CXXXIV

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Alexia

La espera me estaba consumiendo, cada segundo se alargaba en un suspiro interminable. Podía oír, a lo lejos, el murmullo suave de las conversaciones y las risas contenidas mientras la gente tomaba asiento en el jardín. Mi madre, que estaba a mi lado, me miraba con ojos que destilaban orgullo y comprensión. Con un gesto suave, acomodó el velo que caía delicadamente sobre mis hombros.

—Cariño, estás hermosa —susurró, y su voz, aunque tranquila, llevaba una nota de emoción que casi me hace llorar.

—Gracias, mamá —respondí, apenas con un hilo de voz. Sentía las manos ligeramente frías, y el latido de mi corazón resonaba tan fuerte que creí que todos podían escucharlo. La expectativa me pesaba en el pecho, no de miedo, sino de la magnitud de lo que estaba a punto de suceder.

Desde donde estaba, no podía ver a Claudia, pero la imaginaba esperándome en el altar, con la misma mezcla de nervios y emoción que yo. Sabía que verla allí, con todas sus insignias relucientes, sería mi perdición. Esa imagen se había repetido en mis sueños tantas veces, pero hoy era real, y la realidad superaba con creces cualquier sueño.

—Tranquila, todo va a salir perfecto —dijo mi madre, apretando mi mano con un gesto firme y amoroso. Pero yo solo podía asentir, incapaz de articular una palabra coherente.

De repente, las primeras notas de la música comenzaron a llenar el aire, desplazando el murmullo de la audiencia. Sentí que todo mi cuerpo se tensaba por un segundo, y luego una ola de calma me recorrió. Esta era la señal. Tomé una última bocanada de aire y me giré para empezar a caminar, del brazo de mi madre.

A medida que avanzábamos, noté cómo las miradas se dirigían hacia nosotras, pero todo quedó difuminado cuando la vi a ella. Claudia, de pie  y con la postura firme de quien sabe lo que es y lo que siente. Sus ojos, oscuros y cálidos, me encontraron de inmediato, y me sonrieron desde la distancia. En ese momento, todos los nervios desaparecieron como una brisa que se lleva las hojas. Lo único que existía era ella.

El uniforme de gala resaltaba cada detalle de su presencia, cada medalla y cada insignia contaba una historia, reflejaba su valentía y su dedicación. Pero lo que me atrapó fue la forma en que me miraba, como si fuera lo único importante en el mundo. Sentí un nudo en la garganta, no de nervios, sino de una emoción tan pura y avasalladora que tuve que morderme el labio para no llorar.

Cuando llegué al altar, mi madre soltó mi brazo y se apartó suavemente, dejándome frente a Claudia. Ella me sonrió, esa sonrisa que siempre me había dado fuerzas y que ahora, en este momento, me llenaba de paz y amor. Extendió su mano, y al tomarla, sentí como si todo se colocara en su lugar.

—Estás hermosa —murmuró, lo suficiente bajo como para que solo yo pudiera oírlo.

—Tú también, amor —respondí, conteniendo las lágrimas y permitiéndome una sonrisa amplia. En ese instante, supe que todo lo que habíamos pasado valía la pena, porque este momento lo superaba todo.

La ceremonia comenzó, y el murmullo de los invitados se desvaneció bajo el cálido resplandor de la tarde. El sonido de las hojas de los árboles y el canto suave de los pájaros creaban un telón de fondo casi mágico, un susurro de la naturaleza que acompañaba cada palabra del oficiante. Sentía los dedos de Claudia entrelazados con los míos, y el contacto me anclaba a la realidad, ahuyentando cualquier resquicio de nerviosismo que aún pudiera quedar.

El oficiante, con una sonrisa serena y voz clara, comenzó a hablar sobre el amor y la unión, sobre la importancia de apoyarse mutuamente y de crecer juntos. A mi lado, Claudia respiraba profundamente, y en cada exhalación podía sentir el reflejo de mis propios sentimientos: la emoción contenida, la alegría, y ese nudo de nervios que ahora se deshacía poco a poco.

—Hoy, Alexia y Claudia han decidido compartir con todos nosotros el compromiso de sus vidas, un amor que ha superado pruebas, distancias y desafíos. Este es el momento en el que, ante la presencia de sus seres queridos, sellan su promesa para siempre.

Miré a Claudia, y ella a mí, sus ojos oscuros reflejaban la profundidad de todo lo que había en su corazón. Mi madre, en la primera fila, tenía las manos juntas sobre el regazo, y aunque intentaba disimular, pude ver el brillo de las lágrimas en sus ojos. Alba, a su lado, con Biel en el regazo me lanzó una mirada cargada de emoción y orgullo.

El oficiante nos indicó que era el momento de pronunciar nuestras promesas, y sentí que el aire se detenía a mi alrededor. Claudia fue la primera en hablar, su voz baja y fuerte a la vez, resonó en el jardín.

—Alexia, desde el primer día en que te vi, supe que mi vida no volvería a ser la misma. Has sido mi refugio, mi compañera, y la razón por la que siempre quiero ser mejor. Prometo estar a tu lado en cada risa y en cada lágrima, en cada triunfo y en cada tropiezo. Te elijo hoy, y te seguiré eligiendo cada día de mi vida.

No pude evitar que una lágrima escapara, pero la sonrisa que le devolví fue más amplia de lo que había imaginado. Entonces, llegó mi turno. Respiré hondo, y con la voz un poco temblorosa pero segura, le respondí.

—Claudia, desde que entraste en mi vida, me enseñaste lo que significa amar con todo el corazón. Eres mi roca, mi risa y mi hogar. Prometo apoyarte, cuidarte y caminar a tu lado en cada paso que demos. Hoy te digo sí, y con este sí, te entrego todo lo que soy y lo que seré.

El oficiante hizo una pausa, sus ojos recorrieron a los invitados que contenían la respiración y luego volvió a nosotras.

—¿Claudia, aceptas a Alexia como tu esposa, prometiendo amarla y respetarla todos los días de tu vida?

Claudia asintió, con la voz firme y sin titubeos, dijo:

—Sí, quiero.

—¿Alexia, aceptas a Claudia como tu esposa, prometiendo amarla y respetarla todos los días de tu vida?

Miré a Claudia, mi corazón rebosando de amor, y con toda la certeza que había reunido en mi vida, respondí:

—Sí, quiero.

El sonido de los aplausos fue ensordecedor, pero todo lo que sentí fue el calor de los labios de Claudia encontrando los míos, sellando nuestra promesa para siempre. Todo estaba completo.

Cuando el aplauso comenzó a disminuir y el momento del beso se convirtió en un recuerdo reciente, los murmullos y las risas llenaron el jardín. Los rayos dorados del atardecer acariciaban el entorno, y todo parecía estar envuelto en una atmósfera cálida y perfecta. Fue entonces cuando vi a Alba levantarse de su asiento con una sonrisa inmensa en el rostro y bajar a Biel de su regazo. Nuestro pequeño, con su cabello revuelto y su traje diminuto que lo hacía ver tan adorable, se lanzó a correr hacia nosotras con sus pasos tambaleantes pero decididos.

Claudia y yo nos miramos y reímos, compartiendo un momento de pura complicidad. Ella, aún en su uniforme de gala, se agachó primero para recibirlo. Biel soltó una risita contagiosa al verse envuelto en los brazos fuertes de su madre. Sus ojos brillaban con esa inocencia que solo un niño puede tener, y al sentir el abrazo de Claudia, se volvió hacia mí, estirando sus bracitos para incluirme.

—Aquí está nuestro campeón—dije, acercándome y acariciando su mejilla mientras Claudia lo levantaba un poco más para que quedara entre nosotras.

El pequeño movía las manos emocionado, ajeno a la importancia de lo que acababa de suceder, pero feliz de estar rodeado del amor de sus madres. Claudia y yo, con la misma sincronía que habíamos perfeccionado en nuestra vida juntas, inclinamos nuestras cabezas y dejamos un beso en cada una de sus mejillas regordetas. Biel soltó una carcajada alegre y ruidosa, que hizo eco en los corazones de todos los presentes.

Los invitados sonrieron, algunos se emocionaron al ver esa imagen de familia completa y unida. Era como si aquel beso a nuestro hijo sellara no solo nuestro compromiso como pareja, sino como madres, como equipo, como el núcleo de todo lo que amábamos.

Biel nos miró con sus ojos grandes y chispeantes, sin comprender del todo pero con la seguridad de que estaba donde más quería estar: entre nosotras.
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Queda un capítulo🥺

𝐍𝐄𝐖 𝐁𝐄𝐆𝐈𝐍𝐍𝐈𝐍𝐆𝐒-𝐀𝐥𝐞𝐱𝐢𝐚 𝐏𝐮𝐭𝐞𝐥𝐥𝐚𝐬Donde viven las historias. Descúbrelo ahora