Una maestra de cuerpo entero

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Cuando Ana llegó a la escuela esa mañana (por primera vez en su vida había atravesado el Camino de los Abedules sorda y ciega a sus encantos), todo estaba calmo y tranquilo. La maestra que la precediera había acostumbrado a los niños a que estuvieran en su sitio cuando ella llegara y cuando Ana entró al aula se enfrentó con estiradas filas de «resplandecientes caritas mañaneras» y brillantes e inquisidores ojos. Colgó su sombrero y miró a sus alumnos con la esperanza de no parecer tan asustada y tonta como se sentía y de que ellos no advirtieran que estaba temblando.
La noche anterior había estado levantada casi hasta las doce, preparando un discurso sobre el comienzo de las clases. Lo había revisado y corregido concienzudamente y luego aprendido de memoria. Era un discurso muy bueno y expresaba grandes ideas, especialmente la de la ayuda mutua y el diligente esfuerzo por aprender. El único inconveniente estaba en que no podía recordar ni una palabra. Después de lo que le pareció un año (en realidad unos diez segundos) dijo desmayadamente.
—Abran sus Biblias, por favor —y se hundió sin respiración en su silla bajo el crujir de las tapas de los pupitres. Mientras los niños leían sus versículos, Ana ordenó sus vacilantes sentidos y. examinó al batallón de pequeños peregrinos que marchaban hacia el País de la Sabiduría.
A algunos de ellos, por supuesto, los conocía muy bien. Sus condiscípulos habían terminado el año anterior, pero el resto había ido a la escuela con ella, exceptuando a los de primer grado y a otros diez alumnos recién llegados a Avonlea. Ana, secretamente, sentía más interés por esos diez que por aquellos cuyos alcances conocía al dedillo. Seguramente, iban a ser tan vulgares como los demás; pero por otra parte también podía haber un genio entre ellos. Era una idea estremecedora.
En un pupitre del rincón se encontraba sentado Anthony Pye. Tenía una sombría carita morena y miraba a Ana con una expresión hostil en sus negros ojos. Ana decidió inmediatamente que se ganaría el afecto del niño y derrotaría a los Pye por completo.
En el otro rincón, un niño extraño se encontraba junto a Arty Sloane. Era un niño de aspecto divertido, nariz chata, cara pecosa y enormes ojos celeste claro orlados por pestañas blanquecinas. Probablemente sería el niño de los Donnell. Y si el parecido servía para algo, su hermana era la que estaba sentada al otro lado del pasillo, junto a Mary Bell. Ana pensó qué clase de mujer sería su madre para mandar la niña a la escuela así vestida. Llevaba un vestido de seda rosa pálido, adornado con una gran cantidad de encajes; zapatos de cabritilla blanca y medias de seda. Su rubio cabello estaba sujeto en innumerables bucles artificiales coronados por un rimbombante nudo de cinta rosa más grande que su cabeza. A juzgar por su expresión, se encontraba muy satisfecha consigo misma.
Ana pensó que la pálida chiquilla de suaves cabellos que le caían sobre los hombros debía ser Annetta Bell, cuyos padres se habían instalado en el distrito escolar de Newbridge, pero que estaban ahora en Avonlea a causa de haber corrido su casa 50 metros al norte del antiguo lugar.
Tres descoloridas niñas sentadas juntas en un solo banco eran, sin duda alguna, las Cortón; y con toda seguridad que la pequeña belleza de largos y rizados cabellos color avellana y ojos castaños que miraban con coquetería a Jack Gillis por encima de su Biblia, era Prillie Rogerson, cuyo padre acababa de casarse en segundas nupcias y había traído a la niña desde Grafton, donde vivía su abuela.
Ana no podía ubicar a una niña alta y desgarbada que parecía tener demasiados brazos y piernas y que estaba sentada en uno de los últimos bancos; pero luego descubrió que se llamaba Barbara Shaw y que había ido a vivir a Avonlea con una tía. También averiguó que la vez que Barbara se las arregló para atravesar el pasillo sin tropezar ni pisar los pies de ningún alumno, los estudiantes anotaron el inusitado hecho sobre la pared del patio para conmemorarlo.
Pero cuando los ojos de Ana se encontraron con los del niño que estaba sentado en el banco de enfrente, se sintió sacudida por un extraño estremecimiento, como si hubiera hallado a su genio. Supo que ése debía ser Paul Irving y que por una vez había tenido razón la señora Rachel Lynde cuando profetizó que no sería como los otros niños de Avonlea. Más aún, Ana comprendió que no era como ningún otro niño del mundo, y que allí había un alma semejante a la suya que asomaba a los ojos azul oscuro que la observaban con tanta intensidad.
Sabía que Paul tenía diez años, pero no aparentaba más de ocho. Tenía la carita más hermosa que había visto en criatura alguna, con rasgos de exquisita delicadeza y finura rodeados por un halo de rizados cabellos castaños. Su boca era delicada y fuerte, de rojos labios que se tocaban suavemente y cuyas curvas se afinaban hasta terminar en pequeños rincones que casi formaban hoyuelos. Tenía una expresión grave y meditabunda, como si su espíritu fuera mucho más viejo que su cuerpo. Ana le sonrió suavemente y su rostro brilló con una amplia sonrisa que pareció iluminar todo su ser. Fue algo involuntario, que no surgió por algún motivo o esfuerzo externo, sino simplemente el relámpago de una personalidad oculta, preciosa y delicada. Con este rápido cambio de sonrisas Ana y Paul cimentaron su amistad para siempre, antes de haber cruzado una palabra.
El día pasaba como un sueño. Ana nunca pudo recordarlo claramente más adelante. Casi le parecía que era otra persona la que estaba allí enseñando. Escuchó lecciones, corrigió sumas y ordenó copias mecánicamente. Los niños se comportaron bastante bien; sólo se presentaron dos casos de indisciplina. Morley Andrews fue descubierto haciendo correr un par de grillos amaestrados por el pasillo. Ana lo dejó durante media hora en penitencia sobre la tarima y —lo que Morley sintió aun más profundamente— confiscó sus grillos, los guardó en una caja y al regresar de la escuela los soltó en el Valle de las Violetas; pero Morley estaba seguro de que Ana se los había guardado para su propia diversión.
El otro delincuente fue Anthony Pye, quien hizo caer por el cuello de Aurelia Clay las últimas gotas de agua que quedaban en su botella para limpiar la pizarra. Ana hizo quedarse a Anthony durante el recreo y le explicó cómo se comportaban los caballeros, y que éstos nunca echaban agua por el escote de las damas. Le dijo que deseaba que todos sus alumnos fueran caballeros. Su pequeño sermón fue amable y lleno de sentimiento, pero Anthony permaneció absolutamente insensible.
La escuchó en silencio, con la misma expresión hosca, y bufó desdeñosamente; cuando se retiró, Ana suspiró; se recobró al recordar que ganar el efecto de un Pye, como edificar Roma, no era obra de un día. De cualquier modo, era de dudar que en los Pye hubiera algún afecto que ganar; pero Ana esperaba cosas mejores de Anthony, quien tenía apariencia de poder convertirse en un niño bastante bueno si se conseguía ignorar su entrecejo fruncido.
Cuando la clase hubo terminado y los niños se retiraron, Ana se arrojó rendida sobre su silla. Le dolía la cabeza y se sentía desanimada. No había ninguna razón para ello, ya que no había ocurrido nada serio, pero Ana se sentía inclinada a pensar que nunca terminaría por gustarle la enseñanza. Y ¡qué horrible sería estar haciendo todos los días algo que no te gusta durante... bueno, digamos cuarenta años! Ana no había terminado de decidir si se pondría a llorar allí o esperaría hasta llegar a su cuarto en «Tejas Verdes», cuando oyó un taconeo y un crujir de sedas sobre el piso del patio, y al momento siguiente se encontró frente a una mujer cuya apariencia le hizo recordar una crítica del señor Harrison sobre una dama excesivamente engalanada que había visto en una tienda de Charlottetown. «Parecía una mezcla de figurín y pesadilla.»
La recién llegada estaba ataviada con un suntuoso traje de seda celeste, con volantes y fruncidos por todas partes. Su cabeza estaba coronada por un inmenso sombrero blanco, adornado con tres largas plumas de avestruz algo duras. Un velo de gasa rosa profusamente salpicado por lunares negros le colgaba desde el borde del sombrero hasta los hombros y flotaba vaporoso a sus espaldas.
Llevaba todas las joyas que pueden amontonarse en el cuerpo de una sola mujer, y exhalaba un fuerte olor a perfume.
—Soy la señora Donnell, la señora de H. B. Donnell—anunció— y he venido a verla por algo que me dijo Clarissa Almira a la hora de comer. Es algo que me ha incomodado excesivamente. —Lo siento —balbuceó Ana, tratando vanamente de recordar algún incidente relacionado con los niños Donnell.
—Clarissa Almira me dijo que usted pronunció nuestro nombre Donnell. Ahora bien, señorita Shirley: la correcta pronunciación de nuestro apellido es Donnell, acentuando la última sílaba. Espero que lo recordará en el futuro.
—Haré lo posible —murmuró Ana ahogando el deseo de echarse a reír—. Supongo que debe ser terrible que pronuncien mal su apellido.
—Sí que lo es, y Clarissa Almira también me dijo que usted llama James a mi hijo.
—Él me dijo que se llamaba así —protestó Ana.
—Debí haberlo supuesto —dijo la señora Donnell en un tono que significaba que la gratitud de los niños no era cosa de esperar en estos tiempos de perversión—. Ese niño tiene gestos plebeyos, señorita Shirley. Cuando nació quise llamarlo St. Clair, suena tan aristocrático, ¿no le parece? Pero su padre insistió en que debía llamarse James, igual que su tío. Yo accedí porque el tío James era un solterón rico y viejo. ¿Y quiere creer, señorita Shirley, que cuando nuestro inocente niño tenía cinco años el tío James se casó y ahora tiene tres hijos propios? ¿Ha oído alguna vez una ingratitud semejante? Cuando llegó a casa la invitación para la boda (porque tuvo la desvergüenza de enviarnos una invitación), dije: «Para mí se acabó James». Desde ese día llamé a mi hijo St. Clair y así quiero que lo llamen todos. Su padre se obstina en decirle James y el niño también tiene una incomprensible preferencia por ese nombre tan vulgar. Pero su nombre es St. Clair y St. Clair debe quedarle. Será tan amable de recordarlo, ¿no es cierto, señorita Shirley? Muy agradecida. Le dije a Clarissa Almira que estaba segura de que todo era una mala interpretación y que con una palabra se arreglaría. Donnell... acentuado en la última sílaba... St. Clair... y no tener en cuenta James. ¿Lo recordará? Muy
agradecida.
Cuando la señora Donnell se retiró, Ana cerró la puerta de la escuela y partió camino a su casa. Al pie de la colina encontró a Paul Irving en el Camino de los Abedules. Había recogido para ella un ramo de orquídeas silvestres que los niños de Avonlea llamaban «lirios de arroz».
—Por favor, señorita. Encontré estas flores en el campo del señor Wright —dijo vacilante— y me volví a dárselas porque pensé que usted era la clase de dama a quien le gustan, y porque... —alzó sus grandes y hermosos ojos azules— porque me gusta usted, señorita.
—Gracias, querido —dijo Ana cogiendo las fragantes flores. El desconsuelo y la debilidad desaparecieron de su espíritu como si las palabras de Paul hubieran sido un soplo de magia y la esperanza volvió a inundar su corazón como alegre manantial. Atravesó el Camino de los Abedules con paso ligero, acompañada por el perfume de sus orquídeas.
—Bueno, ¿cómo te fue? —quiso saber Marilla.
—Pregúntemelo dentro de un mes y podré contestarle. Ahora no puedo... Ni yo misma lo sé... Estoy empezando a digerirlo. Tengo la sensación de que me han hurgado en los pensamientos hasta dejarlos turbados. Lo único que tengo seguridad de haber hecho hoy, es haberle enseñado a Cliffie Wright la letra «A». No la sabía. ¿No le parece que ya es algo haber lanzado un alma por un sendero que puede terminar en Shakespeare y en el Paraíso Perdido?
La señora Lynde fue más tarde llevándole nuevos estímulos. La buena señora había parado a los escolares al pasar por su portal para preguntarles si les gustaba la nueva maestra.
—Y todos dicen que eres muy buena, Ana, excepto Anthony Pye. Debo admitirlo. Dijo que «no tiene nada bueno, igual que todas las maestras». Es la levadura de los Pye. Pero no tiene importancia.
—No voy  a darle importancia —dijo Ana con tranquilidad— y voy a hacer que Anthony Pye me quiera. Lo ganaré con paciencia y bondad.
—Bueno, nunca puede aventurarse nada respecto a un Pye —dijo la señora Rachel cautamente—. Son muy contradictorios, como los sueños. Y en cuanto a esa señora Donnell, a mí no me convence con su Donnell, te lo aseguro. El nombre es Donnell y siempre lo ha sido. Esa mujer está loca, eso es. Tiene una perrita a la que llama Reinita y que come con la familia en la mesa, en un plato chino. Thomas dice que el mismo Donnell es un hombre sencillo y trabajador, pero no tuvo mucho tino para elegir esposa, eso es.

ANA DE AVONLEADonde viven las historias. Descúbrelo ahora