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NECESIDAD 

Después de aquella visita al profesor Nightingale, quedé ansiosa por más, aunque me asustara el hecho de que él no quería hablar demasiado sobre la pulsera. Intenté muchas veces sacarle el tema, pero él solo se limitaba a decirme que no me preocupara.

Por supuesto, eso consiguió el efecto contrario, sobre todo porque dijo que, si yo necesitaba un orgasmo durante los días en que no pudiéramos vernos, los tendría sin necesidad de tocarme.

Definitivamente, no iba a necesitar orgasmos, sino calmantes. Mi curiosidad por averiguar qué le pasaba a Lian iba creciendo como una bola de nieve que al final no iba a poder detenerse. Odiaba que me sucediera aquello, que la curiosidad me llevara a hacer tonterías, pero ya no había nada que hacer.

Saber todo lo que pasaba en torno a Lian se había convertido en una necesidad, en una obsesión.

Los días desde entonces comenzaron a pasar lentamente. Tan solo lo veía en las clases, pero él ya no hacía intento alguno de que nos viéramos en la terraza, a donde iba con Leila para contarle casi todo con pelos y señales, salvo las cosas que comenzaba a sospechar de la pulsera. Aquello ya quería guardármelo para mí misma, para no involucrar a mi amiga en caso de que fuese algo muy malo. O tal vez no lo era, pero ella comenzaría a creer que estaba loca.

Era mejor dejar ese asunto por la paz con ella.

Mis búsquedas de internet se habían vuelto un desastre. Comenzaron con cosas como «pulseras eléctricas» y terminaron en teorías conspirativas sobre meterse en la conciencia de alguien mientras duerme. Claro, como el internet era muy grande, encontré resultados, pero nada que me dejara satisfecha. Aun así, me quedaba horas navegando por internet y descubrí que estaba descuidando mis tareas y preocupando a mis padres, quienes terminaron por quitarme la computadora al descubrirme en ella a las tres de la mañana del lunes. Mi celular también fue confiscado y, aunque me regresaron todo, ya no fui capaz de acceder a dichas páginas.

Le habían puesto control parental.

Aquella acción abrió en mi mente otra rama bastante oscura y conspirativa. Mi cabeza entrelazó ideas como si fuese un suéter de punto; primero no encontraba formas, pero al final llegué a una conclusión y lo vi claro: tal vez ellos podían tener tratos con el profesor. Barajé muchas opciones, pero la que más me rondaba la cabeza eran tratos económicos. Eso explicaba muchas de las cosas extrañas sobre el trabajo de papá, que poseía mucho tiempo libre, el hecho de que me llevaran a lugares en donde él estaba o que se entera en qué lugares me encontraba.

Para cuando llegó el martes, yo ya no era la misma Ana. Estaba muy ojerosa, con el cabello muy enredado y con restos de lagañas en los ojos. Tuve que hacer un esfuerzo por quitarme todo eso de encima y quedar presentable sin una gota de maquillaje. Para darme un poco de color a las mejillas, me las pellizqué y, aunque eso dolió, tuvo un buen resultado.

Peinarme fue otra cosa. Definitivamente, ya no podría disimular el desastre de mi cabello con una coleta, así que me tocó aguantar el dolor de tener que desenredarlo. Mi cabeza era lo más parecido a un nido de pájaros o a un establo lleno de paja. Me dieron ganas de llorar al ver nudos que ya no se podían rescatar y que se desprendían de mi cabeza con mechones.

—Ana, ¿por qué tardas tanto? —me preguntó mamá—. ¿Estás bien?

—Sí —le mentí. En realidad tenía los ojos llenos de lágrimas por ver la enorme cantidad de cabello perdido—. Estoy peinándome.

Mamá se quedó callada durante un momento y suspiró. Conocía aquel gesto: estaba preocupada. Cuando estuve a punto de pedirle que me ayudara, ella me dijo que estaba bien y que me esperaba abajo.

POSESIVODonde viven las historias. Descúbrelo ahora