Davy busca sensaciones

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Mientras regresaba a casa caminando desde la escuela, a través del Camino de los Abedules, Ana se sentía convencida de que la vida era muy hermosa. Aquel día había sido bueno; todo había transcurrido bien en su pequeño reino. St. Clair Donnell no se había peleado con ninguno de los otros muchachos a causa de su nombre; la cara de Prillie Rogerson se hallaba tan hinchada por culpa del dolor de muelas, que no trató de coquetear ni una vez con sus vecinos. Barbara Shaw sólo tuvo un accidente: derramó el agua sobre el piso; y Anthony Pye no asistió a clase.
—¡Qué hermoso ha sido este mes de noviembre! —dijo Ana, que no se había librado del todo de su infantil costumbre de hablar sola—. Noviembre es generalmente un mes tan desagradable; es como si el año se diera cuenta de improviso de que se está volviendo viejo y se pusiera a llorar. Este año envejeció grácilmente, igual que una augusta anciana que sabe que puede ser encantadora a pesar de sus cabellos grises y de sus arrugas. Hemos tenido hermosos días y deliciosos crepúsculos. Estos últimos quince días han sido muy pacíficos y hasta Davy se ha portado casi bien. Creo que está progresando mucho. Qué tranquilos están hoy los bosques... sin un murmullo excepto el susurrar del viento entre las copas. Parece como resaca en una playa lejana. ¡Qué bellos son los bosques! ¡Hermosos árboles, os amo a cada uno de vosotros como si fuerais un amigo!
Ana se detuvo para abrazar un abedul y besar su corteza. Diana, que la vio al dar la vuelta al sendero, rió.
—Ana Shirley, tú pretendes hacernos creer que has crecido. Creo que cuando estás sola eres tan infantil como antes.
—Bueno, uno no puede librarse de improviso de la costumbre de ser niña —dijo Ana alegre—. He sido niña durante catorce años y llevo apenas tres de persona mayor. Creo que siempre me sentiré niña en los bosques. Estos paseos a casa desde el colegio son casi el único momento para soñar, exceptuando esa media hora más o menos antes de dormir. Estoy tan atareada enseñando, estudiando y ayudando a Marilla con los mellizos, que no tengo otro momento para la imaginación. Tú no sabes qué espléndidas aventuras tengo durante un rato después de acostarme, cada noche. Siempre imagino que soy alguien muy brillante, espléndido y triunfador... una gran prima donna o una enfermera de la Cruz Roja, o una reina. Anoche fui una reina. Se puede tener toda la diversión sin los respectivos inconvenientes y se puede dejar de ser una reina cuando se desea, cosa que no ocurre en la vida real. Pero aquí, en los bosques, prefiero imaginar cosas bastante distintas. Soy una dríada que vive en un viejo pino o un pequeño duende del bosque que se oculta bajo una hoja arrugada. Ese abedul que me viste besar es una hermana mía. La única diferencia es que ella es un árbol y yo un ser humano, pero la desigualdad no es muy grande. ¿A dónde ibas, Diana?
—A casa de los Dickson. Prometí a Alberta que la ayudaría a cortar su nuevo vestido.
¿Puedes ir allí más tarde y acompañarme de regreso a casa, Ana?
—Puedo... ya que Fred Wright no está en el pueblo —dijo Ana, con expresión inocente.
Diana enrojeció, movió la cabeza y se marchó. Sin embargo, no parecía ofendida.
Ana tenía la intención de ir a casa de los Dickson aquella noche, pero no fue. Cuando llegó a «Tejas Verdes» se encontró con un estado de cosas que desvaneció de su mente cualquier otro pensamiento. Marilla, con los ojos fuera de las órbitas, la esperaba en el patio.
—¡Ana, Dora se ha perdido!
—¡Dora! ¡Perdida! —Ana miró a Davy que movía el portón y descubrió diversión en sus ojos—. Davy, ¿sabes tú dónde está?
