El sentido del deber

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Un apacible atardecer de octubre, Ana se recostó en su silla y suspiró. Estaba sentada ante una mesa cubierta de libros de texto y ejercicios, pero las hojas de papel apretadamente escritas que se encontraban frente a ella no parecían tener ninguna relación aparente con estudios o deberes.
—¿Qué sucede? —preguntó Gilbert que había llegado a la puerta abierta de la cocina a tiempo para escuchar el suspiro.
Ana se ruborizó y escondió los papeles debajo de unas redacciones de sus alumnos.
—Nada terrible. Sólo trataba de fijar en el papel algunos de mis pensamientos, tal como me lo aconsejara el profesor Hamilton, pero no puedo hacerlo de manera que me satisfagan. Parecen tan torpes y tontos en blanco y negro. Las fantasías son como sombras, vacilantes y danzarinas. Pero si sigo probando, quizá algún día aprenda el secreto. Sabes bien que no dispongo de mucho tiempo. Cuando termino de corregir deberes y redacciones, no siempre tengo ganas de escribir algo mío.
—Te estás desenvolviendo maravillosamente en la escuela, Ana. Todos los chicos te quieren —dijo Gilbert tomando asiento sobre el escalón de piedra.
—¡Oh!, no, Anthony Pye no me quiere y no quiere hacerlo. Lo que es peor, no me respeta. Se limita a observarme con desprecio y debo confesarte que esto me preocupa muchísimo. No es que sea tan malo... sólo algo malicioso, pero no es peor que los demás. Rara vez me desobedece, pero acepta mis órdenes con un desdeñoso aire de tolerancia, como si considerara que no vale la pena discutir la cuestión... y es un mal ejemplo para los demás. He tratado por todos los medios de ganar su afecto, pero estoy empezando a temer que no lo conseguiré nunca. Me gustría, pues es un buen chico; además es un Pye y podría quererlo, si me dejara.
—Probablemente todo sea el resultado de lo que escucha en su casa.
—No, en absoluto. Anthony es un pequeño muy independiente y se forma sus propios juicios sobre las cosas. Siempre ha acudido a los hombres y dice que las mujeres no saben enseñar. Bueno, veremos qué se consigue con paciencia y amabilidad. Me gusta salvar dificultades y enseñar es verdaderamente interesante. Paul Irving compensa por todo lo que les falta a los otros. Ese niño es un perfecto encanto, Gilbert; y un genio, por añadidura. Estoy segura de que el mundo oirá hablar de él algún día —concluyó Ana con acento conmovido.
—A mí también me gusta enseñar —respondió Gilbert—. Es un buen adiestramiento, Ana. He aprendido más en las semanas que llevo enseñando en White Sands, que en todos mis años de colegio. Parece que a todos nos va muy bien. He oído decir que a la gente de Newbridge le gusta Jane, y creo que White Sands está bastante satisfecho con éste tu humilde servidor. Todos, excepto el señor Andrew Spencer. Anoche, cuando regresaba a casa, me encontré con la señora de Peter Blewett y me dijo que creía que era su deber informarme de que el señor Spencer no aprobaba mis métodos de enseñanza.
—¿Has notado —preguntó Ana reflexivamente— que cuando alguien te dice que cree su deber informarte sobre una cosa determinada, debes prepararte para oír algo desagradable? ¿Por qué será que nunca consideran un deber decirte algo agradable que hayan escuchado sobre ti? La señora de H. B. Donnell volvió ayer otra vez a la escuela y me dijo que creía que era su deber informarme de que la señora de Harmon Andrews no aprobaba el que yo les leyera cuentos de hadas a los niños, y que el señor Rogerson pensaba que Prillie no adelantaba lo suficiente en aritmética. Si Prillie perdiera menos tiempo en hacer guiños a los muchachos por encima de su pizarra adelantaría más. Estoy completamente segura de que James Gills le hace las sumas en clase, pero nunca he podido pescarlo con las manos en la masa.
—¿Has conseguido reconciliar al vastago de la señora Donnell con su bendito nombre?
—Sí —rió Ana—; pero fue una labor verdaderamente difícil. Al principio, cuando lo llamaba «St. Clair», no hacía caso hasta que lo repetía dos o tres veces; y luego, cuando los otros niños le tocaban con el codo, miraba con un aire tan agraviado como si le hubiera llamado John o Charlie y él no hubiera tenido por qué saber a quién se refería. De manera que una tarde le hice quedar después de clase y le hablé muy amablemente. Le dije que su madre quería que le llamara St. Clair y que no podía oponerme a sus deseos. Lo comprendió así, pues es un niño muy razonable, y dijo que yo podía llamarlo St. Clair, pero que «le daría una tunda» al compañero que lo hiciera. Por supuesto, tuve que reprenderlo por usar esos términos. Desde entonces yo le llamo St. Clair, y los muchachos le dicen James y todo marcha bien. Me ha confesado que quiere ser carpintero, pero la señora Donnell dice que debo hacer de él un profesor universitario.
La mención de la universidad dio un nuevo giro a los pensamientos de Gilbert, y durante un rato hablaron de sus planes y sueños; grave, seria, esperanzadamente, como hablan los jóvenes mientras el futuro es aún un sendero no hollado, lleno de posibilidades maravillosas.
Gilbert había decidido ya que sería médico.
