Haciendo las paces con la adversidad

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Christopher decidió dar un paseo por los terrenos de la propiedad, se dice que finalmente él pagó de alguna manera por todo eso. Es una apología indiscreta y absurda a la monarquía. Se pregunta cómo pasó de tener una comida otorgada por la beneficencia y tener que repartirla para que pudiera terminar la semana con el estómago medio lleno, a tener su propio huerto orgánico y ganado capaz de satisfacer las necesidades de múltiples familias.

Existe por lo menos una hectárea repleta de fruta y verduras coloridas y exóticas, acomodadas de manera estética y organizada, que son nutridas por el agua de un lago artificial basto que se encuentra en una orilla, según le explicó una persona que estaba labrando.

Docenas de trabajadores lo mantienen con vida y parece que tienen la orden de hacer una reverencia cada vez que aparece. Se asombra de lo poderosa que es la servidumbre mental, una docena de ellos podrían rebelarse, incluso matarlo, y decir que no están dispuestos a seguir trabajando tierras que no los alimentarán, sin embargo, un estatus ficticio de igualdad y un sueldo miserable es suficiente para que piensen que es correcto y justo, y que si trabajan duro, algún día podrán obtenerlo.

Y se dice, que dicha rebelión no sería descabellada, resulta igual de ridículo que un papel te otorgue un derecho sobre un pedazo de tierra. Y más ridículo es que un papel lo haga dueño de aquella propiedad que contempla más de una docena de hectáreas, pero así funciona y ahora que él resulta beneficiado, no debe molestarle en lo absoluto.

Una mujer se acercó y con lágrimas en los ojos le dio las gracias por todo lo que ha hecho por el país; también le mencionó que su hijo forma parte de la fuerza armada y que siempre lo idolatró, ya que casi nunca se veía que una persona de abajo llegará tan arriba de forma honesta. La señora le agradece por haber llenado de fe y bendiciones al pueblo, ya que es un testimonio de que la meritocracia existe.

Christopher utilizó las líneas de libreto que ha ensayado tantas veces:

—Gracias, señora, Dios la bendiga a usted y a su hijo.

Aquel tipo de adulaciones no le afectaban ni para bien ni para mal, pero esta vez, gracias a una plática del día anterior con su hija, le dejó un sabor de boca rancio y amargo.

—Papá, ¿tú eres un detective? —le pregunta Laysha.

—Fue en algún momento parte de mis funciones —responde Christopher.

—¿Persigues gente mala?

—Ajá, ¿quieres bajar a cenar? —Christopher le da la mano para bajar las escaleras.

—¿Cómo sabes quién es bueno y quién es malo? ¿Tienen uniformes diferentes?

—Sí, pero no es tan fácil, puede haber gente buena con ambos uniformes.

—Entonces, ¿cómo le haces para que no te equivoques?

—Analizo qué es lo que quieren lograr y de ahí saco mis conclusiones.

—Eres muy bueno peleando, ¿verdad?

—Cuando tu padre era joven, era bastante bueno, pero ya no lo hago más y tú no deberías hacerlo porque es malo.

—Pero, ¿por qué cuando tú lo hacías era bueno?

—Es... complicado.

—Mamá no me deja ver la tele cuando sales tú.

—Muchas veces no dicen la verdad en televisión, tu mamá hizo bien en decirte eso.

—¿Eres bueno papá?

Christopher hace una pausa en sus movimientos para bajar la escalera y voltea a ver a la pequeña. Hace un análisis rápido pero la pregunta lo aturde. Sabe que no le gusta catalogar como bueno o malo su proceder, pero concluye que es lo más acertado por el momento.

—Claro, nena.

—Pero entonces, ¿por qué nos tenemos que esconder? Las niñas de mi edad juegan en la escuela y el parque y no tienen que esconderse en sus casas, y Pam dice que cuando ella era pequeña si iba a la escuela.

Christopher aprieta su mandíbula para digerir la incomodidad que le está generando la conversación. Se pregunta cómo la pequeña está haciendo preguntas tan complicadas. Ruega que aparezca alguien por el pasillo.

—Voy a tratar de encontrar la manera de que puedan volver a la normalidad.

—Pero, te vas a volver a ir —Lo mira a los ojos—. Pam me lo dijo.

—Trataré de que no sea pronto.

Laysha suspira.

Okey, pero ¿si nos llevarás a la playa?

—Sí, iremos pronto —responde Christopher sabiendo que resulta cruel prometer cosas sin tener certeza.

La niña le sonríe y va corriendo con su hermana para contarle; tras de ella, su amigo fiel. Christopher no se había puesto tan nervioso en años, las preguntas de su hija le revolvieron el estómago. A pesar de que debería estar orgulloso de su inteligencia, se siente asqueado por la incomodidad, quizá nunca nadie que le importara le había hecho ese tipo de preguntas, ni siquiera su esposa, aunque sabe que ganas nunca le faltaron de saber más sobre ciertas cuestiones.

Christopher se dirige nuevamente al lugar que más ha visitado en las últimas semanas. Siempre había pensado que las adicciones eran para gente que solo te autocompadece, pero ahora los comprende.

En aquel bar dentro de su casa ha encontrado paz y tranquilidad. Dedica el tiempo que pasa diario ahí para releer su libro favorito, El Príncipe de Maquiavelo, junto con un vaso que rellena varias veces de su bebida favorita. Pese a que su ejemplar se encuentra desgastado y a punto de requerir una jubilación, no ha querido comprar un libro nuevo por el gran significado que tuvo en su vida.

Louise fue quien lo compró bajo la excusa de ser un clásico, pero nunca pudo terminarlo por describirlo como complicado y de antaño. Christopher recuerda cuando en la escuela le obligaron a hacer un ensayo sobre ese libro, apenas y leyó el título. No fue hasta cuándo regresó de la guerra que esas miles de palabras hicieron sentido. Algo lo llamó para tomarlo del estante viejo del primer departamento que compartió con Louise. Piensa que no haber tomado nunca ese libro, pudo haber detenido absolutamente todo. 

Las mujeres del héroeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora