Un capítulo de accidentes

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Ana se despertó tres veces durante la noche y caminó hacia la ventana para estar segura de que la predicción del tío Abe no iba a cumplirse. Finalmente, la mañana apareció perlada y lustrosa, con un cielo azul lleno de un plateado resplandor, y el maravilloso día llegó. Diana apareció poco después del desayuno con una cesta de flores que le colgaba de un brazo y su vestido de muselina del otro, pues no se lo pondría hasta que hubiera terminado los preparativos de la comida. Mientras tanto, durante la tarde, usó su vestido rosa estampado y un delantal de linón con un montón de maravillosos volantes y fruncidos. Y estaba muy pulcra, bonita y sonrosada.
—Estás simplemente adorable —dijo Ana admirada. Diana suspiró.
—Pero he tenido que agrandar otra vez todos mis vestidos. Peso casi dos kilos más que en julio pasado, Ana. ¿Dónde terminará todo esto? Las heroínas de la señora Morgan son siempre altas y esbeltas.
—Bueno, olvidemos nuestras preocupaciones y pensemos en las alegrías —dijo Ana alegremente—. La señora Alian dice que siempre que recordemos algo que nos preocupe, debemos pensar también en algo agradable que pueda contrarrestarlo. Si tú eres ligeramente rolliza, también tienes los más encantadores hoyuelos; y si yo tengo una nariz pecosa, su forma es perfecta. ¿Crees que el jugo de limón va bien?
—Sí, eso creo —dijo Diana con aire crítico. Y muy alegre Ana se dirigió hacia el jardín que estaba lleno de tenues sombras y oscilantes luces doradas.
—Decoraremos la sala, primero. Tenemos mucho tiempo, porque Priscilla dijo que estarían aquí a las doce y media a más tardar, de modo que comeremos a la una.
Hay dudas de que en ese momento pueda haber habido en todo Canadá o Estados Unidos un par de muchachas más excitadas y felices. Cada tijeretazo que cortaba una rosa o una campanilla parecía cantar: «Hoy viene la señora Morgan». Ana se preguntaba cómo el señor Harrison podía continuar segando heno plácidamente en el campo detrás del sendero, como si no fuera a pasar nada.
La sala de «Tejas Verdes» era un aposento algo sombrío y sereno, con rígidos muebles, almidonadas cortinas de encaje y blancos tapetes siempre colocados en perfecto ángulo, excepto en las ocasiones en que quedaban colgando de los botones de algún desafortunado. Ni siquiera Ana había obtenido nunca permiso para infundirle algo de gracia, pues Manila no permitía alteraciones. Pero es maravilloso lo que pueden conseguir las flores si se les da oportunidad. Cuando Ana y Diana terminaron con la habitación, ésta quedó irreconocible. Un gran jarrón azul lleno de margaritas florecía sobre la pulida mesa. El brillante manto negro de la chimenea francesa estaba adornado con rosas y heléchos. En cada estante de la rinconera había un manojo de campanillas; los oscuros rincones de cada lado de la reja del hogar estaban iluminados por jarras llenas de brillantes peonías carmesí, y el hogar mismo, estaba encendido por amapolas. Todo este esplendor y colorido mezclado con los rayos del sol que caían a través de las madreselvas por las ventanas en una tempestuosa confusión de danzarinas sombras sobre el piso y las paredes, convertían al comúnmente fúnebre salón en la verdadera «glorieta» de la imaginación de Ana, y hasta provocó la admiración de Marilla, quien fue a criticar y se quedó alabando la obra de las jovencitas.
—Ahora debemos poner la mesa —dijo Ana con el tono de una sacerdotisa a punto de realizar un sacro rito en honor de alguna divinidad.
—Pondremos un gran jarrón con rosas silvestres en el medio, y una rosa frente a cada uno de los platos, y un ramo de capullos de rosa especialmente para la señora Morgan, una alusión a El jardín de los pimpollos.
La mesa fue puesta en la estancia, con el más fino mantel de linón de Marilla, su mejor porcelana, cristalería y plata. Se puede tener la seguridad de que cada artículo fue limpiado escrupulosamente hasta obtener el máximo de brillo y esplendor.
Luego las jóvenes fueron a la cocina, impregnada de apetitosas fragancias que emanaban del horno, donde ya estaban cocinándose admirablemente los pollos. Ana preparó las patatas y Diana los guisantes y las habas. Después, mientras Diana se metía en la despensa a condimentar la ensalada de lechuga, Ana, cuyas mejillas habían comenzado ya a ponerse carmesí tanto por la excitación como por el calor del fuego, preparó la salsa para los pollos, picó las cebollas para la sopa y finalmente batió la crema para sus tartas de limón.
¿Y qué era de Davy todo ese tiempo? ¿Cumplía la promesa de ser bueno? Por supuesto que sí.
Seguramente habría insistido en quedarse en la cocina, porque tenía curiosidad de verlo todo. Pero como se quedaba quieto sentado en un rincón, entretenido en deshacer los nudos de un pedazo de red para pescar arenques que se trajera de su última correría por la playa, nadie se opuso.
A las once y media, la ensalada de lechuga estaba hecha, los dorados círculos de las tartas adornados con la crema batida y todo a punto.
—Ahora será mejor que nos vayamos a vestir —dijo Ana— porque deben llegar alrededor de las doce. Comeremos a la una en punto, pues la sopa debe ser servida en cuanto esté hecha.
Ciertamente serios fueron los ritos relativos al atavío que se cumplieron en la buhardilla. Ana observó ansiosamente su nariz y se regocijó al comprobar que las pecas no se notaban en absoluto, gracias al jugo de limón, o quizá al rojo poco común de sus mejillas. Cuando estuvieron listas, parecían tan dulces, compuestas y juveniles como cualquiera de las «heroínas de la señora Morgan».
—Espero que seré capaz de decir algo de cuando en cuando, y que no me quedaré como muda — dijo Diana ansiosamente—. Todas las heroínas de la señora Morgan conversan tan maravillosamente. Pero mucho me temo que pareceré sin lengua y estúpida y estoy segura de decir «Ya sé». No lo he dicho a menudo desde que tuvimos a la señorita Stacy de maestra, pero en mo mentos de excitación siempre se me escapa. Ana, si dijera «Ya sé» delante de la señora Morgan me moriría de vergüenza. Y será casi tan malo como no tener nada que decir.
—Yo estoy nerviosa por un montón de cosas —dijo Ana—, pero no creo que haya que temer que no tenga de qué hablar.
Y, para hacerle justicia, así era.
Ana cubrió su vestido de muselina con un amplio delantal y fue a preparar la sopa. Marilla se había arreglado y había vestido a los mellizos. Nunca se mostró tan excitada.
A las doce y media llegaron los Alian y la señorita Stacy. Todo iba bien, pero Ana estaba empezando a ponerse nerviosa. Ya era tiempo de que llegaran Priscilla y la señora Morgan. Hacía frecuentes viajes a la puerta y miraba hacia el camino con la misma ansiedad con que su tocaya de la historia de Barba Azul espiaba por la ventana de la torre.
—Supongamos que no vienen —dijo con tono lastimoso.
—Ni lo pienses. Sería demasiado desconsiderado —dijo Diana, quien, sin embargo, estaba comenzando a tener desagradables presentimientos a ese respecto.
—Ana —dijo Marilla saliendo de la sala—. La señorita Stacy quiere ver la fuente de porcelana de la señorita Barry.
Ana fue a buscarla al armario de la estancia.
De acuerdo con su promesa a la señora Lynde, había escrito a la señorita Barry a Charlottetown, pidiéndosela prestada. La señorita Barry, que era una vieja amiga de Ana, se la envió inmediatamente, recomendándole que la cuidara, porque había pagado por ella veinte dólares. La fuente había sido usada en la Feria de la Sociedad de Ayuda y luego devuelta al armario de «Tejas Verdes», pues Ana no quería confiarle a nadie el que la llevara de vuelta a la ciudad.
Llevó la fuente cuidadosamente hacia la puerta del frente, donde se hallaban sus invitados gozando de la fresca brisa que soplaba del arroyo. Allí fue examinada y admirada. Entonces, justo en el momento en que Ana volvía a coger la fuente, se oyó un terrible estrépito en la despensa. Marilla, Diana y Ana corrieron, y esta última sólo se detuvo a dejar apresuradamente la preciosa fuente en el segundo escalón de la escalera.
Cuando llegaron a la despensa, sus ojos se encontraron con un espectáculo horripilante: un pequeño muchacho con apariencia de culpable bajaba de la mesa con la blusa estampada de amarillo; sobre la mesa yacían los destrozados fragmentos de lo que habían sido dos excelentes y cremosos pasteles de limón.
Davy había terminado de desenredar su red para arenques y la había arrollado como una pelota. Luego se dirigió hacia la despensa con el propósito de guardarla en el estante de arriba de la mesa, donde ya tenía un buen surtido de pelotas por el estilo, las cuales no servían para nada útil, salvo el placer de poseerlas. El niño tuvo que subirse a la mesa para alcanzar el estante desde un peligroso ángulo, algo que Marilla le había prohibido.
Esta vez el resultado fue desastroso. Davy resbaló y cayó de lleno sobre las tartas de limón. Su blusa limpia quedó arruinada por el momento, y las tortas de limón, para siempre.
—Davy Keith —dijo Marilla sacudiéndolo por un hombro—: ¿No te había prohibido volver a subir a esa mesa? ¿No te lo había prohibido?
—Me olvidé —gimió Davy—. Me ha dicho que no debo hacer tantas cosas que no puedo recordarlas todas.
—Bueno, vete arriba y quédate allí hasta después de la comida. Quizá para ese entonces las tengas bien ordenadas en tu memoria. No, Ana. No intentes interceder por él. No le estoy castigando porque echó a perder tus tartas; eso fue un accidente: lo hago por su desobediencia. Ve, Davy, he dicho.
—¿No almorzaré nada? —se quejó el niño.
—Puedes bajar después que hayamos terminado nosotras y comer en la cocina.
—Oh, bueno —dijo Davy algo más conforme—. Sé que Ana me guardará unos ricos huesos. ¿No es cierto, Ana? Tú sabes que no estropeé tus tartas a propósito. Dime Ana, ya que están impresentables, ¿puedo llevarme algún trozo arriba?
—No, señorito Davy, no hay pastel de limón para usted —dijo Marilla empujándolo hacia el vestíbulo.
—¿Qué haré de postre? —preguntó Ana mirando apesadumbrada los destrozos.
—Saca un plato de dulce de fresas —dijo Manila consolándola—. En el tazón ha quedado suficiente crema batida como para ponerla encima.
Y llegó la una... pero no Priscilla o la señora Morgan. Ana se sentía morir. Todo estaba hecho de acuerdo a su turno, y la sopa ya en su punto.
—No creo que vengan, después de todo —dijo Marilla con enfado.
Ana y Diana se miraron en busca de consuelo. A la una y media Marilla volvió a aparecer.
—Niñas, debemos almorzar. Todos tienen hambre y no hay razón para esperar más tiempo. Está claro que Priscilla y la señora Morgan no vienen y no se gana nada esperando.
Ana y Diana empezaron a servir la comida, habiendo desaparecido todo el deleite que las embargara.
—No creo que pueda probar bocado —dijo Diana penosamente.
—Ni yo. Pero espero que todo esté bien para la señorita Stacy y el señor y la señora Alian —dijo Ana indiferentemente. Cuando Diana sirvió los guisantes, los probó y una peculiar expresión cubrió su rostro.
—Ana, ¿le pusiste azúcar a los guisantes?
—Sí —dijo Ana aplastando las patatas con aire de persona que siempre cumple con su deber—. Puse una cucharada de azúcar. Nosotros siempre lo hacemos. ¿No te gusta?
—Pero yo también eché una cucharada cuando los puse en la cocina —dijo Diana.
Ana dejó las patatas. A continuación probó los guisantes e hizo una mueca.
—¡Qué horror! No pensé que les hubieras puesto azúcar, porque sé que tu madre no lo hace. Pensé en ello por milagro, pues siempre me olvido.
—Creo que éste es un caso de demasiadas cocineras —dijo Marilla que había escuchado el diálogo con expresión algo culpable—. No creí que te acordarías del azúcar, Ana, pues estaba completamente segura de que nunca lo habías hecho antes, de modo que... yo eché una cucharada.
Los invitados oyeron carcajada tras carcajada provenientes de la cocina, pero nunca supieron dónde estaba la broma. Sin embargo, aquel día no hubo guisantes en la mesa.
—Bueno —dijo Ana, y se tranquilizó con un suspiro—. De cualquier modo tenemos la ensalada y no creo que les haya pasado nada a las habas. Llevemos las cosas y olvidémoslo.
No se puede decir que aquel almuerzo fuera un notable éxito social. Los Alian y la señorita Stacy se esforzaron por salvar la situación y la usual placidez de Marilla no se alteró demasiado. Pero Ana y Diana, entre la desilusión y las consecuencias de la excitación del mediodía, no podían comer ni hablar. Ana trató heroicamente de tomar parte en la conversación en consideración a sus invitados; pero todo su brillo estaba apagado por los acontecimientos y, a pesar de su cariño por los Alian y la señorita Stacy, no podía dejar de pensar en lo agradable que sería cuando todos se hubieran retirado y ella pudiera enterrar su dolor y desilusión entre las almohadas de su cuarto.
Hay un viejo proverbio que a veces parece realmente una inspiración: «Nunca llueve, pero caen gotas». La medida de tribulaciones de aquel día no estaba colmada. Justo en el momento en que el señor Alian acababa de bendecir la mesa, se escuchó un ruido en las escaleras, como de un objeto pesado que cayera de escalera en escalera, para finalizar con un gran estruendo al llegar abajo. Todos corrieron al vestíbulo y Ana dio un grito de espanto.
Al pie de la escalera se veía una gran concha rosada entre los fragmentos de lo que había sido la fuente de la señorita Barry, y arriba de la escalera se hallaba un aterrorizado Davy, observando con ojos muy abiertos los desperfectos.
—Davy —dijo Marilla animosamente—, ¿tiraste esa concha a propósito!
—No, juro que no —sollozó Davy—. Sólo estaba aquí arrodillado, quietecito, mirándoles a través de la barandilla y mi pie dio contra esa cosa y la empujó. Y tengo mucha hambre... y me gustaría que me dieran una buena tunda en vez de mandarme siempre arriba y que me pierda todo lo bueno.
—No culpen a Davy —dijo Ana recogiendo los fragmentos con dedos temblorosos—. Fue culpa mía. Dejé la fuente allí y me olvidé. Estoy convenientemente castigada por mi descuido, pero, ¡oh!, ¿qué dirá la señorita Barry?
—Bueno, tú sabes que sólo la había comprado, de modo que no es lo mismo que si la hubiera heredado —dijo Diana tratando de consolarla. Los invitados se retiraron poco después, comprendiendo con todo tacto que era lo mejor que podían hacer. Diana y Ana lavaron los platos hablando menos que de costumbre. Luego Diana se fue a su casa con un gran dolor de cabeza y Ana con otro a su buhardilla, donde se quedó hasta el atardecer, cuando Manila regresó de la oficina de correos con una carta de Priscilla escrita el día anterior. La señora Morgan se había torcido un tobillo y no podía dejar su habitación.
«Y, ¡oh!, querida Ana —escribía Priscilla—, estoy tan apenada, porque temo que ahora no podamos ir a "Tejas Verdes", pues cuando tía se restablezca del tobillo, tendrá que regresar a Toronto. Debe estar allí en una fecha determinada.»
—Bueno —suspiró Ana dejando la carta sobre el rojo escalón de piedra de la puerta del patio, donde se hallaba sentada mientras caía el crepúsculo—. Siempre pensé que era demasiado bueno para que resultara verdad. Pero vaya... estas palabras suenan tan pesimistas como si fueran de Eliza Andrews, y estoy avergonzada de haberlas pronunciado. Después de todo no era demasiado bueno para ser verdad... cosas tan buenas como ésa se convierten en realidad para mí a cada rato. Y supongamos que los acontecimientos de hoy tienen también su lado gracioso. Quizá cuando Diana y yo seamos viejas y grises, nos podamos reír al recordarlos. Pero no creo que pueda hacerlo antes de esa época, porque en verdad ha sido una amarga desilusión.
—Con toda seguridad has de sufrir muchas desilusiones peores que ésa antes de que llegues a vieja —dijo Marilla, creyendo honestamente que estaba diciendo algo reconfortante—. Me parece, Ana, que nunca vas a poder quitarte la costumbre de poner todo tu corazón en las cosas y luego caer en la desesperación porque no las consigues.
—Sé que tengo inclinación a obrar así —asintió Ana tristemente—. Cuando pienso que va a pasar algo hermoso me parece volar por anticipado; y luego, al primer contratiempo me precipito a tierra de un golpe. Pero, realmente, Marilla, la parte del vuelo es gloriosa mientras dura. Es como remontarse hasta el ocaso. Creo que esto casi compensa el golpe.
—Bueno, quizá sea así —admitió Marilla—. Yo más bien prefiero caminar tranquilamente sin vuelo ni caída. Pero cada uno tiene su modo de vivir. Yo creía que había un solo camino recto, pero desde que te crié a ti y a los mellizos, no estoy tan segura. ¿Qué vas a hacer con la fuente de la señorita Barry?
—Devolverle los veinte dólares que pagó por ella, supongo. Estoy muy agradecida de que no sea una antigua herencia, porque en ese caso no habría dinero que pudiera pagarla.
—Quizá puedas conseguir una igual en alguna parte y comprársela.
—Me temo que no. Fuentes tan antiguas como ésa son muy escasas. La señora Lynde no pudo encontrar una por ningún lado. Ojalá la consiguiera, porque para la señorita Barry sería lo mismo una fuente que la otra, si es igualmente antigua y genuina. Marilla, mire esa gran estrella sobre los manzanos del señor Harrison con ese resplandor plateado enmarcado por el cielo. Me da la sensación de que es una plegaria. Después de todo, cuando uno puede ver estrellas y cielos como éstos, las pequeñas desilusiones y accidentes no pueden tener mucha importancia. ¿No le parece?
—¿Dónde está Davy? —preguntó Marilla, con una indiferente mirada a la estrella.
—En la cama. Le había prometido que mañana les llevaría de excursión a la playa. Por supuesto, el trato era que debía ser bueno. Pero él trató de serlo... Y no tengo valor para desilusionarlo.
—Tú y los mellizos sois capaces de ahogaros si remáis con ese bote —gruñó Marilla—. He vivido aquí sesenta años y todavía no he cruzado el lago.
—Bueno, nunca es tarde para remediarlo —dijo Ana en tono de ruego—. Suponga que mañana se viene con nosotros. Cerramos «Tejas Verdes» y pasamos todo el día en la playa, olvidándonos del mundo.
—No, gracias —respondió Marilla con indignado énfasis—. Daría un bonito espectáculo remando por el lago. Me parece oír a Rachel cutiéndolo. Allí va el señor Harrison. ¿Crees que es cierto el murmullo que corre de que va a ver a Isabella Andrews?
—No, estoy segura que no. Sólo fue allí una tarde a tratar de negocios con el señor Harmon Andrews y la señora Lynde lo vio y dijo que iba en plan de cortejo porque llevaba cuello blanco. No creo que el señor Harrison llegue a casarse nunca. Parece tener prejuicios contra el matrimonio.
—Bueno, nunca se puede asegurar nada sobre estos viejos solterones. Y si llevaba cuello blanco, estoy de acuerdo con Rachel en que es muy sospechoso, porque nunca se le ha visto así anteriormente.
—Yo creo que sólo se lo puso porque deseaba llegar a un acuerdo comercial con el señor Andrews —dijo Ana—. Le he oído decir que es la única circunstancia en que un hombre debe preocuparse particularmente por su apariencia, porque si parece próspero, no es tan probable que la parte contraria trate de hacerle trampas. Realmente siento pena por el señor Harrison; no creo que esté satisfecho con la vida que lleva. Debe ser muy triste no tener a nadie más que una cotorra que cuidar, ¿no le parece? Pero me he dado cuenta de que al señor Harrison no le gusta que lo compadezcan. Bueno, a nadie le gusta, me imagino.
—Ahí viene Gilbert subiendo la cuesta —dijo Marila—. Si quiere que lo acompañes a remar por el lago, ponte la chaqueta y los zapatos de goma. Hay mucha humedad esta noche.

ANA DE AVONLEAWhere stories live. Discover now