Capítulo 8.

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20 años.

Connor me había dicho que ésta sería la fiesta de mi jodida vida, la fiesta más apabullante de la que estarían hablando las próximas generaciones de nuestra fraternidad, marcaría tendencia, haría que se posteara en el libro de records para futuras referencias del cómo hacer una gran fiesta. Así que abandoné mis libros, tareas e interminables investigaciones para conseguir dos o tres horas de desinhibiciones. No salía mucho, pero él era mi compañero fiestero, el que nunca se equivocaba en la materia.

Me gustaba pasar las tardes encerrado en mi habitación repasando las conferencias de los profesores con calma. Quería hacerlo de lo mejor en Harvard y si eso consistía en masacrar mi vida antes y después de la universidad, lo haría. Nada me importaba más que mi excelente promedio.

No tenía muchos amigos, no me había vuelto un ser social, nunca lo he sido y no comenzaría ahora que tengo que enfocarme en mi futuro y no en con cuántos chupitos tendría que consumir antes de llegar al desmayo. Mis hermanos me llamaban aburridos. Yo les llamaba idiotas. Así que creo que estábamos a mano con los insultos. Claro que salía de en vez en cuando, pero no lo hacía siempre como ellos que no podían perderse una oportunidad de fiesta.

Mi hermano de fraternidad, Connor, era el alma y corazón de cada fiesta. Su historial lo precedía en cada lugar en el que acudíamos. Si salíamos por una pizza a 50 kilómetros de distancia, muy lejos de nuestro rumbo habitual, en el que sería difícil encontrarse con un conocido a menos de que fueras Connor, había una chica que le hacía pucheros para que recordará la fantástica noche que compartieron aquella vez que él la asechó y la llevó a la cama. No me gustaba ser el vocero de las malas noticias, pero conocía a Connor, él no era el que se quedaba enganchado con un chica por más hermosa que fuera, él simplemente no pensaba que el compromiso fuera para todo la vida en esta temporada universitaria. Él sólo quería conocer el menú antes de enfrascarse en una relación. Pero al ritmo que vivía, sentía que todos los menús y platillos ya habían sido mordidos por sus dientes y degustados por su lengua.

Éramos completamente opuestos.

Él era mi amigo más cercano en Boston, hijo de uno de los magnates socios de mi padre, el cual estaba seguro que tendría que estar socializando más para conseguir aliados, para cuando yo estuviera al mando de todas las empresas pudiera tener a alguien en que confiar. Por lo tanto, eso me alentó para salir de mi enclaustramiento.

Era mala idea conseguir aliados en una fiesta loca de fraternidad, pero se suponía que ahí es a donde iban todos los hijos socios de mi padre. Admito que no es ningún trabajo conseguir amistades cuando la tercera parte en Harvard sabían quién era mi padre. Todas las empresas de la familia ayudaban a hacer evidente el hecho de que podrían verse demasiado beneficiados si se juntaban más conmigo. Esta gente necesita contactos, y aunque sus empresas pueden ser buenas, papá las controlaba de una u otra manera. Quisiera o no, éste era el mundo al que pertenecía y en el que crecí: lleno de conveniencias.

Antes de que comenzará la fiesta, todos los hermanos nos aseguramos de que las habitaciones estuvieran cerradas para que fuera imposible que las parejas calientes se metieran a practicar sexo fogoso y sin conciencia. A todos nosotros nos parecía repugnante que nuestras sabanas fueran manchadas de fluidos. No es que tuviéramos mucho decoro, pero esto ya había pasado anteriormente y no nos gustó que sirviéramos de hotel. Tampoco éramos unos santos, sólo que si querían hacerlo, podrían mantenerlo en sus pantalones hasta que llegaran a su propia casa y hacerlo como se les diera la gana, lejos de nuestras pulcras habitaciones restringidas para nuestros propios fluidos.

—¿Todo listo, hermano? —Preguntó Connor desde el quicio de la puerta en la cocina antes de que todo iniciara. Él era alto —aunque yo lo superaba— y de facciones latinas. Tenía ojos negros y grandes, que parecían intimidantes en el primer vistazo. Le daban mierda algunos de los chicos por sus pestañas encrespadas y largas, decían que lo hacían parecer mariquita. Su pelo era corto de color castaño, nunca lo dejaba crecer más allá de un centímetro. Tenía dos tatuajes, uno en su espalda que era un rezo en español y el otro en su antebrazo que era un sol eclipsado. A toda su superficie agréguenle egocentrismos y seguridad, ahí tendrán la razón del por qué tenía locas a las chicas. Su nacionalidad era... interesante. Mitad latino por su madre puertorriqueña y su padre del norte de Texas, aunque él creció en los Ángeles.

Las morenas preferimos a los rubios.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora