33.

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Lian

Me costó bastante tiempo poder tranquilizar a Ana, pero finalmente lo había logrado y se había marcado tranquila a casa. Confié en que ella me obedecería y que no iría tras de mí cuando le dije que me esperara.

Ahora podía comprobar hasta qué punto llegaba su desconfianza. No estaba furioso con ella, sino conmigo mismo por no haber cuidado ese detalle, por haber creído que usar el portal durante menos de dos minutos no supondría ningún problema.

Pero ella se había dado cuenta de mi desaparición, y ahora debía lidiar con las consecuencias, mantenerla más vigilada que nunca para que no se alejara de mí.

Cerré todas las puertas de la casa y, al volver al «dormitorio», giré el anillo y aparecí en mi verdadera alcoba, la cual era al menos tres veces más grande. Me habría gustado hacerle el amor en mi cama de suaves sábanas doradas, con todo el lujo y amor que se merecía, pero por desgracia, y tal y como le había dicho, no estaba lista para venir aquí.

No dije nada a nadie sobre mi llegada y caminé hacia la terraza. El cielo de Lastea no era muy diferente del de la Tierra, sin embargo, aquel color violeta característico ya no me gustaba tanto. El cielo de la Tierra, casi siempre azul durante el día, me recordaba a los ojos de Ana.

La ciudad hoy estaba pacífica, sin ruidos de protestas o fuego. Había ordenado eliminar a las hordas de huelguistas que estaban en mi contra. Era cuestión de tiempo para que volvieran a hacer lo mismo, pero esperaba que dejaran de fastidiar durante al menos unas cuantas semanas.

Sonreí para mis adentros. Me estaba acostumbrando demasiado al sistema temporal de la tierra, que en realidad me parecía mucho más práctico. En la Tierra, yo tenía treinta y cinco años, los cuales eran equivalentes a los setenta ciclos que tenía aquí. Llegar a los noventa ciclos sin un heredero me causaría muchos problemas y estaba demasiado cerca de ellos, a diez años terrestres.

Miré de nuevo al cielo e intenté ver la incipiente salida de las estrellas. El sol de Ana todavía no aparecía a la vista, pero sabía en dónde lo haría. Mirar esa estrella significaba observar treinta y un años al pasado, pero me daba igual, me gustaba verlo y saber que era el suyo.

«Nuestros soles, nuestros planetas», pensé maravillado.

Quería que ella viera todo esto, que viniera a ser mi reina, que demostrara a todos que era real, que estaba lista para ser su gobernante.

Y que me diera muchos hijos.

Odiaba a esos pequeños seres, pero la idea de tenerlos con Ana me gustaba.

Regresé a mis aposentos cuando sentí que el viento comenzaba a tornarse desagradable. Se venía otra maldita tormenta de arena, las cuales detestaba. La ciudad de Ana al menos era más agradable en ese sentido.

Me puse ropa cómoda y me dispuse a volver. Necesitaba averiguarlo todo sobre ese estúpido estudiante que se había mudado al lado de mi casa. Pero antes de que pudiera hacerlo, me tocaron a la puerta.

Ya se habían percatado de mi presencia.

—Su majestad —me llamó Cody.

—¿Qué demonios quieres? —le pregunté al salir y mirar hacia abajo.

Aquel pequeño y robusto hombre me miró con nerviosismo. Sabía que no importaba de cuanta utilidad me fuera, le retorcería el cuello y se lo partiría si se me daba la gana o si me enfurecía.

Él era el número veinte de todos los consejeros que había tenido. Todos habían sufrido «desafortunados» y divertidos accidentes. La Corona estaba obligada a pagar los funerales de cada consejero caído, y muchas de las quejas de mis habitantes se debían a eso.

POSESIVODonde viven las historias. Descúbrelo ahora