Cosas que ocurren a menudo

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Ana se levantó de un salto a la mañana siguiente y saludó al fresco día que iluminaban los rayos del sol a través del cielo perlado. «Tejas Verdes» estaba en un charco de sol, cruzado por las danzarinas sombras del sauce y de los álamos. Al otro lado del sendero, se extendía el trigal del señor Harrison, una sabana de pálido oro agitada por el viento. El mundo era tan hermoso que Ana pasó diez minutos junto a la puerta del jardín contemplándolo.
Después del desayuno, Marilla se preparó para el viaje. Dora debía acompañarla, pues se lo había prometido hacía tiempo.
—Davy, trata de ser bueno y de no molestar a Ana —le dijo—. Si te portas bien te traeré un caramelo.
¡Ay! Marilla había caído en la mala costumbre de sobornar a la gente para que se comportara bien.
—No seré malo a propósito —dijo el niño—. Pero supon que soy malo accidentalmente.
—Debes tener cuidado con los accidentes —le advirtió Marilla—. Ana, si viene el señor Shearer, compra un buen trozo de asado y un buen fílete. Si no trae, tendrás que matar un pollo para el almuerzo de mañana.
Ana asintió.
—Hoy no me voy a preocupar por cocinar para Davy y para mí —dijo—. Almorzaremos jamón frío y tendré un filete listo para cuando regrese esta noche.
—Voy a ayudar al señor Harrison a juntar algas comestibles esta mañana —anunció Davy— . Me lo pidió y sospecho que me invitará a almorzar. El señor Harrison es un hombre muy gentil. Es muy sociable. Espero ser como él cuando crezca. Me refiero a portarme como él, pero no quiero tener su apariencia. Me parece que no hay peligro, porque la señora Lynde dice que soy un buen niño. ¿Te parece que eso durará, Ana? Quiero saber.
—Me atrevo a decir que sí —respondió Ana—. Tú eres un niño bueno, Davy —Marilla mostraba su desaprobación—, pero debes hacer honor a ello y ser tan bueno y caballeroso como aparentas.
—Y el otro día le dijiste a Minnie May Barry, cuando la encontraste llorando porque alguien dijo que era fea, que si era buena, gentil y amable, a nadie le iba a importar su apariencia —dijo Davy descontento—. Me parece que en este mundo no se puede dejar de ser bueno por una u otra razón. Hay que portarse bien.
—¿Tú no quieres ser bueno? —preguntó Marilla que, aunque aprendiera mucho, aún no sabía lo fútil de hacer tales preguntas.
—Sí, quiero ser bueno, pero no demasiado bueno —respondió Davy cauteloso—. Para ser director de la Escuela Dominical no es necesario ser demasiado bueno. El señor Bell es un hombre realmente malo.
—De ninguna manera —dijo Marilla indignada.
—Lo es, él mismo lo dice —afirmó Davy—. Lo dijo cuando rezó el domingo en la Escuela Dominical. Dijo que era un vil gusano, un miserable pecador y culpable de la iniquidad más grande. ¿Por qué es tan malo, Marilla? ¿Mató a alguien? ¿O robó la colecta? Quiero saber.
Por fortuna, en aquel momento llegó la señora Lynde en su coche y Marilla partió con la sensación de haber escapado al ansia de un cazador y deseó devotamente que el señor Bell no fuera tan figurativo en sus oraciones públicas, especialmente ante el auditorio de muchachitos que siempre «quieren saber».
Ana trabajó a conciencia. Barrió el piso, hizo las camas, alimentó las aves, lavó el vestido de muselina y lo puso a secar. Entonces se preparó para las plumas. Fue a la buhardilla y se puso el primer vestido viejo que halló a mano, un vestido de cachemira que llevara cuando tenía catorce años. Era decididamente corto y tan ridículo como aquel que vistiera en la memorable ocasión de su presentación en «Tejas Verdes»; pero, por lo menos, las plumas no iban a echarlo a perder. Ana terminó de vestirse atándose a la cabeza un pañuelo de lunares blanco y rojo que perteneciera a Matthew y con ese atavío se trasladó a la antecocina, donde Marilla, antes de partir, la ayudara a llevar el colchón de plumas.
Colgado junto a la ventana había un espejo roto y allí se miró Ana en un mal momento. En su nariz estaban las siete pecas, más rampantes que nunca, o por lo menos así lo parecían a la luz de la ventana.
—Oh, anoche olvidé frotarme con esa loción —pensó—. Será mejor que corra a la despensa y lo haga ahora.
Ana ya había tenido algunos disgustos por tratar de hacer desaparecer las pecas. En una ocasión, cambió toda la piel de su nariz, pero las pecas permanecieron. Pocos días antes, había encontrado una receta de loción contra las pecas en una revista y, como los ingredientes se hallaban al alcance de su mano, la preparó en seguida, ante el disgusto de Marilla, quien pensaba que si la Providencia le obsequiaba a una con pecas, era deber ineludible dejarlas.
Ana bajó a la despensa que, siempre oscura por el gran sauce que crecía junto a la ventana, estaba ahora casi sin luz, debido a la cortina contra las moscas. Ana cogió la botella que contenía la loción y se untó la nariz utilizando una esponja. Una vez realizado ese importante deber, retornó a su labor. Alguien que haya cambiado plumas de un colchón a otro sabrá que cuando Ana terminó era digna de verse. Su vestido estaba blanco por los plumones, y el cabello que escapaba bajo el pañuelo se hallaba adornado por un verdadero halo de plumas. En aquel preciso momento sonó un golpe en la puerta de la cocina.
—Debe ser el señor Shearer —pensó Ana—. Estoy horrible, pero debo bajar, pues siempre tiene prisa.
Ana voló a la puerta de la cocina. Si alguna vez se abrió el suelo para tragar a una emplumada damisela, debió haber sido en aquel momento en «Tejas Verdes». En la puerta se hallaba Priscilla
Grant, dorada y rubia con un vestido de seda; una baja  y rolliza dama con un traje de tweed y cabellos grises, y otra dama, alta, majestuosa, vestida maravillosamente, con una cara hermosa y grandes ojos violeta, que produjo a Ana la «instintiva sensación» (como hubiera dicho en sus años primeros) de ser la señora Charlotte E. Morgan.
En lo embarazoso del instante, sobresalió un pensamiento entre la confusión de la mente de Ana y a él se aferró. Todas las heroínas de la señora Morgan se destacaban por «hacer frente a la situación». No importa cuáles fueran sus preocupaciones, se enfrentaban a la situación y mostraban su superioridad sobre todos los males del tiempo, espacio y cantidad. Por lo tanto, Ana sintió que era su deber hacer frente a la situación y lo hizo, tan perfectamente que Priscilla dijo más tarde que nunca admiró más a Ana Shirley que en aquel momento. No importa cuáles fueran sus pensamientos; no los demostró. Saludó a Priscilla y fue presentada a sus compañeras con tanta calma y compostura como si se hallara vestida con sus mejores galas. En realidad, se sorprendió al saber que aquella dama que le produjera la instintiva sensación de ser la señora Morgan, no era tal, sino una desconocida señora Pendexter, mientras que la robusta y pequeña mujer de cabellos grises era la señora Morgan. Pero aquella sorpresa perdió fuerza ante la situación. Ana condujo a sus huéspedes a la sala donde las dejó para ayudar a Priscilla a desuncir su caballo.
—Es terrible haber llegado así, tan inesperadamente —se disculpó Priscilla—, pero hasta anoche no supe que veníamos. Tía Charlotte se va el lunes y había prometido pasar el día de hoy con una amiga del pueblo. Pero anoche, su amiga la llamó por teléfono para decirle que no fuera porque se hallaba en cuarentena por la escarlatina. De modo que yo sugerí que viniéramos aquí, pues sabía que tenías ganas de verla. Pasamos por el hotel de White Sands y trajimos a la señora Pendexter con nosotros. Es amiga de mi tía; su marido es millonario y viven en Nueva York. No podremos estar mucho tiempo, pues la señora Pendexter debe estar de regreso a las cinco en el hotel.
Mientras estaban liberando al caballo de sus arreos, Ana notó que Priscilla la miraba perpleja.
«No tiene necesidad de mirarme así —pensó Ana un poco resentida—. Si no sabe qué es traspasar un colchón de plumas, puede imaginarlo.»
Cuando Priscilla hubo entrado a la sala y antes de que Ana pudiera escapar escaleras arriba para asearse, Diana entró a la cocina. Ana tomó del brazo a su sorprendida amiga.
—Diana Barry, ¿quién supones que está en esa sala en este mismo momento? La señora Charlotte E. Morgan... y la esposa de un millonario de Nueva York... y aquí me tienes a mí de este modo... y sin otra cosa en la casa para almorzar que un hueso de jamón.
Para entonces, Ana ya había percibido que Diana la contemplaba precisamente con la misma perplejidad que Priscilla. Aquello era demasiado.
—Oh, Diana, no me mires así —imploró—. Tú, por lo menos, debes saber que ni la persona más pulcra del mundo podría cambiar un colchón de plumas sin ponerse así.
—No... son... las... plumas —dijo Diana—. Es... tu nariz, Ana.
—¿Mi nariz? ¡Oh, Diana, no le ha pasado nada raro!
Ana corrió hasta el pequeño espejo del fregadero. Una mirada le reveló la cruda realidad.
¡Su nariz estaba de un escarlata brillante!
