VIII. Me harás convertirme en un pecador

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—¿Has hablado con los cazadores?

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—¿Has hablado con los cazadores?

El silencio en el que me vi sumido una vez la pregunta salió fue la única respuesta que obtuve, al menos de momento. El teléfono pesó sobre mis dedos y me presioné el puente de la nariz al inclinarme hacia delante y conseguir apoyo en la pequeña mesa de color blanco en mi patio. La vista que tenía de Rivershire desde ahí era preciosa, pero saber lo que sus calles ocultaban solo me dejaba un pensamiento lúgubre.

—Ninguno da la cara —respondió la voz al otro lado de la línea, la voz del capitán Christian Sutton, jefe de policías de Rivershire —. No importa cuánto se les diga que no hay trato.

—Hablé con los Moonstone —expresé —. Los asesinos están reclutando cazadores. No sé qué hacer. Todos tienen miedo.

—Las pruebas de laboratorio no dieron nada, si es lo que te interesa —dijo él —. Mis agentes hacen lo que pueden y lo que podemos desde aquí, pero no hay mucho tampoco. Se escapa de las manos de la policía, Gold.

—Necesitamos hablar. Todos. La comunidad entera. Nos compete a todos ¿crees que puedes organizar algo?

—¿Solo brujos o quieres al resto?

—A todos, Capitán. Todo el que tenga poder en Rivershire. Por favor.

Hubo un silencio. Entonces volvió a hablar.

—¿También a los Acker?

Negué, pese a que no podía verme y suspiré, echándome hacia atrás para reclinarme sobre el sofá.

—Es una crisis sobrenatural y mágica. No les compete.

—Te llamaré en cuanto tenga algo.

—Gracias.

Colgué la llamada con un mal sabor de boca y por unos largos minutos mantuve la atención y mis pensamientos en la ciudad. Las luces de los edificios a la lejanía iluminaban una Rivershire nocturna, las luces se reflejaban en el agua de la piscina y el cuarto creciente me acompañaba en mis suspiros de pena. Un maullido me sacó de mis pensamientos, pero no aparté la mirada de la ciudad que hacia su vida en la noche ni cuando Faraón saltó entre mis piernas y buscó un lugar para que mis dedos le revolviesen el pelaje.

—No sé cómo terminamos metidos en este problemón —musité, mirando por fin al gato. Se restregaba contra mis piernas, ronroneando. Rasqué detrás de sus orejas y esbocé una sonrisa —. ¿Estás escapando de mi madre?

Su maullido fue un sí que me sacó una risa, sus ojos verdes se achicaron antes de echar la pata hacia la cabeza y rascarse, apartándome la mano y le dejé ser a su gusto.

—¿Desde cuándo debo encargarme de una ciudad entera, Faraón? —pregunté, con tantas dudas en mi cabeza —. Nunca ha sido mi responsabilidad ¿por qué no puedo simplemente ignorarlo? —Maulló, echándose con las patas arriba, extendiéndome la tripa. Le hice mimos —. Lo sé —respondí, sabiendo a la perfección lo que quiso decirme con ese maullido, y lo repetí tal cual el pensamiento intrusivo había cruzado: —. Soy un blandengue...y eso no es malo.

La filosofía de Rex Gold.Where stories live. Discover now