Un vecino airado

13.8K 410 16
                                    

Una alta y delicada muchacha, de poco más de dieciséis años, con ojos grises y un cabello que sus amigos llamaban «castaño claro», se había sentado una hermosa tarde de agosto sobre la ancha escalera de caliza roja de una granja de la isla del Príncipe Eduardo, firmemente decidida a traducir unos versos de Virgilio.
Pero una tarde de agosto, con las brumas azules que ornaban las cuestas cultivadas, las brisas susurrantes como duendes entre los álamos y un danzarín esplendor de rojas amapolas que brillaban contra el oscuro seto de pinos jóvenes en un rincón del bosque de cerezos, se prestaba más a soñar que a las lenguas muertas. El Virgilio se deslizó descuidadamente al suelo y Ana, con la mandíbula entre las manos y los ojos sobre el espléndido banco de mullidas nubes que se extendían justo sobre la casa del señor J. A. Harrison cual una gran montaña blanca, estaba muy lejos, en un mundo delicioso, donde cierta maestra de escuela llevaba a cabo una labor magnífica, modelando los destinos de futuros estadistas e inspirando las mentes y los corazones juveniles con elevadas ambiciones.
Hablando con franqueza, si se miraba la cruda realidad —cosa que, debemos confesar, Ana hacía muy pocas veces, y sólo por obligación—, no parecía haber material muy prometedor para celebridades en la escuela de Avonlea; pero no se puede decir qué puede pasar si una maestra emplea para bien su influencia. Ana poseía ciertas ideas rosas sobre qué podía llegar a hacer una maestra sólo con tomar por el camino correcto e imaginaba una escena, que ocurriría cuarenta años más adelante, con un famoso personaje —la razón exacta de su fama era dejada en una conveniente oscuridad; pero Ana pensaba que sería muy hermoso que se tratara del rector de una universidad o de un primer ministro del Canadá— quien hacía una gran reverencia frente a sus arrugadas manos y le aseguraba que ella fue quien alentara por vez primera su ambición y que todo su éxito se debía a las lecciones que ella prodigara tanto tiempo atrás en la escuela de Avonlea. Esta placentera visión fue hecha pedazos por una interrupción de lo más desagradable.
Una vaca Jersey apareció corriendo por el sendero y unos segundos más tarde llegó el señor Harrison... si es que «llegar» era el término apropiado para describir su manera de irrumpir.
Saltó la empalizada sin esperar a abrir la puerta y se puso frente a la sorprendida Ana, que se había puesto en pie de un salto y le contemplaba algo perpleja. El señor Harrison era su nuevo vecino y ella nunca se lo había encontrado cara a cara antes, aunque lo había visto de lejos un par de veces.
A principios de abril, antes de que Ana regresara de la Academia de la Reina, el señor Robert Bell había vendido su granja que lindaba con la hacienda de los Cuthbert por el oeste, y se había mudado a Charlottetown. Su granja había sido comprada por un cierto J. A. Harrison cuyo nombre, junto con el hecho de que era originario de Nueva Brunswick, era todo cuanto se sabía de él. Pero antes de cumplir su primer mes en Avonlea se había ganado la reputación de ser un hombre raro, un «maniático», como dijera la señora Rachel Lynde. La señora Rachel era, por cierto, una mujer que hablaba de más, como recordarán aquellos que ya la conocen. El señor Harrison era distinto de las otras gentes y ésa era la característica esencial de un maniático, como todo el mundo sabe.
En primer lugar, llevaba la casa él solo y había declarado públicamente que no quería en sus posesiones esa tontería que son las mujeres. El sector femenino de Avonlea se vengó mediante horribles historias sobre su cocina y el manejo de la casa. Él había tomado a su servicio al pequeño John Henry Cárter de White Sands y éste fue quien dio pie a las habladurías. En primer lugar, jamás había hora fija para comer. Éste «comía un bocado» cuando sentía hambre y si John Henry estaba a mano en la ocasión, se acercaba a tomar su parte; pero si no lo estaba, debía esperar hasta el próximo momento de hambre del señor Harrison. El pequeño declaró tristemente que se hubiera muerto de hambre de no haber ido a su casa los domingos, y hartarse allí, y gracias también a que su madre le daba una cesta de comida para que llevara de vuelta consigo los lunes por la mañana.
En lo que se refería a fregar los platos, el señor Harrison nunca hacía la intentona de llevarlo a cabo a menos que llegara un domingo lluvioso; entonces los lavaba todos juntos en el barril del agua de lluvia y los dejaba allí hasta que se secaran.
Otra vez el señor Harrison se portó con tacañería. Cuando se le pidió que contribuyera para pagar el sueldo del reverendo Allan, dijo que esperaría a ver cuántos dólares de bondad sacaba de su prédica... Él no creía en eso de comprar las cosas a ciegas. Y cuando la señora Lynde fue a pedirle una contribución —y de paso a echar una mirada a la casa—, le dijo que había más de pagano en las habladurías de las viejas de Avonlea que en cualquier otra parte que conociera y que con muchísimo gusto contribuiría a sufragar la misión de cristianizarlas, si ella se hacía cargo de la labor. La señora Rachel Lynde salió airada diciendo que era una suerte que la pobre señora Bell estuviera en su tumba, pues le hubiera roto el corazón ver el estado de la casa de la que tanto se enorgulleciera.
—¡La pobre fregaba el suelo un día sí y otro también —le dijo a Malilla Cuthbert con tono indignado—, y si lo pudiera usted ver ahora! Tuve que alzarme las faldas para poder cruzarlo.
Y para colmo, el señor Harrison criaba una cotorra llamada Ginger. Nadie en Avonlea había criado hasta entonces una cotorra; en consecuencia, el hecho fue considerado como muy poco respetable. ¡Y además, qué clase de cotorra! Si se le hacía caso a John Henry Cárter, no había pájaro más hereje. Juraba terriblemente. La señora Cárter hubiera retirado inmediatamente a su hijo si hubiera estado segura de conseguir en seguida otra ocupación para él. Además, Ginger le había arrancado un trozo de cuello a John Henry, un día que se acercó a la jaula más de lo debido. La señora Cárter mostraba la marca a todo el mundo cuando el infortunado pequeño regresaba los domingos a casa.
Todas estas cosas cruzaron la mente de Ana cuando el señor Harrison estaba de pie ante ella, al parecer mudo de ira. Aun en un estado más amigable, no se podía considerar al señor Harrison como a un hombre atractivo; era bajo de estatura, gordo y calvo; y ahora con su redonda cara enrojecida por la ira, con prominentes ojos azules que casi se salían de las órbitas, le pareció a Ana la persona más fea que jamás viera. De pronto, el señor Harrison recuperó el habla.
—Esto no lo voy a aguantar —estalló— ni un solo día más, ¿me oye, señorita? Por mi alma, es la tercera vez, señorita... ¡la tercera vez! Advertí a su tía que no volviera a ocurrir... y ella la dejó... ella hizo... Qué quiere decir esto es lo que me gustaría saber y por eso estoy aquí, señorita.
—¿Me hace el favor de explicar qué es lo que ocurre? —preguntó Ana con su acento más digno. Lo había estado practicando a menudo últimamente, para tenerlo bien ensayado cuando comenzaran las clases nuevamente. Pero el acento pareció no producir efecto sobre el airado señor Harrison.
—¿Qué ocurre, señorita? Ya lo creo que ocurre algo. Lo que ocurre, señorita, es que he vuelto a encontrar la vaca de su tía entre mi avena, no hace ni media hora. Es la tercera vez. Fíjese: la encontré el último martes y otra vez ayer. Vine a decirle a su tía que no debía volver a ocurrir. Y ella ha dejado que ocurriera. ¿Dónde está su tía, señorita? Quisiera encontrarla para decirle lo que pienso... lo que piensa J. A. Harrison.
—Si se refiere a la señorita Marilla Cuthbert, ella no es mi tía, y se ha ido a East Grafton para ver a un pariente lejano que está muy enfermo —dijo Ana, con el debido aumento de dignidad en cada palabra—. Siento mucho que mi vaca haya irrumpido en su avena; es mi vaca y no de la señorita Cuthbert. Matthew me la regaló hace tres años cuando era ternera y se la compró al señor Bell.
—...¡Que lo siente mucho! El sentirlo mucho no arregla nada. Vaya a ver los estragos que ha hecho su vaca en mi avena; la ha pisoteado toda.
—Lo siento muchísimo —repitió firmemente Ana—, pero quizás si usted conservara su cerca en mejor estado, Dolly no hubiera podido pasar. Es su parte de la cerca divisoria la que separa nuestros prados de su avena y el otro día noté que no estaba en muy buenas condiciones.
—Mi cerca está bien —gruñó el señor Harrison, más enfadado que nunca ante esta entrada del enemigo en su propio terreno—. La reja de una cárcel sería inútil para mantener fuera a ese demonio de vaca. Y le digo, pelirroja insignificante, que si esa vaca es suya, como dice, mejor haría usted en cuidar que no pisotee el grano de los demás en lugar de estar leyendo noveluchas amarillas —concluyó echando una mirada al inocente Virgilio forrado de canela que estaba a los pies de Ana.
En esos momentos había algo más rojo, además del cabello de Ana, que como sabemos era su punto débil.
—Prefiero tener el cabello rojo a no tener nada más que una línea alrededor de las orejas — contestó.
El tiro dio en el blanco, pues el señor Harrison era muy sensible a su calvicie. La ira le dominó otra vez y sólo atinó a contemplar mudo a Ana, quien recobró su tranquilidad y aprovechó la ventaja.
—Le puedo perdonar, señor Harrison, porque tengo imaginación. Puedo imaginar cuan doloroso es hallar una vaca en su avena y no le guardaré rencor por lo que ha dicho. Le prometo que Dolly nunca más volverá a entrar en su campo. Le doy mi palabra de honor.
—Bueno, cuídese si no ocurre así —murmuró el señor Harrison en un tono algo más suave.
Pero partió airado y Ana siguió oyendo sus protestas hasta que se perdió en la distancia.
Con la mente tristemente turbada, Ana cruzó el campo y encerró a Dolly.
—No hay posibilidad de que salga, a menos que haga pedazos la cerca —reflexionó—. Ahora parece bastante tranquila. Me atrevería a decir que la avena le ha sentado mal. Ojalá la hubiera vendido al señor Shearer cuando me la pidió la semana pasada, pero me pareció mejor esperar a la subasta, así se van todas juntas. Creo que es verdad que el señor Harrison es un maniático. Por cierto que en él no hay nada de alma gemela.
Ana siempre estaba al acecho de almas gemelas.
Marilla Cuthbert llegaba al corral con el coche en el momento en que Ana regresaba de la casa y la muchacha corrió a preparar el té. Discutieron el asunto en la mesa.
—Me alegraré cuando haya terminado la subasta de ganado —dijo Marilla—. Es demasiada responsabilidad tener tanto ganado en el lugar, con nadie aparte de ese Martin, en quien no se puede confiar, para cuidarlo. Todavía no ha vuelto y eso que me prometió que regresaría anoche si le daba el día libre para ir al funeral de su tía. Te aseguro que no se cuántas tías tiene. Es la cuarta que se le muere desde hace un año. Estaré agradecida cuando llegue la cosecha y el señor Barry se haga cargo de la granja. Tendremos que tener encerrada a Dolly en el corral hasta que venga Martin, pues debemos ponerla en el prado trasero y debe arreglarse la cerca. Confieso que éste es un mundo de dolor, como dice Rachel. Ahí tienes a la pobre Mary Keith muñéndose y no sé qué será de sus dos pequeños. Tiene un hermano en la Columbia Británica y le ha escrito sobre ellos, pero aún no tiene noticias.
—¿Cómo son los niños? ¿Qué edad tienen?
—Poco más de seis años... son mellizos.
—¡Oh, desde que la señora Hammond tuvo tantos, me interesan los mellizos! —dijo Ana—. ¿Son guapos?
—Te aseguro que no lo sabría decir; tan sucios estaban. Davy había estado fuera jugando con baño y Dora salió a buscarle. Davy la metió de un empujón dentro del montón más grande de baño y entonces, como ella llorara, se metió él también y chapoteó para demostrarle que no había motivo para llorar. Mary dijo que Dora era realmente una buena niña, pero que Davy estaba lleno de maldad. En realidad no ha tenido educación. Su padre murió cuando era pequeño y Mary ha estado enferma casi siempre desde entonces.
—Siempre siento lástima por los niños que no han tenido educación —dijo Ana seriamente—. Usted sabe que yo no la había tenido hasta que se hizo cargo de mí. Espero que su tío se ocupe de ellos. Dígame, ¿qué parentesco exacto hay entre la señora Keith y usted?
—¿Entre Mary y yo? Ninguno. Su marido era... primo tercero nuestro. Ahí viene la señora Lynde. Supongo que vendrá a preguntar por Mary.
—No le cuente lo del señor Harrison y la vaca —imploró Ana.
Manila lo prometió, pero la promesa fue innecesaria, pues la señora Lynde no había terminado de sentarse cuando dijo:
—Vi al señor Harrison echando la vaca de su campo de avena cuando regresaba a casa desde Carmody. ¿Armó mucho alboroto?
Ana y Manila cambiaron furtivamente una sonrisa divertida. Pocas cosas en Avonlea podían escapársele a la señora Lynde. Aquella misma mañana, Ana había dicho: «Si entrara alguien en su habitación, a medianoche, cerrara la puerta con llave, corriera las cortinillas y estornudara, la señora Lynde diría al día siguiente que estaba muy fría la noche».
—Creo que se enfadó mucho —contestó Marilla—. Yo no estaba en casa. Le echó un buen sermón a Ana.
—Me parece un hombre muy desagradable —dijo Ana, con un movimiento ofensivo de su rojiza cabeza.
—Nunca has dicho una verdad más grande —confirmó solemnemente la señora Rachel—. Supe que habría inconvenientes cuando Robert Bell vendió su hacienda a un hombre de Nueva Brunswick, eso es. No sé qué será de Avonlea, con tanta gente nueva. Pronto, ni siquiera estaremos seguros en nuestra propia cama.
—¿Es que vienen más forasteros? —preguntó Marilla.
—¿No lo sabía? Ahí tiene a la familia de los Donnell, en primer lugar. Han alquilado la vieja casa de Peter Sloane. Peter ha empleado al hombre para que cuide del molino. Son del Este y nadie sabe nada de ellos. Luego tiene la familia del descuidado de Thomas Cortón, que se mudará desde White Sands y será una carga pública. Él está tísico... cuando no roba... y su mujer es una comodísima criatura que no hace nada. Lava los platos sentada. La señora de George Pye se ha hecho cargo del sobrino huérfano de su marido, Anthony Pye. Irá a estudiar a tu colegio, Ana, de manera que puedes esperar problemas por ese lado; eso es. Y también tendrás otro alumno forastero. Paul Irving viene de los Estados Unidos a vivir con su abuela. ¿Recuerda usted a su padre, Marilla... Stephen Irving, el que dejó plantada a La-vanda Lewis en Grafton?
—No creo que la dejara plantada. Tuvieron una disputa... Supongo que fue culpa de ambos.
—Bueno, de todos modos no se casó con ella y la pobre se ha vuelto muy rara desde entonces, según dicen, viviendo sola en la pequeña casa de piedra a la que llaman la Morada del Eco. Stephen se fue a los Estados Unidos y se dedicó a los negocios con su tía; allí se casó con una yanqui. Nunca volvió a su casa natal, desde entonces, aunque su madre fue a visitarle un par de veces. Su mujer murió hace dos años y él mandó al chico aquí por un tiempo. Tiene diez años y no sé si será un alumno deseable. Nunca se puede aventurar nada sobre esos yanquis.