—No, no lo sé —respondió el niño tercamente—. No la he visto desde la hora del almuerzo, te lo juro.
—He estado fuera desde la una —dijo Marilla—. Thomas Lynde se puso enfermo de improviso y Rachel me mandó buscar. Cuando me fui, Dora estaba jugando con su muñeca en la cocina y Davy andaba en el establo, entre el barro. Hace apenas media hora que he regresado y no se ve a Dora por ninguna parte. Davy dice que no la ha visto desde que me fui.
—Así es —aseguró éste firmemente.
—Debe andar por alguna parte —dijo Ana—. Nunca se iría sola muy lejos; ya sabe lo tímida que es. Quizás esté durmiendo en una de las habitaciones.
Marilla negó con la cabeza.
—He recorrido toda la casa. Pero puede que esté en alguno de los edificios.
Llevaron a cabo un cuidadoso registro. Cada rincón de la casa, del campo y de los edificios auxiliares fue revisado por aquellas dos aturdidas criaturas. Ana recorrió los huertos y el Bosque Embrujado, gritando el nombre de Dora. Marilla cogió una vela y exploró el sótano. Davy las acompañó por turno, sugiriendo multitud de lugares donde pudiera estar. Finalmente, se volvieron a encontrar en el patio.
—Es de lo más misterioso —gimió Marilla.
—¿Dónde puede estar? —dijo Ana desesperada.
—Quizá se cayó al pozo —sugirió Davy alegremente.
Ana y Marilla se miraron asustadas. Ese pensamiento les había perseguido durante toda la búsqueda, pero no se atrevieron a decirlo.
—Puede que sí —murmuró Marilla.
Ana, sintiéndose a punto de desmayar, fue al brocal y miró. El balde estaba dentro, en su repisa. Abajo, lejos, brillaba el agua quieta. El pozo de los Cuthbert era el más profundo de Avonlea. Si Dora... pero Ana no podía enfrentarse a la idea. Se estremeció y volvió.
—Ve a buscar al señor Harrison —dijo Marilla  retorciéndose las manos.
—El señor Harrison y John Henry no están. Han ido a la ciudad. Iré a buscar al señor Barry.
El señor Barry llegó con una larga cuerda que tenía en su extremo algo así como una garra metálica, que fuera en sus tiempos una horquilla para hierba. Marilla y Ana miraban, muertas de miedo, mientras el señor Barry rastreaba el pozo y Davy, a horcajadas sobre la puerta, observaba el grupo con una cara que indicaba una gran diversión.
Finalmente, el señor Barry sacudió la cabeza con aire aliviado.
—No puede estar aquí. Sin embargo, es muy curioso dónde puede haberse ido. Venga aquí, joven, ¿está seguro de no tener idea de dónde está su hermana?
—Le he dicho una docena de veces que no —dijo Davy con aire ofendido—. Quizá un mendigo vino y la robó.
—Tonterías —dijo Marilla secamente, aliviada del terrible temor del pozo—. Ana, ¿crees que se pudo quedar en lo del señor Harrison? No ha hecho más que hablar de la cotorra desde que la llevaste a verla.
—No puedo creer que Dora se aventure a ir tan lejos ella sola, pero iré a ver.
Nadie miraba en ese momento a Davy, pues de lo contrario hubieran percibido un cambio decisivo en su cara. Bajó muy calladamente de la puerta y corrió, con toda la rapidez que le permitían sus gordas piernas, al establo.
Ana cruzó apresuradamente el campo en dirección a la casa de Harrison, sin muchas esperanzas. La casa estaba cerrada con llave, las persianas echadas y no había signo de vida en el lugar. Se detuvo en la galería y llamó a Dora.
Ginger, en la cocina, chilló y juró con fiereza repentina, pero entre sus chillidos, Ana oyó un quejumbroso grito desde el pequeño cobertizo del patio que servía de depósito de herramientas al señor Harrison. Ana corrió hasta la puerta, la abrió y halló a una desgraciada mortal con cara llorosa sentada desamparadamente encima de un puñado de clavos.
—¡Oh, Dora, Dora, qué susto nos has dado! ¿Cómo has venido a parar aquí?
—Davy y yo vinimos a ver a Ginger —sollozó Dora—, pero no le pudimos ver; Davy sólo la hizo jurar golpeando la puerta. Entonces me trajo aquí, salió corriendo y cerró la puerta y yo no pude salir. Lloré y lloré; tenía mucho miedo, y ahora tengo hambre y frío; creí que nunca vendrías, Ana.
—¿Davy? —Pero Ana no pudo decir nada más. Llevó a Dora a casa con el corazón dolorido. Su alegría al encontrar a la niña sana y salva fue ahogada por el dolor ante el comportamiento de Davy. La hazaña de encerrar a Dora podía ser perdonada con facilidad. Pero Davy había mentido... a sangre fría. Ésa era la triste realidad y Ana no podía cerrar los ojos ante ella. Se hubiera puesto a llorar de desilusión. Había llegado a querer mucho al niño... nunca hasta ahora había sabido cuánto... y la hería terriblemente descubrir que era culpable de una mentira deliberada.
Marilla escuchó el relato en un silencio que no presagiaba nada bueno para Davy. El señor Barry se rió y dijo que el pequeño debía ser tratado sin contemplaciones. Cuando aquél se hubo marchado, Ana consoló y arropó a la llorosa y temblequeante Dora, le dio la cena y la acostó. Entonces regresó a la cocina, justo cuando Marilla entraba ceñuda, trayendo a tirones al renuente y sucio Davy, a quien encontrara escondido en el más oscuro rincón del establo. Le puso sobre el felpudo en medio del suelo y fue a sentarse junto a la ventana del este. Ana estaba sentada junto a la ventana del oeste. Y entre ambas, de pie, el reo. Su espalda daba a Marilla y era una espalda asustada, mansa, sumisa. Pero su cara estaba vuelta hacia Ana y, aunque avergonzada, en ella brillaba una lucecita de camaradería, como si supiera que se había portado mal y que sería castigado por ello, pero contaba con Ana para reírse de todo más tarde.
Pero en los ojos grises de Ana no halló ni siquiera la sombra de una sonrisa, como había ocurrido en otras ocasiones. Ahora había algo más... algo feo y repulsivo.
—¿Cómo te puedes portar así, Davy? —preguntó tristemente.
Davy se agitó incómodo.
—Lo hice nada más que por divertirme. Todo ha estado tan terriblemente tranquilo por aquí, que creí que sería divertido dar un buen susto; y lo fue.
A pesar del temor y del remordimiento, Davy se rió ante el recuerdo.
—Pero dijiste una mentira, Davy —continuó Ana, más triste que nunca.
Davy pareció perplejo.
—¿Qué es una mentira? ¿Quiere decir un camelo?
—Quiere decir algo que no es verdad.
—Desde luego que lo hice —dijo Davy francamente—. De lo contrario ustedes no se hubieran asustado. Tenía que decirla.
Ana sentía su reacción ante el temor y la ansiedad. La impertinente actitud de Davy fue la gota que hizo desbordar el vaso. Dos grandes lágrimas aparecieron en sus ojos.
—¡Oh, Davy!, ¿cómo pudiste hacerlo? —dijo una voz temblorosa—. ¿No sabes el mal que has hecho?
Davy estaba estupefacto. ¡Ana lloraba! ¡Había hecho llorar a Ana! Una ola de verdadero remordimiento azotó su corazoncito. Corrió hacia Ana, saltó a su falda, le echó los brazos al cuello y rompió a llorar.
—No sabía que era malo decir camelos —sollozó—. ¿Cómo podías esperar que lo supiera? Todos los hijos del señor Sprott decían camelos cada día y eran capaces de jurarlo. Supongo que Paul Irving nunca los dice y he tratado con todas mis ganas de ser tan bueno como él, pero ahora supongo que nunca me volverás a querer. Pero creo que pudiste decirme que estaba mal. Lamento terriblemente haberte hecho llorar, Ana, y nunca volveré a decir un camelo.
Davy hundió su cara en el hombro de Ana y lloró a gritos. Ésta, en un repentino relámpago de comprensión, le apretó contra sí y miró a Marilla sobre su rizada cabecita.
—Él no sabía que estaba mal contar mentiras, Marilla. Creo que debemos perdonarle por esta vez, si nos promete que nunca volverá a decir cosas que no sean verdad. Y no digas «camelos», Davy, di «mentiras» —dijo la maestra.
—¿Por qué? —preguntó Davy, descendiendo y mirándola con una cara inquisidora y llorosa—. ¿Por qué camelo no es tan bueno como mentira? Quiero saber. Es una palabra tan larga como la otra.
—Porque «camelo» no quiere decir exactamente mentira.
—Hay un enorme montón de cosas que está mal hacer —dijo Davy con un suspiro—. Nunca creí que fueran tantas. Siento mucho que esté mal contar cam... mentiras, porque es muy útil; pero ya que es así, nunca volveré a decir más. ¿Qué me van a hacer por decirlas esta vez? Quiero
saber. Ana miró interrogativamente a Marilla.
—No quiero ser demasiado dura con el niño —dijo Marilla—. Me atrevo a decir que nadie le dijo nunca que está mal decir mentiras y esos niños de Sprott no fueron compañeros adecuados para él. La pobre Mary se hallaba demasiado enferma para enseñarles correctamente y no se puede esperar que un niño de seis años sepa esas cosas por instinto. Supongo que debemos pensar que no sabe nada correctamente y comenzar desde el principio. Pero debe ser castigado por encerrar a Dora y no puedo pensar en otra cosa fuera de enviarle a la cama sin cenar y eso ya lo hemos hecho muchas veces. ¿Puedes sugerir alguna otra cosa, Ana? Creo que deberías, ya que tanta imaginación tienes.
—Pero los castigos son horribles y a mí sólo me gusta imaginar cosas placenteras —dijo Ana, abrazando a Davy—. En el mundo existen tantas cosas horribles que de nada sirve imaginar más.
Por fin, Davy fue enviado a acostarse, como de costumbre, y quedarse allí hasta el mediodía siguiente. Evidentemente estuvo pensando, pues cuando Ana subió algo más tarde a su cuarto, le oyó llamarla suavemente por su nombre. Al entrar le halló sentado en su cama, con los codos sobre las rodillas y la barbilla entre las manos.
—Ana —dijo solemnemente—, ¿está mal para todos, eso de decir cam... mentiras? Quiero saber.
—Sí, cierto.
—¿Está mal en una persona mayor?
—Sí.
—Entonces —dijo Davy decididamente—, Marilla es mala, porque las dice. Y es peor que yo, porque yo no sabía que estaba mal y ella sí.
—Davy Keith, Marilla jamás dijo una mentira en su vida —dijo Ana indignada.
—Claro que sí. El martes me dijo que me ocurriría algo horrible si no rezaba cada noche; no he rezado desde hace casi una semana, nada más que para ver qué me ocurría y no me ha pasado nada —concluyó el niño en tono afligido.
Ana sofocó un loco deseo de reír, ante la convicción de que no era el momento adecuado, y se lanzó al salvamento de la reputación de Manila.
—Pero, Davy Keith —dijo solemnemente—. Algo horrible te ha ocurrido hoy.
Davy parecía escéptico.
