que canción se hallaba sonado en la radio. Fruncía el entrecejo con agobio y desviaba mis ojos del asfalto solitario a la pequeña frecuencia sonora, pero no me importaba descifrar la música cuando mi mente poseía un cumulo de reconcomios los cuales ansiaba deshacerme lo más rápido posible.

Mis dedos se amoldaban al volante de cuero oscuro con ferocidad y mi cabello danzaba con el aire cálido del campo, causando un contraste pacífico e iracundo en mi escenario. Mis gafas de sol opacaban el brillo inerte de mis globos oculares, y pese a que el sol comenzaba a desvanecerse en el oeste, necesitaba ocultar su enrojecimiento por contener la angustia e ira que se comprimía en mi sien y no me dejaba pensar.

Refregué mi índice por los ojos, intentando centrarme en el camino y no solo en lo que me carcomía por dentro.

Odiaba las temperaturas altas, mucho más cuando debía viajar de una ciudad a otra casi todos los días desde que decidí mudarme a San Diego.

Si, podía encender el aire acondicionado, cerrar las ventanillas y centrarme en mi camino como cualquier persona lo haría. Pero cada vez que el viento colisionaba contra la extremidad que descansaba a la orilla de la ventanilla abierta, me recordaba a ella.

Era bonito conservar sus memorias, las tradiciones que me había heredado con el correr de los años y realizar actos que me hacían recordarla cuando aún sus manos tenían movilidad propia y las hacía danzar contra la corriente de viento. Rememoraba su sonrisa resplandeciente gozando las temperaturas altas de julio mientras conducía en su coche, y la melancolía me hacía arder la nariz.

No obstante, pese al calor asfixiante del tan aclamado verano que se hallaba a tan solo minutos de su llegada, necesitaba aspirar la brisa externa.

Me gustaba viajar. Digo, ¿a quién no le gusta viajar? Pero, una vez que lo haces casi todos los días, se torna agotador. No me agradaba la idea de dejar a medias las refacciones de la casa donde viví parte de mi infancia o mis prioridades relacionadas al trabajo solo para ir a Los Ángeles cada vez que descubría una oportunidad de viajar sin lograr que me descubrieran en el intento, y no cuando yo realmente podía hacerlo.

Me resultaba extenuante, y mi paz mental comenzaba a deteriorarse. Pero cuando volvía a verla, mi mundo resurgía entre las sombras.

– Mierda – exclamé, y golpeé el volante.

¿Por qué tenía que sucederme esto? ¿Acaso era tan difícil para ellos aceptar mi presente?

Había visto la maldición en forma de dólares, llamándome y convenciéndome de facilitarme la vida, y aun así opté por dejarme poseer. Y ahora, gracias a ella, dicha facilidad se revirtió para dificultarme la existencia.

Detrás De Cámaras ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora