Una tarde en la casa de piedra

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—¿Adonde vas tan emperifollada? —quiso saber Davy—. Estás fenomenal con ese vestido.
Ana había bajado a comer con un vestido nuevo de muselina verde pálido, el primer traje de color que usaba desde la muerte de Matthew. Le sentaba muy bien, haciendo resaltar los delicados tintes de su rostro y el brillo satinado de su cabello.
—Davy, cuántas veces te he dicho que no debes usar esa palabra —le regañó—. Voy a «La Morada del Eco».
—Llévame contigo —rogó el niño.
—Lo haría si fuera en el coche, pero voy a ir caminando y está demasiado lejos para las piernas de un niño de ocho años. Además, Paul viene conmigo y me temo que no disfrutes mucho de su compañía.
—Oh, ahora Paul me gusta mucho más que antes —dijo Davy comenzando a hacer incursiones en su budín,—. Desde que soy más bueno, no me importa mucho que él lo sea un poco más que yo. Si continúo así, ya lo alcanzaré algún día, en piernas y bondad. Además, Paul es realmente bueno con los más pequeños de la escuela. No deja que los grandes se metan con nosotros y nos enseña montones de juegos.
—¿Cómo se cayó Paul al arroyo ayer a mediodía? —preguntó Ana—. Lo encontré en el patio de recreo tan empapado que lo envié inmediatamente a su casa a cambiarse antes de averiguar qué había sucedido.
—Bueno, fue un accidente —explicó Davy—. Metió la cabeza a propósito, pero el resto del cuerpo se cayó por accidente. Estábamos todos echados junto al arroyo y Prillie Rogerson hizo enfadar a Paul. Es terriblemente mala y ofensiva, pero es guapa. Dijo que la abuela de Paul le rizaba el cabello todas las noches con bigudíes. Paul no le hubiera hecho caso, supongo, pero Gracie Andrews se rió y Paul se puso muy colorado, porque Gracie es su chica, ¿sabes? Está completamente loco por ella. Le trae flores y le lleva los libros hasta más allá del camino de la playa. Se puso tan rojo como una remolacha. Y dijo que eso no era cierto y que su cabello era rizado de nacimiento. Y entonces se echó sobre la orilla y metió la cabeza en la comente para demostrarlo, no en la parte de donde sacamos el agua para beber —exclamó, viendo la horrorizada cara de Marilla—, sino más abajo. Pero la orilla estaba resbaladiza y Paul se cayó. Te aseguro que fue una zambullida fenomenal. ¡Oh, Ana, Ana!, no quise decir eso... se me escapó... fue una espléndida zambullida. Pero parecía muy gracioso cuando se levantó, empapado y lleno de barro. Las chicas se reían a más no poder, pero Gracie no. Ella estaba triste. Gracie es una niña encantadora, pero tiene la nariz chata. Cuando yo sea lo suficientemente grande para tener una novia, no querré una que tenga la nariz chata. Elegiré una con una nariz tan bonita como la tuya, Ana.
—Un chico que se mancha toda la cara cuando come su budín, nunca conseguirá que una joven le mire —dijo Marilla seriamente.
—Pero yo me lavaré antes de hacerle la corte —dijo Davy y trató de mejorar los hechos pasándose el dorso de la mano por la cara—. Y también me lavaré las orejas sin que me lo digan. Esta mañana me acordé de hacerlo, Marilla. Ya no me olvido tan a menudo. Pero... —suspiró Davy— hay tantos rincones por el cuerpo que es muy difícil recordarlos todos. Bueno, si no puedo ir a lo de la señorita Lavendar, iré a ver a la señora Harrison. Puedo asegurarte que la señora Harrison es una mujer magnífica. Guarda en su despensa un tarro de dulces, especialmente para los niños, y siempre me da lo que queda en el molde cuando hace tarta de ciruelas. El señor Harrison fue siempre un hombre bueno, pero lo es el doble desde que está casado otra vez. Creo que el casarse hace mejor a la gente. ¿Por qué tú no te casas, Marilla? Quiero saber.
El hecho de ser soltera nunca había apenado a Marilla, de modo que después de un cambio de significativas miradas con Ana, respondió amablemente que suponía que era porque nadie la había querido.
—Pero quizá tú nunca le pediste a nadie que te quisiera —protestó Davy.
—Oh, Davy —dijo Dora puntillosamente, metiéndose en la conversación—, es el hombre quien debe pedirlo.
—No sé por qué debe hacerlo siempre —gruñó el niño—. Me parece que en este mundo todo se le carga al hombre. ¿Puedo comer un poco más de budín, Marilla?
—Ya has comido más de lo que te conviene —dijo Marilla, pero le dio otro trozo.
—Me gustaría que la gente pudiera vivir sólo de budín. ¿Por qué no se puede, Marilla? Quiero saber.
—Porque se cansaría pronto de él.
—Por mi parte me gustaría probar —dijo Davy escépticamente—. Pero supongo que es mejor tener budín sólo los días de pescado, cuando vienen visitas, que no tenerlo en absoluto. En casa de Milty Boulter nunca hacen. Milty dice que cuando van visitas su madre sirve queso y ella misma corta un pedacito para cada uno.
—Si Milty Boulter habla así de su madre, por lo menos tú no tienes necesidad de repetirlo — dijo Marilla seriamente.
—¡Bendito sea Dios! —Davy había aprendido la expresión del señor Harrison y la repetía con sumo placer—. Milty lo dice como un cumplido. Está muy orgulloso de su madre porque la gente dice que es capaz de sacar agua de una roca.
—Me... me parece que las gallinas andan sueltas —dijo Marilla incorporándose y saliendo apresuradamente. Pero cuando llegó al corral ni las miró. En cambio se sentó y rió hasta que se avergonzó de sí misma.
Cuando Ana y Paul llegaron a la casa de piedra, encontraron a la señorita Lavendar y a Charlotta IV en el jardín, arrancando hierbas, rastrillando y podando con todas sus ganas. La señorita Lavendar, alegre y hermosa con los volantes y cintas que tanto amaba, arrojó sus tijeras y corrió jubilosamente al encuentro de sus huéspedes, mientras Charlotta sonreía con alegría.
—Bienvenida, Ana. Suponía que vendría hoy. Usted pertenece a la tarde, de modo que ésta tenía que traerla. Las cosas que se pertenecen siempre llegan juntas. ¡Cuántas molestias se evitarían algunas gentes con sólo saberlo! Pero no lo saben... y pierden sus energías removiendo cielo y tierra tratando de reunir cosas que no se pertenecen. ¡Y tú, Paul... vaya, has crecido! Estás media cabeza más alto que la última vez que viniste a verme.
—Sí, he comenzado a crecer como los hongos, como dice la señora Lynde —dijo Paul francamente encantado del hecho—. Abuelita dice que es el potaje que por fin hace efecto. Quizá, Dios lo sabe —suspiró Paul profundamente—. He comido el suficiente para hacer crecer a cualquiera. Espero que ahora que he empezado, continúe hasta ser tan alto como mi padre. ¿Sabe, señorita Lavendar? Mide metro ochenta.
Sí; la señorita Lavendar lo sabía. Por un instante brilló el rubor en sus mejillas. Tomó a Paul con una mano y a Ana con la otra y caminó hacia la casa en silencio.
—¿Es hoy un buen día para el eco, señorita Lavendar? —dijo Paul ansiosamente. El día de su primera visita había demasiado viento y Paul se sintió muy desilusionado.
—Sí, realmente especial —respondió la señorita Lavendar despertando de su arrobamiento—. Pero primero entraremos a comer algo. Sé que tendréis hambre después de caminar tanto. Y Charlotta IV y yo podemos comer a cualquier hora del día. Tenemos un apetito muy caprichoso. De manera que haremos una excursión hasta la despensa. Afortunadamente es encantadora y está repleta. Hoy tuve el presentimiento de que iba a tener compañía y Charlotta IV y yo hemos preparado algo.
—Creo que usted es de las personas que siempre tienen cosas ricas en la despensa —dijo Paul—. Abuelita también es así. Pero no aprueba los bocados entre comidas. No sé —agregó dubitativamente— si debo comerlos fuera de casa sabiendo que ella no lo aprueba.
—No creo que no lo aprobara después de todo lo que has andado. Eso cambia las cosas —dijo la señorita Lavendar cambiando divertidas miradas con Ana por encima de la rizada cabeza castaña de Paul—. Supongo que los bocados son muy malos. Ésa es la razón por la que los comemos tan a menudo en «La Morada del Eco». Nosotras, Charlotta IV y yo, vivimos en oposición a todas las dietas establecidas. Comemos toda clase de cosas indigestas a cualquier hora que se nos ocurra, del día o de la noche, y florecemos como verdes laureles. Siempre tenemos intenciones de reformarnos. Cuando leemos algún artículo de un periódico que previene contra algo que nos gusta, lo recortamos y lo clavamos en la pared de la cocina para recordarlo. Pero nunca lo conseguimos hasta después de haber comido eso precisamente. Hasta ahora nada nos ha matado; pero Charlotta IV tiene pesadillas cuando comemos buñuelos, pastel de carne y torta de frutas antes de acostarnos.
—Mi abuela me deja tomar un vaso de leche y comer un trozo de pan con mantequilla antes de irme a la cama, y los domingos por la noche añade un poco de dulce sobre el pan —dijo Paul—. De modo que siempre me alegra que sea domingo por la noche, por más de una razón. El domingo es un día muy largo en el camino de la playa. Abuelita dice que para ella es demasiado corto y que papá nunca lo encontró aburrido cuando era niño. No me resultaría tan largo si pudiera hablar con la gente de las rocas, pero nunca lo hago porque abuelita no lo aprueba en domingo. Pienso mucho; pero temo que mis pensamientos sean mundanos. Abuelita dice que los domingos sólo deben tenerse pensamientos religiosos. Pero aquí la señorita dijo una vez que todas las ideas hermosas son religiosas, no importa sobre qué tema ni en qué día los pensemos. Pero estoy seguro de que los únicos pensamientos religiosos que admite mi abuela son los referentes a los sermones o a la Escuela Dominical y cuando surge una diferencia de opinión entre la abuelita y mi maestra, no sé qué hacer. En el fondo de mi corazón —Paul alzó sus serios ojos azules hasta el benévolo rostro de la señorita Lavendar— estoy de acuerdo con mi maestra. Pero sucede que abuelita ha criado a papá a su manera, consiguiendo un éxito rotundo, y la señorita todavía no ha criado a nadie, aunque está ayudando a educar a Davy y Dora. Pero no se sabrá el resultado hasta que sean grandes. De modo que a veces pienso que es más seguro seguir el método de mi abuelita.
—Creo que sí —asintió Ana solemnemente—. De cualquier modo, yo diría que si tu abuelita y yo nos explicáramos mutuamente lo que queremos decir, encontraríamos que es la misma cosa, expresada de distintas formas. Será mejor que actúes como ella dice, dado que es el resultado de la experiencia. Debemos esperar a que crezcan los mellizos para poder asegurar que mi método es igualmente bueno.
Después de comer volvieron al jardín, donde Paul trabó conocimiento con el eco, para su contento y asombro, mientras Ana y la señorita Lavendar se sentaron a conversar en el banco de piedra debajo del álamo.
—¿De modo que se irá para el otoño, Ana? —dijo la señorita Lavendar pensativamente—. Debería alegrarme por usted, pero estoy terrible, desesperadamente triste. La extrañaré muchísimo. A veces pienso que no vale la pena hacer amigos. Se van de nuestra vida después de un tiempo y dejan una herida mucho más dolorosa que la soledad anterior a ellos.
—Eso es algo que podría haber dicho la señorita Eliza Andrews, pero nunca la señorita Lavendar —dijo Ana—. Nada es peor que la soledad y yo no me voy de su vida. Están las cartas y las vacaciones. Querida, la noto pálida y cansada.
—Hoo... hoo... ho... —gritaba Paul en el malecón donde había estado haciendo toda clase de ruidos, no todos melodiosos, pero que volvían trasmutados en oro y plata por los hados alquimistas del río.
La señorita Lavendar hizo un impaciente movimiento con sus bonitas manos.
—Oh, estoy cansada de todo, hasta de los ecos. No hay nada más que ecos en mi vida, ecos de sueños e ilusiones perdidas. Son hermosos y burlones. Ana, es horrible que hable así cuando estoy acompañada. Es simplemente que me estoy volviendo vieja y no me gusta. Sé que seré una lunática cuando tenga sesenta años. Pero quizá todo lo que necesite es una medicina.
En aquel momento Charlotta IV, que había desaparecido después de la comida, volvió anunciando que el rincón nordeste del campo del señor Kimball estaba rojo de tempranas fresas y preguntó si la señorita Shirley querría recoger algunas.
—¡Fresas para el té! —exclamó la señorita Lavendar—: ¡Oh, no estoy tan vieja como creía, y no necesito ni una sola medicina!
Chicas, cuando regreséis con las fresas, tomaremos el té aquí, debajo del álamo. Lo tendré preparado con crema casera.
Ana y Charlotta IV fueron hacia el campo del señor Kimball, un lugar apartado y verde donde el aire era suave como terciopelo, fragante como un lecho de violetas y dorado como el ámbar.
—¿No es esto dulce y fresco? —aspiró Ana—. Me siento como si estuviera bebiendo de un rayo de sol.
—Sí señora, yo también. Así es exactamente como me siento yo, señora —asintió Charlotta IV, que hubiera dicho exactamente lo mismo de haber afirmado Ana que se sentía como un pelícano del desierto. Siempre después de las visitas de Ana a «La Morada del Eco», Charlotta IV subía a su cuartito y, delante del espejo, trataba de hablar y actuar como ella. Charlotta nunca pudo admitir que lo conseguía, pero había aprendido en la escuela que la perseverancia conducía al triunfo;, y tenía esperanzas de que, con el tiempo, podría descubrir el misterio de aquella exquisita barbilla levantada, el repentino brillo de los ojos, el modo de andar como si fuera una rama mecida por el viento. Parecía tan fácil en Ana. Charlotta IV la admiraba de todo corazón. No era que la considerara muy hermosa. La belleza de Diana Barry con sus mejillas carmesí y sus negros bucles, era mucho más del gusto de Charlotta que el claro encanto de Ana, con sus luminosos ojos grises y las pálidas rosas de sus mejillas.
—Pero preferiría ser como usted a ser hermosa —le dijo a Ana sinceramente.
Ana rió, degustando la miel del piropo y apartando el aguijón. Estaba acostumbrada a que le dijeran cumplidos mixtos. La opinión pública no estaba de acuerdo sobre su apariencia. Gente que había oído decir que era bonita, la conocía y se desilusionaba. Gente que había oído decir que no valía nada, la veía y pensaba dónde tenían los demás los ojos. La misma Ana nunca se había creído hermosa. Cuando se miraba al espejo, todo lo que veía era un pálido rostro con siete pecas sobre la nariz. Su espejo no le revelaba la fugaz y siempre cambiante gama de sentimientos que iluminaba sus facciones como una rosada llama, o el encanto de risas o sueños que alternaban en sus grandes ojos.
Aunque Ana no era hermosa en el sentido estricto de la palabra, poseía cierto encanto y distinción que dejaba en quien la contemplaba un sentido placentero causado por su suave feminidad. Aquellos que conocían a Ana, sentían sin darse cuenta que su mayor atracción consistía en el aire de posibilidades que la rodeaba, en el poder del desarrollo futuro que había en ella. Parecía andar en una atmósfera de cosas por ocurrir.
Mientras recogían las fresas, Charlotta IV le confío sus temores respecto a la señorita Lavendar. La pequeña y ferviente doncella estaba verdaderamente preocupada por su adorada ama.
—La señorita Lavendar no está bien, señorita Shirley, señora. Estoy segura, aunque nunca se queja. Hace un tiempo que no parece la misma, desde el día que usted y Paul vinieron por primera vez. Estoy segura de que aquella noche cogió frío, señora. Después de que ustedes se fueron, caminó por el jardín hasta que se hizo de noche con sólo un chai sobre las espaldas. Había un montón de nieve por los senderos y estoy segura de que cogió frío. Desde entonces he notado que parece cansada y triste. No parece interesarse en nada, señora. No quiere que venga nadie, ni se arregla, ni nada, señora. Sólo cuando viene usted parece animarse un poco. Y la peor señal, señorita Shirley, señora —Charlotta IV bajó la voz como si fuera a referirse a un síntoma terrible— es que ahora nunca se enfada cuando rompo algo. Porque ayer, señorita Shirley, señora, rompí el jarrón verde y amarillo que estaba encima de la biblioteca. Su abuela lo había traído de Inglaterra y la señorita Lavendar lo tenía en gran estima. Lo estaba limpiando con todo cuidado, señorita Shirley, señora, y se me resbaló antes de que pudiera sostenerlo, rompiéndose en cuarenta millones de pedazos. Le aseguro que estaba triste y asustada. Pensé que la señorita Lavendar me iba a reprender severamente, señora; y hubiera preferido que lo hubiera hecho antes de que hiciera lo que hizo. Simplemente vino, apenas lo miró y dijo: «No importa, Charlotta. Recoge los trozos y tíralos». Sólo eso, señorita Shirley, señora... «recoge los trozos y tíralos», como si no fuera el jarrón de Inglaterra de su abuela. ¡Oh!, no está bien, y estoy terriblemente preocupada. No tiene a nadie que la cuide más que a mí.
Los ojos de Charlotta IV estaban llenos de lágrimas. Ana golpeó suavemente su morena mano.
—Creo que la señorita Lavendar necesita un cambio, Charlotta. Aquí está demasiado sola. ¿No podríamos convencerla de que hiciera un pequeño viaje?
Charlotta sacudió desconsoladamente la cabeza.
—No lo creo, señorita Shirley, señora. La señorita Lavendar odia las visitas. Sólo tiene tres parientes a quienes va a ver de vez en cuando y dice que lo hace por un deber de familia. La última vez que fue, al regresar a casa, dijo que no volvería a cumplir más con su deber de familia. «He vuelto a casa enamorada de la soledad, Charlotta», me dijo, «y no quiero apartarme nunca más de ella. Mis parientes se empeñan en hacer de mí una anciana; no me gusta nada». Exactamente así, señorita Shirley, señora, «no me gusta nada». De manera que no creo que ganemos nada con presionarla para que vaya de visita.
—Veremos qué puede hacerse —dijo Ana decididamente, mientras ponía la última fresa en su cubo rosado.
—En cuanto tenga mis vacaciones, vendré a pasar una semana entera aquí. Saldremos de excursión todos los días e imaginaremos toda clase de cosas interesantes, y veremos si logramos levantar el ánimo de la señorita Lavendar.
—Eso será lo mejor, señorita Shirley —exclamó Charlotta IV encantada. Estaba contenta por la señorita Lavendar y por sí misma. Con toda una semana para estudiar a Ana constantemente, con seguridad que podría aprender a moverse y comportarse como ella.
Cuando las jóvenes regresaron a «La Morada del Eco» se encontraron con que la señorita Lavendar y Paul habían llevado al jardín la pequeña mesa cuadrada de la cocina y tenían todo listo para el té. Nada podía ser más sabroso que aquellas deliciosas fresas con crema, saboreadas bajo un gran cielo azul salpicado de tenues y pequeñas nubes blancas y a la sombra de los bosques con sus balbuceos y murmullos. Después del té, Ana ayudó a Charlotta a lavar los platos mientras la señorita Lavendar escuchaba el relato de Paul sobre la gente de las rocas, sentados ambos en el banco de piedra. La dulce señorita Lavendar era una oyente atenta, pero al fin Paul se dio cuenta de que había perdido interés en sus Mellizos Marineros.
—Señorita Lavendar, ¿por qué me mira así? —preguntó gravemente.
—¿Cómo, Paul?
—Como si en mí estuviera viendo a alguien que le recuerdo
—dijo Paul, que en ocasiones podía ver tan adentro que era inútil tener secretos estando él cerca.
—Tú me recuerdas a alguien a quien conocí hace mucho tiempo —dijo la señorita Lavendar soñadoramente.
—¿Cuando era joven?
—Sí, cuando era joven. ¿Te parezco muy vieja, Paul?
—¿Sabe? No puedo decirlo —dijo Paul confidencialmente—. Su cabello parece viejo... nunca conocí a una persona joven que tuviera el cabello blanco. Pero cuando ríe, sus ojos son jóvenes como los de mi hermosa maestra. Le diré, señorita Lavendar
—la voz y el rostro de Paul eran tan solemnes como los de un juez—... creo que usted sería una espléndida mamá. Tiene en sus ojos la mirada precisa, la que siempre tenía mi madre.
Pienso que es una pena que no tenga hijos.
—Tengo un niño en sueños, Paul.
—¿Es cierto? ¿Cuántos años tiene?
—Más o menos tu edad, supongo. Debería ser mayor porque sueño con él desde mucho antes de que tú nacieras. Pero nunca le dejaré tener más de once o doce años; porque si lo hiciera, algún día crecería y entonces lo perdería.
—Ya lo sé —asintió Paul—. Ésa es la hermosura de las personas de los sueños. Se quedan en la edad que uno quiere. Usted, mi querida maestra y yo mismo, son las únicas personas que conozco en el mundo que tienen amigos sólo en sus fantasías. ¿No es gracioso que nos hayamos encontrado? Pero creo que esta clase de gente siempre se reúne. Abuelita nunca tiene fantasías y Mary Joe cree que estoy mal de la cabeza porque las tengo. Pero creo que es maravilloso. Usted lo sabe, señorita Lavendar. Cuéntemelo todo sobre su niñito de los sueños. —Tiene ojos azules y cabello rizado. Entra a hurtadillas y me despierta todas las mañanas con un beso. Luego juega en el jardín durante todo el día y yo le acompaño. Sabemos muchos juegos. Hacemos carreras, hablamos con el eco y yo le narro cuentos. Y luego llega el crepúsculo...
—Ya sé —interrumpió Paul ansiosamente—. Viene y se sienta a su lado... así... porque naturalmente a los doce años es muy grande para subirse a su falda... y recuesta su cabeza sobre su hombro... así... y usted lo rodea con sus brazos fuerte, muy fuerte, y apoya su mejilla en sus cabellos... así... eso es lo que sucede, señorita Lavendar. Oh, usted sí lo sabe.
Así los halló Ana al salir de la casa de piedra y algo en el rostro de la señorita Lavendar le hizo sentirse a disgusto por molestarlos.
—Me temo que debemos irnos, Paul, si queremos llegar a casa antes de que oscurezca.
Señorita Lavendar, voy a invitarme pronto a pasar una semana entera en «La Morada del Eco».
—Si viene por una semana, le haré quedarse dos —amenazó la señorita Lavendar.

ANA DE AVONLEAWhere stories live. Discover now