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CAPÍTULO VEINTISIETE Ahora que soy mayor, me aterran los fantasmas
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Cuando Blair tenía veintidós años, ya había vivido todo lo que una persona en sus veinte tendría que vivir. Es por eso que creía saber todo sobre la vida, todo sobre el mundo, sin pensar por un segundo que todavía existían terribles cosas preparadas por ella.
Cuando conoció a John Prescott, un nombre popular en la Universidad de Nueva York, creyó que era la clase de hombre con la que quería estar. Era mayor, tenía grados en neurología, daba clases en la universidad, siempre vestía muy bien y también tenía un acento británico que atraía a cualquiera. Mentiría si dijera que sus primeras citas no habían sido soñadoras; en ese punto de su vida, si alguien le decía a Blair que era bonita, era mucho más cariño del que jamás había recibido, así que lo recibía con mucho entusiasmo.
Eran bonitos regalos, cenas en lugares costosos, mantener el pequeño secreto de estar saliendo con un profesor y una historia de amor emocionante. Así fueron los primeros meses, hasta que Blair por fin se graduó de la universidad, lista para continuar con sus estudios, completamente interesada en disponer de sus conocimientos a algo importante, como la Academia del FBI. John le dijo que sería el peor error de su vida.
Blair pensó que su novio bromeaba cuando le dijo que John le conseguiría un trabajo de medio tiempo, así que se rio. Él la encerró en el baño toda la noche, y cuando la dejó salir, incluso después de haber estado horas consigo misma tratando de comprender lo que acababa de salir, ella no supo qué hacer. Tampoco supo cómo reaccionar la siguiente vez que la reprendió por haber hecho algo que no le gustó, pues aunque no la golpeaba, arrojaba cosas muy cerca de ella, le gritaba, continuaba encerrándola en lugares de su apartamento y la hacía sentir como una niña de cinco años que no podía comprender instrucciones.
Pero ella no tenía por qué seguir ninguna instrucción. Y la razón por la que abandonó esa relación fue casi supervivencia, y fue Riley, prácticamente la única amiga que le quedaba, quien le prohibió regresar con él al darse cuenta de que Blair había recaído a los mismos patrones que seguía cuando era una adolescente deprimida. La gota que derramó el vaso fue mirarla rogándole entrar a su casa, tras huir a toda velocidad diez calles en la ciudad después de que un vecino llamó a la policía, que en vez de hacerla lucir como una víctima, se encargaron de catalogar lo acontecido como una pelea. Como si ella pudiera pelear con un hombre que le doblaba el tamaño, como si tuviera la oportunidad.