—Supongo que te refieres a ser mandado a la cama sin cenar —dijo desdeñosamente—, pero eso no es horrible. Desde luego que no me gusta, pero me han mandado ya tantas veces a la cama, que me estoy acostumbrando a ello. Y no ahorráis nada con mandarme sin cenar tampoco, porque como el doble durante el desayuno.
—No me refiero a que te enviaran a la cama sino al hecho de que dijeras una mentira. Y, Davy —Ana se inclinó sobre los pies de la cama y señaló impresionantemente al culpable con un dedo—, decir algo que no sea verdad es casi lo peor que puede ocurrirle a un muchacho... casi lo peor. De modo que verás que Marilla te dijo la verdad.
—Pero creí que algo malo sería emocionante —protestó Davy en tono herido.
—Marilla no tiene la culpa de lo que hayas pensado. Las cosas malas no son siempre emocionantes. A menudo no son más que malas y estúpidas.
—Fue muy divertido veros a Marilla y a ti mirando al pozo —dijo Davy abrazándose las piernas.
Ana guardó la compostura hasta que bajó y entonces cayó en el sofá de la sala y rió hasta que le dolieron los costados.
—Me gustaría saber el chiste —dijo Marilla algo amoscada—. Hoy no he visto mucho de qué reírse.
—Ya reirá cuando oiga esto —aseguró Ana. Y Marilla rió, lo que demostró cuánto había avanzado su educación desde que adoptara a Ana. Pero suspiró inmediatamente después.
—Supongo que no debí haberle dicho eso, aunque escuché a un ministro decírselo una vez a un niño. Pero me irritó mucho. Fue esa noche en que tú estabas en el festival de Carmody y yo le acosté. Dijo que no veía la razón de rezar hasta ser lo suficientemente mayor como para ser de alguna importancia para Dios. Ana, no sé qué vamos a hacer con ese niño. No parece tener límite. Me siento completamente descorazonada.
—Oh, no diga eso, Marilla. Recuerde cuan mala era yo cuando vine aquí.
—Ana, tú nunca fuiste mala... nunca; ahora lo veo, ahora que he aprendido cómo es la verdadera maldad. Siempre te estabas metiendo en camisa de once varas, lo admito, pero tus razones eran siempre buenas. Davy es malo por el mero placer de serlo.
—Oh, no; no creo que sea realmente malo —dijo Ana—. Sólo es travieso. Y esto es muy tranquilo para él solo. No tiene otros niños con quienes jugar y su mente necesita algo en qué ocuparse. Dora es tan peripuesta que no sirve para compañera de juegos de un muchacho. Creo de verdad que sería mejor dejarle ir a la escuela, Marilla.
—No —dijo Marilla resueltamente—. Mi padre decía siempre que ningún niño debe ser encerrado entre las paredes de un colegio hasta que tenga siete años y el señor Alian afirma lo mismo. Los mellizos podrán recibir algunas lecciones en casa, pero no irán al colegio hasta cumplir los siete.
—Bueno, entonces debemos tratar de reformar a Davy en casa —dijo Ana alegremente—. Con todos sus defectos, es realmente un chiquillo que sabe hacerse querer. No puedo evitar quererle. Marilla, puede que esté mal decirlo, pero, honestamente, me gusta más Davy que Dora con todo lo buena que es ella.
—Pues a mí me pasa lo mismo y no sé por qué —confesó Marilla—. Y no es correcto, pues Dora no da trabajo alguno. No podría haber niña mejor y uno no se da cuenta de su existencia.
—Dora es demasiado buena —dijo Ana—. Se portaría tan bien aunque no hubiera nadie que le dijera que debe hacerlo. Nació educada, de modo que no nos necesita. Y creo —concluyó Ana, poniendo el dedo en la llaga—, que siempre amamos más a quien nos necesita. Davy nos necesita terriblemente.
—Necesita algo —asintió Marilla—. Y Rachel Lynde diría que es una buena azotaina.

ANA DE AVONLEAWhere stories live. Discover now