Capítulo XLIII

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Dos meses después de la muerte de María, Emma me entregó la llave del armario en que estaban guardados en la casa de la sierra los vestidos de María y todo aquello que especialmente había recomendado ella se guardara para mí.

A la madrugada del día siguiente, me puse en camino para la hacienda donde permanecía mi padre desde hacía dos semanas, después de haber dejado listo todo lo necesario para mi regreso a Europa.

Me despedí de mi padre y él me entregó un paquete sellado que contenía la última voluntad de Salomón y la dote de su hija, para que fuera entregada a su abuela que vivía en Jamaica.

---A Kingston: contiene la última voluntad de Salomón y la dote de su hija. Si mi interés por tí agregó con voz que la emoción hacía trémula ---me hizo alejarte de ella y precipitar tal vez su muerte... tú sabrás disculparme. ¿Quién debe hacerlo sino tú? Conmovido di la respuesta a la humilde excusa paternal y él me estrechó de nuevo entre sus brazos. Saliendo a la llanura, tomé el camino de la sierra, ante los ojos asustados de Juan Manuel. Ya empezaba a oír el ruido de las corrientes del Zabaletas. Dos años antes, en una tarde como aquella, lleno de felicidad había divisado las luces de aquel hogar donde era esperado con ansiedad.

María estaba allí... en esa casa en donde el amor nacía ya sin esperanza. Allí se veía la ancha piedra que nos sirvió de asiento en aquellas felices tardes de lectura. Estaba, al fin, junto al huerto confidente de mis amores.

Me senté en uno de los viejos escalones, cuando, casi de noche ya, sentí pasos cerca de mí. Era una anciana esclava que me traía la llave de la casa, pues Braulio y Tránsito estaban en la montaña. Seguíala Mayo, quien sentándose a mis pies, aulló dolorosamente.

Allí, en la semioscuridad, sólo alumbrado por de la luz de una vela, recorrí los lugares donde nos habíamos amado. Entré al cuarto de María y allí encontré el cofre con sus recuerdos. Una sombra de tristeza me cubrió los ojos y un grito salió de mis labios al desarrollarse entre mis manos aquellas trenzas oscuras y fragantes.

Después salí desesperado al huerto oscuro y grité su nombre que sólo me fue devuelto por el eco.

La oportuna intervención de Tránsito me alejó de las agitadas aguas del río que bramaban en el fondo oscuro del abismo.

Me condujo al corredor donde estaban Braulio y un precioso niño de seis meses, hijo de sus inocentes amores.

Esa noche sería la última que pasaría en el hogar donde corrieron los años de mi niñez y los días felices de mi juventud.

Soñé que María era mi esposa. La veía vestida con el traje blanco vaporoso y Ilevaba un delantal azul. Era aquel delantal que tantas veces le ayudé a llenar de flores, aquel en que yo había encontrado envueltos sus cabellos.

Cuando, con un grito, desperté, era de madrugada, sólo tenía entre mis manos sus hermosas trenzas.

María (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora