Nada más que un día feliz

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—Después de todo —le había dicho Ana a Marilla una vez—, creo que los días más hermosos y dulces no son aquellos en los que ocurren cosas espléndidas, maravillosas o excitantes, sino simplemente los que nos traen pequeños placeres sucesiva y suavemente, como perlas que se sueltan de un collar.
La vida en «Tejas Verdes» estaba llena de días así, pues las aventuras y desventuras de Ana, como las de otras personas, no ocurrían todas a la vez, sino que se encontraban esparcidas a lo largo del año, con largos intervalos de días felices e inocuos llenos de trabajo, sueños, risas y lecciones. Un día tal llegó en el mes de agosto. Por la mañana, Ana y Diana llevaron a los encantadores mellizos por la laguna hasta la arena a buscar «hierbas frescas» y a vagar en la marejada, sobre la que el viento cantaba el mismo canto desde el principio de los siglos.
Por la tarde, Ana fue hasta la vieja casa de los Irving a ver a Paul. Le halló acostado sobre la herbácea ribera junto al espeso bosque de abetos que resguardaba la casa por el norte, absorto en la lectura de un libro de hadas. Cuando la vio, se levantó radiante.
—¡Estoy tan contento de que haya venido, señorita! —dijo ansiosamente—. Abuelita no está. Se quedará a tomar el té conmigo, ¿no es cierto? Es tan triste tomar el té solo, señorita. Había considerado seriamente la posibilidad de pedirle a Mary Joe que se sentara a tomar el té conmigo, pero supuse que la abuelita no lo aprobaría. Dice que a los franceses hay que ponerlos en su lugar. Y, de cualquier modo, es difícil hablar con la joven Mary Joe. Sólo se ríe y dice: «Bueno, usted gana a todos los chicos que he conocido». Ésta no es mi idea sobre la conversación.
Joe decía: «Ese Paul es el señorito más raro que he conocido. Dice cosas tan extrañas que creo que está mal de la cabeza». Anoche no pude dormir pensando si Mary Joe tendría razón. De cualquier modo, no podía atreverme a preguntárselo a la abuelita, pero decidí preguntárselo a usted. Estoy muy contento de que piense que estoy bien de la cabeza.
—Por supuesto que sí. Mary Joe es una niña tonta e ignorante y nunca debes tener en cuenta lo que diga —dijo Ana indignada, resolviendo secretamente hacerle una discreta insinuación a la señora Irving sobre la conveniencia de refrenar la lengua de Mary Joe.
—Bueno, me ha quitado un peso de encima —dijo Paul—. Soy completamente feliz ahora, gracias a usted. No sería nada agradable estar mal de la cabeza. ¿No le parece, señorita? Supongo que Mary Joe habla así porque a veces le cuento lo que pienso sobre las cosas.
—Es una práctica algo peligrosa —admitió Ana, recordando su propia experiencia.
—Bueno, luego le diré los pensamientos que le conté a Mary Joe y podrá ver si hay algo de raro en ellos —dijo Paul—; pero esperaré hasta que empiece a oscurecer. Ésa es la hora en que siento necesidad de contar cosas y si no tengo a mano a nadie más tengo que decírselas a Mary Joe. Pero de ahora en adelante no lo haré, si eso le hace pensar que estoy mal de la cabeza. Sufriré y aguantaré.
—Y si sufres mucho, puedes venir a «Tejas Verdes» a contarme a mí tus pensamientos — sugirió Ana con toda la seriedad que la hacía tan querida a los niños, quienes adoran ser tomados en serio.
—Sí, lo haré. Pero espero que no esté Davy cuando vaya, porque me hace muecas. No le doy mucha importancia, pues es un niño y yo ya soy grande. Pero así y todo, no es muy agradable que te hagan muecas. Y Davy hace algunas terribles. A veces temo que no pueda volver a recuperar sus propias facciones. Me las hace en la iglesia, cuando debo pensar en cosas sagradas. A Dora le gusto y ella me gusta a mí, pero no tanto como antes, desde que le dijo a Minnie May Barry que quería casarse conmigo cuando fuera mayor. Podré casarme con alguien cuando crezca, pero soy demasiado joven aún para pensar ya en ello. ¿No le parece?
—Muy joven —admitió Ana.
—Hablando de casamientos, eso me recuerda otra cosa que me ha estado preocupando — continuó Paul—. La semana pasada la señora Lynde vino a tomar el té con la abuelita, y ésta hizo que le mostrara un retrato de mamá, el que me mandó papá como regalo de cumpleaños. No tenía muchas ganas de enseñarlo a la señora Lynde. Es muy buena y amable, pero no la clase de persona a quien uno desea mostrarle la fotografía de su madre. Usted ya me entiende, señorita. Pero por supuesto que obedecí. La señora Lynde dijo que era muy guapa, pero que parecía una actriz y que debía haber sido muchísimo más joven que papá. Después añadió: «Un día de éstos es probable que tu papá vuelva a casarse. ¿Qué te parecería tener una nueva madre, Paul?». Bueno, la idea casi me deja sin respiración, señorita, pero no iba a permitir que la señora Lynde viera eso. Simplemente la miré fijamente... así... y le dije: «Señora Lynde, mi papá hizo bien las cosas al elegir a mi primera mamá, y puedo confiar en que hará lo mismo la segunda vez», y puedo confiar en él, señorita. Pero así y todo, espero que si alguna vez me da una nueva madre, pedirá mi opinión sobre ella antes de que sea demasiado tarde. Allí viene Mary Joe a llamarnos para tomar el té. Le preguntaré lo de los panecillos.
Como resultado de la «consulta», Mary Joe cortó el panecillo y agregó un plato de dulce. Ana sirvió el té y tuvieron una alegre merienda en la oscura y vieja sala cuyas ventanas estaban abiertas a la brisa del golfo, y hablaron de tantas «tonterías» que Mary Joe quedó escandalizada y a la tarde siguiente le contó a Verónica que «la mademoiselle del colegio» era tan rara como Paul. Después del té el niño llevó a Ana a su habitación para mostrarle el retrato de su madre, que había sido el misterioso regalo de cumpleaños que guardara la señora Irving en la biblioteca. El pequeño dormitorio de techos bajos de Paul era un suave remolino de luz rojiza del sol que se ponía sobre el mar y movedizas sombras de los abetos que crecían junto a la ventana. En medio de todo ese suave brillo y encanto, se distinguía un dulce y juvenil rostro, con tiernos ojos maternales, colgado en la pared que daba a los pies de la cama.
—Ésa es mi mamá —dijo Paul con amoroso orgullo—. Conseguí que abuelita lo colgara allí, donde puedo verlo en cuanto abro los ojos por la mañana. Ahora ya no me importa no tener luz cuando me acuesto, porque pienso que mi madre está aquí conmigo. Papá acertó con el regalo de cumpleaños, aunque nunca me preguntó nada. ¿No es maravilloso cuánto saben los padres?
—Tu madre era muy guapa, Paul, y tú te pareces algo a ella. Pero sus ojos y cabellos son más oscuros que los tuyos.
—Mis ojos son del mismo color que los de papá —dijo Paul mientras cruzaba la habitación para amontonar todos los almohadones disponibles sobre el alféizar de la ventana—, pero el cabello de papá es gris. Tiene mucho, pero es gris. Papá tiene casi cincuenta años. Es ya maduro, ¿no le parece? Pero sólo viejo por fuera. Por dentro es tan joven como cualquiera. Ahora, señorita, por favor, siéntese aquí, y yo me sentaré a sus pies. ¿Puedo recostar mi cabeza sobre sus rodillas? Así es como nos sentábamos mamá y yo. ¡Oh, creo que es realmente espléndido!
—Ahora, quiero oír esos pensamientos que a Mary Joe le parecen tan extraños —dijo Ana acariciando la rizada cabecita.
Paul nunca necesitó que le presionaran para que contara sus pensamientos... por lo menos, a un alma gemela.
—Los imaginé una noche en el bosque de abetos —dijo soñadoramente—. Por supuesto no los creo, pero los imaginé. Y entonces quise contárselos a alguien y no estaba más que Mary Joe haciendo pan en la despensa. Me senté en un banco a su lado y dije: «Mary Joe, ¿sabes lo que pienso? Creo que el lucero de la tarde es un faro donde viven las hadas». Y Mary Joe me contestó: «Bueno, ya salió el niño raro. Las hadas no existen». Yo me sentí muy excitado. Por supuesto que sé que no hay hadas, pero nada me impide pensar que existen. Pero volví a insistir pacientemente. Dije: «Bueno, Mary Joe, ¿sabes lo que pienso? Pienso que después que se pone el sol, un ángel camina sobre el mundo... un ángel alto, blanco, con alas plateadas... y les canta a las flores y a los pájaros para que se duerman. También los niños pueden escucharlo si saben oírlo». Entonces Mary Joe levantó sus manos llenas de harina y dijo: «Bueno, eres un niño muy raro. Me haces sentir miedo». Y realmente parecía asustada. Entonces salí y le conté al jardín el resto de mis pensamientos. Ha muerto un pequeño abedul que había en el jardín y la abuela dice que ha sido a causa de la sal del mar; pero yo creo que la dríada que vivía en él era una tonta que quiso vagar y conocer mundo y se ha perdido. Y al pobre árbol se le rompió el corazón de tristeza.
—Y cuando la pobre y tonta dríada, cansada del mundo, regrese en busca de su árbol, será su corazón el que quedará destrozado —dijo Ana.
—Sí; pero si las dríadas son tontas, deben atenerse a las consecuencias, como si fueran personas —dijo Paul gravemente—. ¿Sabe lo que pienso de la luna nueva, señorita? Creo que es un botecillo dorado, lleno de sueños.
—Y cuando una nube lo golpea algunos se desprenden y caen en nuestra mente cuando dormimos.
—Exacto, señorita. ¡Oh, usted si que entiende! Y también pienso que las violetas son pequeños recortes de cielo que caen cuando los ángeles cortan los agujeritos por donde brillan las estrellas. Y que los ranúnculos son viejos rayos de sol y que los guisantes se convierten en mariposas cuando van al cielo. Ahora bien, señorita, ¿ve algo que le resulte tan raro en estos pensamientos?
—No, querido, no tienen nada de raro; es extraño y hermoso que los piense un niño y por eso los califican de raros las personas que no serían capaces de imaginarlos ni aunque lo intentaran durante cien años. Pero continúa con ellos, Paul; creo que algún día serás poeta.
Cuando Ana regresó a su casa, halló a un niño de tipo muy diferente, esperando que le acostaran. Davy estaba malhumorado; cuando Ana lo hubo desnudado, se arrojó sobre el lecho y escondió la cara entre las almohadas.
—Davy, te has olvidado de decir tus oraciones —dijo Ana con reproche.
—No, no me he olvidado —respondió el niño desafiante—, pero no voy a rezar nunca más. Renuncio a tratar de portarme bien, porque no importa lo bueno que sea, tú siempre querrás más a Paul Irving. De modo que seré malo y por lo menos me divertiré.
—Yo no quiero más a Paul Irving —dijo Ana seriamente—. Te quiero tanto como a él, sólo que de diferente manera.
—Pero quiero que me quieras de la misma manera —insistió Davy.
—No se puede querer a personas diferentes de la misma forma. Tú no nos quieres a Dora y a mí del mismo modo, ¿no es cierto?
Davy se sentó y reflexionó.
—No... o... o... —admitió finalmente—. Quiero a Dora porque es mi hermana, pero a ti porque eres tú.
—Y yo quiero a Paul porque es Paul y a Davy porque es Davy —dijo Ana alegremente.
—Bueno, entonces diré mis oraciones —dijo Davy convencido—. Pero es mucho trabajo volver a levantarse. Rezaré dos veces mañana por la mañana, Ana. ¿Crees que estará bien?
—No —Ana positivamente no lo creía así. De manera que Davy saltó del lecho y se arrodilló frente a ella. Cuando terminó sus oraciones se incorporó y la miró.
—Ana, soy más bueno que antes
—Sí, claro que sí, Davy —asintió Ana, quien nunca vacilaba en dar la razón a quien la tenía.
—Sé que soy más bueno —dijo Davy confidencialmente— y te diré por qué lo sé. Hoy Marilla me ha dado dos trozos de dulce, uno para mí y otro para Dora. Uno era mucho más grande que el otro y Marilla no me dijo cuál era el mío. Pero yo le di el más grande a Dora. Eso estuvo muy bien, ¿no es cierto?
—Muy bien, Davy, y muy caballeroso.
—Claro que como Dora no tenía mucha hambre, sólo comió la mitad y me dio el resto — admitió Davy—, pero eso yo no lo sabía cuando le di el pedazo más grande, de modo que fui bueno, Ana.
Al anochecer, Ana fue hasta la Burbuja de la Dríada y vio a Gilbert Blythe que llegaba cruzando el Bosque Embrujado. Repentinamente se dio cuenta de que Gilbert ya no era un colegial y de lo varonil y apuesto que parecía; alto, de rostro franco, con claros ojos y anchas espaldas. Ana pensó que Gilbert era muy buen mozo, aun cuando no se parecía a su ideal de hombre. Hacía ya mucho que ella y Diana habían decidido qué clase de hombre admiraban y sus gustos eran exactamente iguales. Debía ser muy alto y distinguido, de ojos melancólicos e inescrutables, y voz suave y simpática. No había nada de melancólico e inescrutable en la fisonomía de Gilbert, pero, por supuesto, eso no tenía importancia en cuestión de amistad.
Gilbert se destacó de entre los abetos y observó a Ana apreciativamente.
Si se le hubiera pedido a Gilbert que describiera su ideal de mujer, la respuesta hubiera correspondido punto por punto a Ana, incluyendo hasta las siete pecas que tanto la mortificaban. Gilbert era poco más que un muchacho, pero un muchacho tiene sus sueños como todos, y en los de Gilbert había siempre una joven de grandes y límpidos ojos grises y rostro tan fino y delicado como una flor. También había decidido que su futuro debía ser digno de sus virtudes. Hasta en la tranquila Avonlea se encontraban tentaciones. La juventud de White Sands era algo alocada y Gilbert se hacía popular en todas partes. Pero quería ser digno de la amistad de Ana y hasta, algún día, de su amor; y cuidaba sus palabras, pensamientos y actos tan celosamente como si ella fuera a juzgarlos. Ejercía sobre él la inconsciente influencia de toda joven cuyos ideales son altos y puros, influencia que perduraría mientras ella continuara siendo fiel a esos ideales y que desaparecería si faltara a ellos.
Para Gilbert, el principal encanto de Ana consistía en que nunca cayera en los defectos de tantas jóvenes de Avonlea; los pequeños celos, las rivalidades, la lucha por ser preferidas. Ana se mantenía apartada de todo eso, no intencionadamente, sino simplemente porque no entraba dentro de su impulsiva naturaleza ni de sus aspiraciones.
Pero Güilbert no intentaba traducir en palabras sus pensamientos; tenía muy buenas razones para saber que Ana cortaría despiadada e indiferentemente todo intento de brote de sentimentalismo; o se reiría de él, lo que era diez veces peor.
—Realmente pareces una verdadera dríada bajo ese abedul —dijo burlonamente.
—Adoro los abedules —dijo Ana apoyando su mejilla contra el blanco raso del delicado tronco, con uno de sus encantadores y espontáneos gestos.
—Entonces te alegrará saber que el señor Major Spencer ha decidido plantar una hilera de abedules blancos a lo largo de todo el camino de su granja, por consejo de la S. F. A. —dijo Güilbert—. Hoy me estuvo hablando de eso. Major Spencer es el hombre más progresista y lleno de espíritu popular de todo Avonlea. Y el señor William Bell va a poner un seto de abetos frente al camino y a lo largo de su sendero. Nuestra sociedad va espléndidamente, Ana. Ha pasado ya el período experimental y es un hecho aceptado. Los más ancianos están comenzando a interesarse y en White Sands ya se habla de fundar una. Hasta Elisha Wright se entusiasmó desde el día en que las turistas americanas hicieron la excursión a la playa. Alabaron muchísimo las márgenes de nuestros caminos y dijeron que son mucho más lindos que los de cualquier otra parte de la isla. Y, más adelante, cuando los demás granjeros sigan el buen ejemplo del señor Spencer y planten árboles ornamentales y setos a lo largo de sus caminos, Avonlea será el pueblo más hermoso de la provincia.
—Las de la Sociedad de Ayuda están hablando de arreglar el cementerio —dijo Ana—, y espero que lo harán, porque ellas podrán conseguir algo en una colecta, ya que es inútil que nosotros probemos después de lo del Salón. Pero a las de la Sociedad de Ayuda nunca se les hubiera ocurrido pensar en el asunto si la S. F. A. no lo hubiera indicado extraoficialmente. Los árboles que plantamos en los terrenos de la iglesia están floreciendo y los síndicos han prometido que cercarán los de la escuela el año próximo. Si lo hacen, decretaré un «día del árbol» y cada escolar plantará uno; y tendremos un jardín en el recodo que da al camino.
—Hemos conseguido rápidos triunfos en todos los planes con excepción de la vieja casa de Boulter —expresó Gilbert—, y he abandonado esa idea. Levi la ignora nada más que por molestarnos.
Todos los Boulter tienen muy desarrollado el espíritu de contradicción.
—Julia Bell quiere enviar otra comisión a verle, pero creo que lo mejor será dejarlo en paz — dijo Ana sabiamente.
—Y confiar en la Providencia, como dice la señora Lynde —sonrió Gilbert—. Ciertamente, no más comisiones. Sólo consiguen irritarle. Julia Bell cree que todo se puede conseguir con sólo contar con una comisión que lo intente. La próxima primavera, Ana, debemos iniciar una cruzada por hermosos prados y terrenos. Este invierno distribuiremos semillas. Tengo aquí un tratado sobre prados y formas de crearlos y voy a preparar un informe. Bueno, supongo que nuestras vacaciones están casi terminadas. La escuela se abre el lunes. ¿Consiguió Ruby Gillis la escuela de Carmody?
—Sí; Priscilla escribió diciendo que había fundado su propia escuela particular y los síndicos de Carmody se la dieron a Ruby. Siento que Priscilla no vaya a regresar; pero ya que no puede, me alegro que Ruby haya conseguido el colegio. Volverá a casa los sábados y será como en los viejos tiempos, en que ella, Jane, Diana y yo estábamos juntas.
Cuando Ana volvió a casa, encontró a Marilla sentada en el escalón de la galería.
—Rachel y yo hemos decidido hacer mañana nuestro viaje a la ciudad —dijo—. El señor Lynde se siente mejor esta semana y Rachel quiere ir antes de que tenga otra recaída.
—Trataré de levantarme más temprano que de costumbre mañana por la mañana; tengo mucho que hacer —dijo Ana virtuosamente—. Primero, voy a pasar las plumas de mi viejo colchón al nuevo. Debí haberlo hecho hace tiempo pero he ido dejándolo de lado. ¡Es un trabajo tan aburrido! Es una mala costumbre dejar las tareas desagradables para otro día, y no volveré a obrar así, o de lo contrario no podré decir con tranquilidad a mis alumnos que no deben hacerlo. Sería incompatible. Luego, quiero hacer una torta para el señor Harrison y terminar mi informe sobre jardines para la S. F. A., y escribir a Stella y lavar y planchar mi vestido de muselina y hacerle a Dora el delantal nuevo.
—No harás ni la mitad —dijo Marilla pesimista—. Nunca he conseguido proponerme hacer un montón de cosas sin que sucediera algo que me lo impidiera.

ANA DE AVONLEAWhere stories live. Discover now