Capítulo 19

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El segundero recorría la circunferencia del reloj en su muñeca, a Will ese tic tac le pareció tan sonoro como el sonido de un gong golpeado por un mazo, cada movimiento del marcador era como un golpe sobre la roca, era un sonido pesado y marcaba cada segundo de su libertad contada, a su alrededor, la gente se movía en cámara rápida, iba y venía por toda la enorme estación de St. Pancras, pero Will no los escuchaba, tenía los ojos cerrados. Parado e inmóvil en medio del gentío, era como una escultura más de las que se integraban a la arquitectura de la estación. La luz que entraba por los grandes paneles superiores de cristal, pronto se convirtió en oscuridad, en cuestión de segundos el día a través de los cristales se convirtió en noche y Will seguía ahí, cuando abrió los ojos estaba completamente solo, únicamente la luz de la luna entraba por el cielo raso de cristal. Miró hacia arriba y una enorme luna llena iluminaba la estación.

—William— lo llamó Starling parado a poca distancia frente a él con el semblante horrorizado.

El detective sacó su arma de la pistolera y le apuntó. Will levantó las manos y las contempló, eran negras, su carne era como piel negra curtida pegada a sus huesos, giró su rostro para ver el reflejo de su cuerpo sobre los cristales de las tiendas a los costados del pasillo central, se quedó sin aliento cuando se miró transformado en un wendigo, un ser negro y cadavérico, no era más que esa figura maldita, inhumana y tenebrosa, ladeó su rostro con grandes astas negras y con las últimas fuerzas que le quedaban despegó sus labios zurcidos y soltó un alarido más parecido a un gruñido hacia el cielo y todos los cristales explotaron ante la potencia de su voz.

—Will— la voz del doctor Lecter lo devolvió a la realidad. Hannibal lo había tomado de la mano y apretado con fuerza para despertarlo de la pesadilla. Graham enfocó sus ojos hacia él, asintió repetidas veces y luego miró a través de la ventana del tren. El paisaje era romántico, los imponentes Alpes franceses se levantaban contra el cielo, contempló las imágenes como una hermosa postal. El psiquiatra se levantó de su asiento frente a él y se acomodó a su lado, cruzó las piernas y reclinó su cabeza sobre el respaldo con las manos cruzadas sobre su estómago. Will lo miró y se relajó también en una postura similar.

—Contemplas mi autodestrucción pacíficamente— dijo Will con voz tranquila.

—Todos somos autodestructivos, es la fatalidad que acompaña el impulso de muerte.

—Y a ti, ¿qué te impulsa a la muerte?

—¿Curiosidad?

—Lo que me provoca curiosidad es saber, qué esperas de mi ahora.

—Todo lo que eres capaz de dar Will, nunca menos de eso. En cuanto al itinerario, lo mejor será tomar un descanso, divertirnos un poco.

—Tu idea de diversión me preocupa, no quiero salir corriendo de cada lugar al que lleguemos, extraño a Hunter.

—Chiyoh cuidará de él, lo ha hecho bien conmigo— ante esas palabras Will le dirigió una mirada desaprobatoria y luego volvió a mirar a través de la ventana. Hannibal sonrió suavemente Will podía ser tan cautivador enojado como lo era sonriendo — quiero llevarte al teatro, el Palacio Garnier es la construcción más bella para disfrutar de la ópera. No pude mostrarte Florencia hace tiempo, me gustaría recorrer París contigo.

Cuando Will miró a Hannibal a los ojos, el pequeño brote de preocupación se esfumó, le sonrió levemente y suspiró.

—Después de eso nuestro hijo nos espera— dijo Hannibal apretando sus labios.

—¿Ahora es nuestro?

—Siempre lo fue.

Will no pudo contener la risa que surgió de su pecho, aquella escena jamás pasó por su mente, una familia real, una familia tan torcida pero que sería la más amada, era cierto que el doctor desde un principio quiso atarlo a través de Abigail, en diferentes ocasiones mencionó que ambos eran sus padres y Will quiso creerlo, lo había llegado a aceptar y deseado que aquello fuera verdad, que encontraba alguien que deseaba el bienestar para la joven tanto como él. Hannibal rio también y cuando Will miró hacia el asiento de enfrente ahí se encontraba Abigail tan hermosa como cuando lo acompañó a Palermo, ella los observaba y sonreía, estaba radiantemente feliz, al fin sus padres estaban juntos, al fin las cosas eran como debieron ser al principio, con el orden en el desorden de las cosas finitas e infinitas, cuando la taza aún rota podía seguir siendo una taza.

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