La señora Lynde contemplaba a todos aquellos que habían tenido la desgracia de nacer fuera de la isla del Príncipe Eduardo, con un decidido aire de duda. Podían ser buenas gentes, desde luego, pero era preferible dudarlo. Tenía una ojeriza especial a los yanquis. Su marido había sido defraudado una vez en diez dólares por un bostoniano y ni los ángeles ni las celebridades, ni poder alguno podría haber convencido a la señora Rachel de que todos los Estados Unidos no eran responsables de ello.
—La escuela de Avonlea no irá peor por un poco de sangre nueva —dijo Marilla secamente—, y si se parece algo a su padre, será un buen chico. Stephen Irving era el mejor muchacho que viviera por estos lugares, aunque alguno le llamara orgulloso. Creo que la señora Irving estará muy contenta con él. Ha estado muy sola desde que murió su marido.
—Oh, el chico podrá ser bueno, pero será distinto de los niños de Avonlea —dijo la señora Rachel, poniendo punto final al tema. Sus opiniones sobre cualquier persona, lugar o cosa eran siempre consistentes y definitivas.
—¿Qué es eso que he oído de que vas a formar una sociedad de fomento del pueblo, Ana?
—Sólo hablé del tema con mis compañeros en el Club de Debates —dijo Ana ruborizándose—. Les pareció muy bien, al igual que al señor Alian y a su esposa. Muchos pueblos la tienen.
—Bueno, tendréis un sinfín de dificultades. Mejor no te metas, Ana, eso es. A la gente no le gusta que la «fomenten».
—Pero no vamos a tratar de «fomentar» a la gente. Es a Avonlea. Hay muchísimas cosas que podrían hacerse para embellecerla. Por ejemplo, ¿no sería una mejora que pudiéramos convencer al señor Levi Boulter de que derribara la vieja casa que hay en sus tierras?
—Por cierto que sí —admitió la señora Rachel—. Esa vieja ruina es una vergüenza para la comarca desde hace años.
Pero si los de «fomento» pudieran instar a Levi Boulter a que haga algo por la comunidad sin cobrar, quisiera estar allí para verlo y oírlo. No quisiera descorazonarte, Ana, pues hay algo de bueno en tu idea, aunque supongo que la habrás sacado de alguna inútil revista yanqui, pero tendrás las manos ocupadas con el colegio y te aconsejo como amiga que no te preocupes del «fomento». Aunque sé que seguirás adelante si se te ha metido en la cabeza. Eres de las que siempre llevan adelante lo que se proponen.
Algo en el perfil de los labios de Ana decía que la señora Rachel no estaba errada. Tenía el corazón puesto en la formación de la Sociedad de Fomento. Gilbert Blythe, que enseñaría en White Sands pero que regresaría a casa los viernes por la noche hasta el lunes por la mañana, estaba entusiasmado con la idea y los demás apreciaban cualquier cosa que significara reuniones ocasionales y en consecuencia algo de «diversión». Ahora, respecto al «fomento», nadie, excepto Gilbert y Ana, tenía una idea muy clara al respecto. Habían conversado y planeado todo hasta que en su mente existió una Avonlea ideal, ya que no en otra parte.
La señora Rachel aún tenía otra noticia.
—Le han dado la escuela de Carmody a una tal Priscilla Grant. ¿Tú no fuiste a la Academia de la Reina con alguien de ese nombre, Ana?
—Sí, así es. ¡Priscilla enseñando en Carmody! ¡Qué bien! —exclamó Ana, con los ojos grises tan brillantes que la señora Lynde se preguntó si alguna vez decidiría si Ana era o no una chica hermosa.

ANA DE AVONLEAWhere stories live. Discover now