—Es una profesión magnífica —dijo con entusiasmo—. Un hombre debe luchar por algo durante toda su vida. ¿No ha definido alguien al hombre como un animal de lucha? Y yo deseo luchar contra la enfermedad, el dolor y la ignorancia. Quiero hacer en el mundo mi parte de trabajo real y honesto, Ana; contribuir en algo a la suma de la inteligencia humana que han venido acumulando todos los hombres de bien desde el comienzo de los siglos. Los hombres que han vivido antes que yo han hecho tanto por mí, que quiero demostrar mi gratitud haciendo algo por los que vendrán después. Me parece que es la única manera de cumplir con las obligaciones hacia la raza.
—A mí me gustaría contribuir a la vida con algo de belleza —dijo Ana soñadoramente—. No es mi deseo exacto hacer que la gente sepa más... aunque reconozco que ésa es la más noble de las ambiciones. Pero me gustaría hacer que los demás pudieran ser más felices y alegres gracias a mí; darles pequeñas alegrías que nunca hubieran disfrutado de no haber nacido yo.
—Creo que todos los días cumples tu ambición, Ana —dijo Gilbert con admiración.
Y tenía razón. Ana era una de esas criaturas que iluminaban por naturaleza. Cuando hubo pasado junto a una vida con una sonrisa o una palabra, el poseedor de aquella vida la pudo ver, por lo menos durante ese instante, hermosa y llena de esperanzas.
Por fin, Gilbert se incorporó pesarosamente.
—Bueno, debo correr a casa de los MacPherson. Moody Spurgeon llega hoy de la Academia de la Reina para pasar el domingo en su casa y va a traerme un libro que me envía el profesor Boyd.
—Y yo debo preparar el té para Marilla. Fue a ver a la señora Keith y regresará pronto.
Cuando llegó Marilla, Ana ya tenía el té preparado; los leños crepitaban en el fuego, la mesa estaba adornada con ramas de pino y rojas hojas de arce, y el aroma del jamón y las tostadas llenaba el ambiente. Pero Marilla se sentó en su silla con un profundo suspiro.
—¿Le molestan los ojos? ¿Le duele la cabeza? —inquirió Ana con ansiedad.
—No, sólo estoy cansada... y preocupada por Mary y sus niños. Mary está peor; no durará mucho. Y en cuanto a los mellizos, no sé qué será de ellos.
—¿No han tenido noticias del tío?
—Sí. Mary recibió una carta suya. Está trabajando en un aserradero y «haciéndolo temblar», aunque no sé qué quiere decir eso. De cualquier modo, dice que no tiene posibilidades de poder hacerse cargo de los niños hasta la primavera. Espera estar casado para entonces y tener una casa donde llevarlos; pero dice que Mary debe conseguir que algún vecino se los tenga durante el invierno. Ella dice que no puede atreverse a pedirle a ninguno que lo haga. Mary nunca se llevó bien del todo con la gente de East Grafton. Ahí está el asunto. Y al fin y al cabo, Ana, estoy segura que Mary quiere que me haga cargo de los niños; no dijo una palabra, pero me lo pidió con los ojos.
—¡Oh! —Ana juntó las manos estremeciéndose—. Y por supuesto que lo hará. ¿No es cierto, Marilla?
—Todavía no me he decidido —dijo ésta agriamente—. No decido las cosas tan precipitadamente como tú, Ana. El ser primos terceros es muy poco parentesco, y es una terrible responsabilidad cuidar de dos niños de seis años, mellizos para colmo.
Marilla tenía la convicción de que los mellizos eran el doble de malos que los otros niños.
—Los mellizos son muy interesantes... por lo menos un par —dijo Ana—. El asunto se torna monótono sólo cuando hay dos o tres. Y creo que a usted le vendría bien tener algo en qué entretenerse mientras yo estoy en la escuela.
—No me parece que sea como para entretenerse... yo diría que nos traerá más preocupaciones y dolores de cabeza que otra cosa. No seria un riesgo tan grande si por lo menos fueran de la edad que tú tenías cuando me hice cargo de ti. Dora no me preocupa tanto, parece buena y tranquila. Pero Davy es un chiquillo travieso.
A Ana le gustaban mucho los niños y suspiraba por los mellizos Keith. Aún se mantenía vivo en ella el recuerdo de su propia niñez desvalida. Sabía que el único punto vulnerable de Marilla era su profunda devoción hacia lo que creía su deber. Y Ana diestramente preparó su argumento con esa base.
—Si Davy es desobediesíe, razón de más para pensar en educarlo convenientemente; no sabemos qué será de ellos, ni qué influencias extrañas pueden reS'oger. Suponga que se hacen cargo de ellos los Sprott, que son sus vecinos. La señora Lynde dice que Henry Sprott es el hombre peor hablado que ha conocido en su vida y no puede usted imaginarse las palabras que dicen sus hijos. ¿No sería horrible que los mellizos las aprendieran? Suponga que se van con los Wiggins. La señora Lynde dice que el señor Wiggins vende todo cuanto puede y alimenta a su familia con leche descremada. A usted no le gustaría que sus parientes se murieran de hambre, ¿no es así? Me parece, Marilla, que es su deber hacerse cargo de ellos.
—Supongo que sí —dijo Marilla tristemente—. Creo que le diré a Mary que me haré cargo de ellos. No debes ponerte tan contenta, Ana. Eso significará un aumento de trabajo para ti. Yo no puedo coser por culpa de mis ojos, de manera que deberás hacerte cargo de la confección y el arreglo de sus ropas. Y a ti no te gusta coser.
—Lo odio —dijo Ana con calma—, pero si usted acepta hacerse cargo de esos niños por un sentido del deber, seguramente que por la misma causa yo puedo coser. Hace bien a la gente realizar cosas que no le gusten... con moderación, se entiende.

ANA DE AVONLEAWhere stories live. Discover now