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Ana

Fingir que comprendía los apuntes que tenía frente a mí se me daba muy bien. En realidad los sabía todo al derecho y al revés porque había estudiado todo una noche antes por adelantado. Esto solo lo hacía durante las clases en las que pretendía dejarme llevar por mi imaginación y en las que posiblemente me preguntaran algo.

En mi caso, no era el caso. Pocos o casi nadie notaban que yo existía, y aunque me habría gustado destacar en algo, mi timidez no cooperaba mucho. Tenía la tendencia a pensar que todos reaccionarían muy mal si me atrevía a ser más social, que todos voltearían a verme con desagrado.

Mi físico no era para nada desagradable, incluso a mí me gustaba y me sentía cómoda con él, pero eso no lo era todo para conseguir que las personas se acercaran. Mi inseguridad provenía de que mis pocos intentos por comunicarme terminaban en que yo comenzaba a decir cosas muy extrañas, como hablar de modas viejas y con las que apenas yo me estaba poniendo al corriente, o hablar sobre desgracias que veía en la televisión o periódico. Hasta yo misma sabía que aquello estaba muy mal, sin embargo, mis nervios soltaban mi lengua y no podía controlarlo. Por eso era mejor seguir solitaria y esperar a que algún día ocurriera el milagro o que alguien tan extraño como yo se me acercara. Por el momento, solo tenía que sobrevivir a la preparatoria.

Mientras el profesor Quicke hablaba, me puse a pensar en lo que quería hacer en mi cumpleaños número dieciocho, el cual llegaría en una semana. Mis padres querían organizar una cena familiar como todos los años, pero yo tenía ganas de algo diferente. Quería tener amigos y celebrarlo fuera de casa, embriagarme a más no poder o bailar hasta que el cuerpo me doliera. Pero no tener amigos complicaba las cosas, mucho más mi timidez.

—Señorita Fuentes. —Alcé la vista ante el llamado del profesor y fruncí el ceño. No estaba acostumbrada a que me hicieran preguntas, tampoco a que supieran mi nombre—. Usted no, me refiero a su compañera.

Ah, claro, Mirella Fuentes, la sabionda de la clase. No le tenía mucha envidia que digamos, puesto que a pesar de ser lista y destacada en lo académico, era igual de torpe que yo para la vida social. Aun así, al menos ella tenía un par de amigas que la comprendían. Yo no tenía nada, salvo a mis padres, y ellos no podían venir conmigo a la escuela.

Mirella respondió correctamente los tipos de enlaces químicos que existían y los cuales ya conocía incluso antes de estudiar anoche. Odiaba esta materia con todo mi ser porque me parecía aburrida, pero tampoco tenía complicaciones, incluso era de las que mejor se me daban.

Resignada a que no iba a poder exponer mis conocimientos, volví la vista otra vez hacia mi libreta y comencé a garabatear en una hoja limpia. El profesor no me llamó la atención ni una sola vez pese a que detestaba que no pusieran atención en su clase.

La hora se terminó cinco minutos después y todos se estiraron y los murmullos comenzaron a volverse cada vez más fuertes. No detestaba aquel ruido, pero de todos modos me coloqué mis audífonos para escuchar algo de música antes de que llegara la profesora Palmer, de Literatura. No era una materia que me apasionara pese a que me gustaba mucho leer; el programa honestamente me parecía una porquería, con poco contenido y paja, mucha paja. ¿Cómo amar la literatura si te aburrían de entrada? Para una lectora experimentada como yo era pan comido, no obstante, repetir todo eso me aburría, yo necesitaba más.

Y en ese momento tan normal, sin nadie que me mirara o sin que ocurriera algún evento inusual, tuve una epifanía.

Necesitaba dejar de ser una maldita sombra escondida, ser una persona normal, con metas, sueños, personas a mi alrededor. No quería compañía solo por tenerla, por supuesto, pero sí quería que alguien me apreciara, deseaba querer a alguien. 

POSESIVODonde viven las historias. Descúbrelo ahora