Ana se sentó en el sofá, con el espíritu vencido por fin.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Diana, en quien la curiosidad venció a la delicadeza.
—Creí que la estaba frotando con la loción para las pecas, pero debo haber usado la tinta para los dibujos de las alfombras de Marilla. ¿Qué haré?
—Lávala —dijo Diana.
—Quizá no salga. Primero tino mis cabellos; luego, la nariz. Marilla me cortó el pelo entonces, pero ese remedio no será posible en este caso. Bueno, ése es otro castigo por ser vanidosa y supongo que me lo merezco... aunque eso no me consuela mucho. Es como para hacerle creer a uno en la mala suerte, aunque la señora Lynde diga que no hay tal cosa, porque todo está escrito.
Por fortuna, el tinte salió con facilidad y Ana, algo consolada, se dirigió a la buhardilla mientras Diana corría a casa. Al poco rato, Ana bajó, bien vestida y de buen humor. El vestido de muselina que esperara vestir, bailaba afuera en la cuerda, de manera que se vio forzada a contentarse con uno negro. Ya tenía el fuego encendido y el té casi listo cuando regresó Diana, con su vestido de muselina y una fuente cubierta en la mano.
—Mamá te envía esto —dijo, alzando la tapa y mostrando un pollo trinchado ante los ojos agradecidos de Ana.
El pollo fue complementado con pan, excelente mantequilla y queso, torta de frutas de Marilla y un plato de cerezas en almíbar. Un gran jarrón de flores blancas y rosadas decoraba la mesa. Sin embargo, todo aquello parecía magro ante el programa que prepararan para la señora Morgan.
Las hambrientas huéspedes, sin embargo, no parecieron pensar que faltaba algo y comieron los alimentos con aparente alegría. Al poco rato, las preocupaciones de Ana se desvanecieron. La apariencia exterior de la señora Morgan podía ser un poco desilusionante, como se vieron forzadas a admitir sus más leales admiradoras, pero su conversación resultó magnífica. Había viajado mucho y era una excelente narradora. Conocía muchas clases de hombres y mujeres y sus experiencias se cristalizaban en una serie de frases y epigramas que hacían que sus oyentes creyeran estar escuchando a uno de sus personajes. Pero bajo su brillantez, se podía sentir una fuerte corriente de verdadera simpatía y de buen corazón, que le ganaba afectos con tanta facilidad como su brillantez le ganaba admiraciones. Tampoco monopolizaba la conversación. Podía hacer hablar a los demás con tanta habilidad y franqueza como lo hacía ella, y Ana y Diana se encontraron charlando tranquilamente con su visitante. La señora Pendexter habló poco; simplemente sonrió con sus hermosos ojos y labios y comió pollo, torta de frutas y confituras con tan exquisita gracia que daba la impresión de estar almorzando mieles y ambrosías. Pero, como dijo Ana más tarde a Diana, alguien tan divinamente hermoso como la señora Pendexter no tenía necesidad de hablar, era suficiente que mirara.
Después de almorzar, pasearon por el Sendero de los Amantes, por el Valle de las Violetas y el Camino de los Abedules, y después cruzaron el Bosque Embrujado hacia la Burbuja de la Dríada, donde se sentaron y charlaron durante la deliciosa última hora. La señora Morgan quiso saber el porqué del nombre del Bosque Embrujado y rió hasta que se le saltaron las lágrimas cuando supo la historia y el dramático relato de Ana de cierto paseo a través de él a la hora embrujada del crepúsculo.
—Ha sido una fiesta para el espíritu —dijo Ana cuando se hubieron marchado sus huéspedes y se hallaba sola con Diana otra vez—. No sé qué me gustó más, si escuchar a la señora Morgan o contemplar a la señora Pendexter. Creo que hemos pasado un rato mejor que si hubiéramos sabido que venían y nos hubiéramos preocupado por la comida. Debes quedarte a tomar el té, Diana, y así charlaremos.
—Priscilla dice que la cuñada de la señora Pendexter está casada con un duque inglés y sin embargo, se sirvió dos raciones de ciruelas en almíbar —dijo Diana, como si los dos hechos fueran incompatibles.
—Me atrevo a decir que ni siquiera el duque inglés hubiera hecho un desprecio a las ciruelas de Marilla —contestó Ana orgullosa.
La muchacha no mencionó la desgracia que le ocurriera a su nariz cuando contó aquella noche a Marilla los acontecimientos del día. Pero cogió la botella de loción para las pecas y la vació.
—Nunca volveré a probar tratamientos de belleza —dijo firmemente resuelta—. Sólo deben hacerlo las personas cuidadosas; pero en alguien tan propenso a cometer errores como yo, me parece que es tentar a la fatalidad.  

ANA DE AVONLEADonde viven las historias. Descúbrelo ahora