Capítulo 14

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Cuando desperté esa mañana en mi cama de New York, sobresaltada me levanté con el corazón latiéndome a mil por hora. No recordaba nada, pero según por mi manera de reaccionar, debí tener una pesadilla que me causo sudor resbaladizo en mis sienes y un presentimiento aterrador.

Me apoyé con las palmas de mi mano sobre el colchón para impulsarme y evaluar mi habitación. La claridad del sol se colaba por las rejillas de la ventana que tenia de altura desde el techo hasta pocos centímetros antes de llegar al suelo, por ello entrecerré mis ojos y busqué el control para bajar las cortinas sin molestarme a hacerlo manualmente. Al revisar en mi mesita de noche, vi un frasco tirado que desbordaba algunas de las pastillas para dormir. Vagamente recordé que fueron suficientes injerir tres para noquearme como un hipopótamo; no sabiendo nada de mí. Todavía tenía la firme intención de dejar de ser dependiente de los fármacos, pero por la noche me fue imposible dejar de escuchar las voces que me marchitaban dentro de mi cabeza cada vez que consumía algo de serenidad en pequeñas capsulas. Ya tendría que preocuparme por las voces más tarde, porque estaba segura que no se alejarían para dejarme en paz en medio de tanto caos. Hace tiempo había llegado a un pacto con ellas por medio de la cocaína, pero ahora necesitaba un poco más de resistencia para soportar cualquiera que se me viniera sin ayuda de drogas. Con decisión determiné que dejaría de alejarme de la realidad usando el podre intento de infestarme de dañinas sustancias. 

Cuando finalmente encontré el control, presioné el botón para la función y las cortinas negras fueron bajando suavemente. Aventé mi espalda contra mi suave colchón, haciéndome rebotar mientras cubría mi rostro con las manos. La cabeza sentía que me explotaría en cualquier momento y mis hombros estaban tensos con nudos. Necesitaba relajarme y hospedarme en un spa. 

Después de una larga indecisión de flojear en la cama con más pensamientos incoherentes, me parecía que era suficiente descanso para comenzar el día.

En la tarde de ayer había tenido que apagar mi celular porque parecía desquiciado recibiendo tantas notificaciones de llamadas, mensajes y menciones en redes sociales; pero ahora tomé el aparato con las manos y presione la tecla de encendido. Esperé unos segundos para que la manzanita blanca y el fondo negro desaparecieran; cuando me cargó en mi fondo pantalla, en el recuadro de llamadas se registraban más de cien, los mensajes más de doscientos  y ni mencionar las notificaciones de mis redes sociales que, al parecer, eran miles. Y este sólo era mi celular que utilizaba únicamente para uso personal (familia, agente, dos colegas), no podía ni imaginarme cómo estaría el que utilizaba para los negocios.

En un acto total desequilibrio, aventé el aparato sobre la cama; no hizo nada más que rodar después del impacto, pero al menos me había quitado una espinita de la impotencia que se impregnaba en mi piel y no hacía nada más que causar unas ganas tremendas de desquitarme con cualquier cosa que fuera capaz de destruir. 

Nunca había estado tan perseguida, tan odiada, confrontada y atenuada. Para estas alturas, temía salir de mi loft y encontrar a no sé cuánta gente esperando por mí. Jamás me había sentido dentro de una jaula. A mí me encantaba ser libre, disfrutaba de mi libertad. Me gustaba correr por las mañanas por Centra Park y entrar un rato en el gimnasio para completar mi rutina con aparatos; me gustaba pasar desapercibida por algunas personas, aunque con otras se me acercaban a pedirme una fotografía y podría ser que me gustaba mi privacidad, pero jamás sentí que el cariño del público se entrometiera en mi libertad, como justo estaba pasando ahora. Quizá no es que fuese su intención, pero desde que los periodistas no me dejaban, las personas creían que era el momento adecuado para también correntiarme y exigirme una fotografía no tan amablemente, más bien como si fuera una obligación hacerme cordial con ellos a no ser que me gustará salir en el siguiente reporte de chismes con el encabezado de déspota. No sabía cuándo se detendrían, cuándo es que se cansarían de mí, pero ya había pasada dos semanas y no había manera de deshacerme de ellos.

Las morenas preferimos a los rubios.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora