El romance de la señorita Lavendar

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—Creo que iré hasta la «Morada del Eco» esta tarde —dijo Ana en el atardecer de un viernes de diciembre.
—Parece que va a nevar —dijo Marilla dubitativamente.
—Estaré allí antes de que empiece y me quedaré a dormir. Diana no puede ir porque tiene visitas, pero estoy segura de que la señorita Lavendar me estará esperando esta tarde. Hace quince días que no voy.
Ana había hecho muchas visitas a «La Morada del Eco» desde aquel día de octubre. Algunas veces ella y Diana iban por el camino y otras atravesaban los bosques. Cuando Diana no podía acompañarla, Ana iba sola. Entre ella y la señorita Lavendar había surgido una de esas amistades fieles y fervientes, posibles sólo entre una mujer que ha conservado la frescura de la juventud en su corazón, y una jovencita cuya imaginación e intuición suplen la falta de experiencia. Por fin Ana había descubierto una verdadera «alma gemela», mientras que para la solitaria vida de la pequeña dama, Ana y Diana significaban toda la alegría y regocijo del mundo exterior, en el que la señorita Lavendar, «olvidada del mundo, por el mundo olvidada», hacía ya mucho que no participaba; habían llevado a la pequeña casa de piedra una atmósfera de juventud y realidad. Charlotta IV siempre las recibía con su más amplia sonrisa... y las sonrisas de Charlotta eran inmensamente amplias. Las quería tanto por el bien que hacían a su adorada señora, como por ella misma. Nunca hubo en la casita de piedra risas y alegrías como las de aquel hermoso y largo otoño, cuando en pleno noviembre parecía continuar octubre y hasta aun diciembre remedaba los rayos de sol y las brumas del verano.
Pero aquel día, parecía como si diciembre hubiera recordado que ya era tiempo de que llegara el invierno, y repentinamente se presentó oscuro y amenazador, con una quietud que predecía nieve. A pesar de todo, Ana disfrutó de su paseo a través de la gran masa gris de terrenos cubiertos de hayas. Aunque iba sola, no sentía la soledad; su imaginación poblaba su camino de alegres compañeros, con quienes mantenía una divertida conversación que resultaba más ingeniosa y fascinante que las de la vida real.
En una «fingida» reunión de espíritus elegidos, cada uno dice justamente lo que uno quiere que diga; y así da oportunidad a contestarle lo que uno quiere decir. Asistida por esta invisible compañía, Ana atravesó los bosques y llegó al Camino de los Abedules justo cuando empezaban a caer los primeros copos. En el primer recodo, encontró a la señorita Lavendar, de pie bajo un inmenso abeto de espeso ramaje. Llevaba un traje de color rojo vivo y envolvía su cabeza y los hombros con un mantón de seda gris plata.
—Parece la reina de las hadas del bosque de los abetos —dijo Ana alegremente.
—Pensé que vendría esta tarde, Ana —dijo la señorita Lavendar corriendo hacia ella—. Y estoy doblemente contenta, porque Charlotta IV no está. Su madre está enferma y fue a pasar la noche a su casa. Me hubiera sentido muy sola si no hubiera venido. Ni los sueños ni los ecos habrían resultado suficiente compañía. ¡Oh, Ana, qué hermosa es usted! —agregó repentinamente mirando a la alta y delgada muchachita sonrosada por el paseo—. ¡Qué hermosa y qué joven! Es delicioso tener diecisiete años, ¿no es cierto? La envidio —concluyó la señorita Lavendar candidamente.
—Pero usted tiene diecisiete años en el corazón —sonrió Ana.
—No, soy una vieja de edad mediana, que es mucho peor —suspiró—; algunas veces pretendo que no es así, pero otras me doy cuenta. Y no puedo reconciliarme con la idea como parece hacerlo la mayoría de las mujeres. Siento la misma rebelión que el día que descubrí mi primera cana. Ana, no me mire como si estuviera tratando de comprender. Diecisiete años no pueden entenderlo. Voy a imaginar que yo también los tengo, y podré hacerlo, ahora que está aquí y trae la juventud en las manos, como un don. Vamos a pasar una tarde divertida. Primero el té. ¿Qué quiere comer? Tendremos cuanto guste. Pensemos en algo rico e indigesto.
Esa noche, ruidos de júbilo y alboroto poblaron la casita de piedra, si bien es cierto que al cocinar, reír, hacer dulces e «imaginar», la señorita Lavendar y Ana no se comportaron de acuerdo a su dignidad de solterona de cuarenta y cinco años la una, y de sosegada maestra de escuela la otra.
Luego se sentaron a descansar sobre la alfombra del comedor iluminado sólo por las suaves llamas y perfumado por las rosas. El viento se había desatado y suspiraba y se quejaba por los aleros y la nieve golpeaba suavemente contra las ventanas, como si un centenar de duendes de las tormentas trataran de entrar.
—¡Estoy tan contenta de que haya venido, Ana! —dijo la señorita Lavendar acariciándola dulcemente—. Si no estuviera aquí, me sentiría triste, muy triste, terriblemente triste. Los sueños y las suposiciones están muy bien de día, a la luz del sol; pero cuando llega la noche y la tormenta, ya no satisfacen. Entonces se desean cosas reales. Pero usted no puede comprenderlo. Diecisiete años no lo entienden. A esa edad, los sueños sí satisfacen, porque uno piensa que las realidades la esperan más adelante. Cuando tenía sus años, Ana, no pensaba que a los cuarenta y cinco estaría convertida en una solterona de cabellos blancos con la vida llena nada más que de sueños.
—Pero usted no es una solterona —dijo Ana sonriendo—. Las solteronas nacen, no se hacen.
—Algunas nacen solteronas, otras ganan la soltería y otras la reciben a la fuerza.
—Entonces usted es una de las que la ganaron —rió Ana—, y lo ha hecho tan encantadoramente que si todas las solteronas fueran como usted creo que se implantaría la moda.
—Siempre me gusta hacer las cosas lo mejor posible —dijo Lavendar—. Y ya que debí ser una solterona, decidí ser una agradable. La gente dice que soy rara; pero es porque yo sigo mi propio método de solterona, en vez de copiar los ya establecidos. Ana, ¿alguna vez le han contado algo sobre Stephen Irving y yo?
—Sí —dijo Ana candidamente—. He oído que estuvieron comprometidos.
—Lo estuvimos... hace veinticinco años... una eternidad. Y teníamos que casarnos en la primavera. Tenía mi vestido de novia hecho aunque nadie, excepto mamá y Stephen, lo sabía. Podría decirse que estuvimos comprometidos casi toda la vida. Cuando Stephen era un niño, su madre lo trajo aquí una vez que vino a ver a la mía. Y la segunda vez que vino tenía nueve años y yo seis. Me dijo en el jardín que ya tenía decidido casarse conmigo cuando creciera. Recuerdo que le dije «gracias». Y cuando se fue le dije a mamá que me había quitado un gran peso de encima, pues ya no temía llegar a ser solterona. ¡Cómo rió la pobre mamá! —¿Y qué sucedió?
—Tuvimos una estúpida disputa, tonta y vulgar. Tan vulgar que ni siquiera recuerdo cómo empezó; apenas si recuerdo quién tuvo más culpa. Stephen empezó, pero supongo que yo debí haberlo provocado con alguna de mis tonterías. Él tenía uno o dos rivales. Yo era vanidosa y coqueta y me gustaba atormentarlo un poquito. Stephen era un hombre muy sensible. Bueno, nos separamos enfadados. Pero yo pensaba que todo iba a terminar bien y hubiera resultado de no regresar tan pronto Stephen. Ana, querida, lamento confesar —la señorita Lavendar se detuvo como si fuera a declarar su predilección por asesinar gente— ... que soy una persona terriblemente malhumorada. ¡Oh!, no, no sonría..., es la verdad. Soy malhumorada, y Stephen volvió antes de que yo terminara de calmarme. No quise escucharle ni perdonarle; y él se fue para siempre. Era demasiado orgulloso para insistir. Y entonces me enfurecí porque no regresaba. Quizá pude haberlo mandado buscar, pero no pude humillarme hasta ese extremo. Era tan orgullosa como él. Orgullo y mal genio combinan mal, Ana. Pero nunca pude querer a otro, ni quise intentarlo. Prefería ser solterona durante mil años que casarme con alguien que no fuera Stephen Irving. Bueno, todo esto parece un sueño. Con cuánta simpatía me mira, Ana... con toda la benevolencia que puede despertar en sus diecisiete años. Pero no se exceda. Realmente soy muy feliz a pesar de tener destrozado el corazón. Mi corazón se rompió, si un corazón puede romperse, cuando comprendí que Stephen Irving no volvería. Pero Ana, un corazón destrozado en la vida real, no es la mitad de terrible de lo que resulta en los libros. Se parece mucho a tener un diente cariado, aunque no le parezca una comparación muy romántica. Tiene períodos de dolor y no deja dormir de vez en cuando, pero permite disfrutar de la vida, de los sueños, de los ecos y del guirlache de cacahuetes como si no ocurriera nada. Y ahora me mira desilusionada. Ya no me encuentra ni la mitad de interesante que hace cinco minutos, cuando creía que vivía presa de un trágico recuerdo que ocultaba valientemente con sonrisas. Esto es lo peor, o lo mejor, de la vida real, Ana. No te deja ser desgraciada. Sigue tratando de conformarla, y lo consigue, aun cuando se esté decidida a ser infeliz y romántica. ¿No es magnífico este dulce? Ya he comido más de lo que conviene a mi salud, pero no importa; seguiré comiendo. Después de un breve silencio la señorita Lavendar dijo repentinamente:
—Me sorprendió oír hablar del hijo de Stephen el primer día que estuvo aquí, Ana. Desde entonces, no me había atrevido a nombrárselo, pero deseaba saberlo todo sobre él. ¿Qué clase de niño es?
—Es la criatura más dulce y encantadora que he conocido, señorita Lavendar. Y también imagina cosas como usted y yo.
—Me gustaría conocerlo —dijo la señorita Lavendar suavemente, como hablando consigo misma—. Me pregunto si se parecerá algo al pequeño niño de mis sueños. Mi pequeño niño.
—Si quiere conocer a Paul, puedo traerlo conmigo alguna vez —dijo Ana.
—Me gustaría, pero no demasiado pronto. Quiero acostumbrarme a la idea. Habrá en ello más dolor que alegría, si se parece demasiado a Stephen o si no se le parece lo suficiente. Dentro de un mes, puede traérmelo.
De acuerdo con esto, un mes más tarde, Ana y Paul atravesaron los bosques rumbo a la casita de piedra y hallaron a la señorita Lavendar en el sendero. Ella no les esperaba y palideció al verles.
—Así que éste es el hijo de Stephen —dijo en voz muy baja, tomando la mano de Paul y observándolo en toda su hermosura y su niñez, con su elegante abrigo y la gorra de piel—. Es... es muy parecido a su padre.
—Todos dicen que soy una astilla del viejo tronco —dijo Paul con su desenvoltura de costumbre. 
Ana, que había estado observando la escena, respiró aliviada. Vio que la señorita Lavendar y Paul se habían «aceptado» mutuamente y que no se trataban con modales afectados. La señorita Lavendar era una persona muy sensata a pesar de su romance y de sus sueños, y después de esa pequeña traición, escondió sus sentimientos y entretuvo a Paul como si éste fuera el hijo de cualquier persona que hubiera ido a visitarla. Pasaron una tarde muy divertida y comieron manjares que habrían hecho que la anciana señora Irving levantara las manos horrorizada, por creer arruinada para siempre la digestión de Paul.
—Vuelve a visitarme, querido —dijo la señorita Lavendar estrechándole la mano al despedirse.
—Puede besarme, si lo desea —dijo Paul seriamente. La señorita Lavendar lo hizo.
—¿Cómo sabías que quería hacerlo? —murmuró.
—Porque usted me miraba igual que mamá cuando tenía ganas de besarme. En general no me gusta. A los muchachos no se les besa ¿sabe? Pero me gusta que usted me bese. Y por supuesto que vendré a verla otra vez. Me gustaría tenerla por amiga particular, si usted no se opone.
—No, no me opondré —dijo la señorita Lavendar. Se volvió y echó a andar rápidamente: pero al momento siguiente los despedía desde la ventana con una alegre sonrisa.
—Me gusta la señorita Lavendar —anunció Paul mientras cruzaban los bosques de hayas—. Me gusta el modo como me miraba y su casita de piedra y Charlotta IV. Desearía que abuelita tuviera una Charlotta IV en vez de a Mary Joe. Estoy seguro de que Charlotta IV no pensaría que estoy mal de la cabeza cuando le contara lo que pienso sobre las cosas. ¿No ha sido un espléndido té, señorita? Abuelita dice que un niño no debe estar pensando qué va a comer, pero no puedo evitarlo cuando tengo mucha hambre. Creo que la señorita Lavendar no le haría comer potaje a un niño por las mañanas si él no quisiera. Le dejaría hacer lo que deseara. Pero, por supuesto —Paul era un niño justo—, eso no podría ser muy bueno para él. Aunque está bien, para variar, señorita.

ANA DE AVONLEAWhere stories live. Discover now