El recodo del camino

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Thomas Lynde dejó este mundo tan quieta y recatadamente como viniera. Su esposa fue una enfermera tierna, paciente e incansable. En otros tiempos, cuando su pequeño y entonces saludable Thomas la provocara con su lentitud o docilidad, Rachel había sido un poco dura; pero cuando enfermó, no hubo voz más queda, mano más suave, vigilia más voluntaria.
—Has sido una buena esposa —dijo él simplemente una vez, cuando ella estaba sentada a su lado en el crepúsculo, mientras sostenía su mano, delgada y pálida, entre las suyas—. Una buena esposa. Lamento no dejarte mejor, pero los muchachos te cuidarán. Son inteligentes y capaces, igual que su madre... una buena madre... una buena esposa.
Entonces se quedó dormido; y la mañana siguiente, justo cuando el alba se deslizaba entre los puntiagudos pinos de la hondonada, Marilla subió a despertar suavemente a Ana.
—Ana, Thomas Lynde se ha ido. El criado acaba de traer la noticia. Voy junto a Rachel.
Al día siguiente del funeral de Thomas Lynde, Marilla recorría «Tejas Verdes» con aire extrañamente preocupado. Ocasionalmente miraba a Ana, parecía a punto de decir algo, sacudía la cabeza y apretaba los labios. Después del té, fue a ver a la señora Lynde y a su regreso subió a la buhardilla, donde Ana se hallaba corrigiendo los ejercicios escolares.
—¿Cómo se encuentra esta noche la señora Lynde? —preguntó Ana.
—Se siente más tranquila —respondió Marilla, sentándose en la cama de Ana, procedimiento que anunciaba alguna excitación mental, pues para el código de ética casera de Marilla sentarse en una cama después de hecha era una ofensa imperdonable—. Pero está muy sola. Eliza tuvo que volver hoy a casa; su hijo no está bien y no podía quedarse.
—Cuando termine estos ejercicios, iré a charlar un rato con ella —dijo Ana—. Tenía pensado estudiar un poco de composición latina esta noche, pero eso puede esperar.
—Supongo que Gilbert irá a la universidad este otoño —dijo Marilla de pronto—. ¿Te gustaría ir, Ana? La muchacha la miró sorprendida.
—Desde luego que sí, Marilla. Pero no es posible.
—Sospecho que puede serlo. Siempre he creído que debes ir. Nunca me sentí contenta de que abandonaras todo por mí.
—Pero, Marilla, si nunca he lamentado quedarme aquí. He sido tan feliz. Oh, estos últimos dos años han sido deliciosos.
—Sí, sé que estás contenta. Pero ése no es el problema. Debes continuar tu educación. Has ahorrado bastante para ir un año a Redmond y el producto del legado será suficiente para otro. Y hay becas que puedes ganar.
—Sí, pero no puedo ir, Marilla. Sus ojos están mejor, desde luego, pero no puedo dejarla sola con los mellizos. Necesitan que se les cuide.
—No me quedaré sola con ellos. Eso es lo que quiero discutir contigo. Esta noche he tenido una larga conversación con Rachel. Se siente terriblemente mal en ciertos aspectos. No ha quedado en muy buena posición económica. Parece que hipotecaron la granja hace ocho años para ayudar al menor de sus hijos a irse al oeste y nunca ha podido pagar más que los intereses. Y luego, la enfermedad de Thomas costó bastante. Debe vender la granja y Rachel cree que poco quedará después de pagar las cuentas. Dice que deberá irse a vivir con Eliza y que se le desgarra el corazón por tener que dejar Avonlea. Una mujer de su edad no se desarraiga con facilidad. Y mientras me hablaba, Ana, se me ocurrió pedirle que viniera a vivir aquí, pero creí que debía hablarlo antes contigo. Si Rachel viniera conmigo, tú podrías ir a la universidad. ¿Qué te parece?
—Me... parece... como... si alguien... me hubiera... dado... la luna... y no... supiera... qué... hacer... con ella —dijo Ana—. Pero en lo que se refiere a pedirle a la señora Lynde que venga a vivir aquí, eso es cosa suya, Marilla. ¿Cree usted... está segura... de que le gustará? La señora Lynde es una buena mujer y una vecina amable, pero...
—Tiene sus defectos. Bueno, así es, pero creo que resistiría peores cosas antes de ver a Rachel lejos de Avonlea. La extrañaría terriblemente. Es la única amiga íntima que tengo y me sentiría perdida sin ella. Hemos sido vecinas durante cuarenta y cinco años sin una disputa... aunque estuvimos al borde de ella cuando te enfadaste con Rachel por llamarte fea y pelirroja. ¿Te acuerdas, Ana?
—Desde luego que sí —respondió ésta tristemente—. La gente no olvida cosas así. ¡Cómo odié en aquel momento a la pobre señora Rachel!
—Y las «disculpas» que le pediste. Bueno, eras un problema, Ana. Me sentía tan perpleja sobre ti. Matthew te comprendió mejor.
—Matthew comprendía todo —dijo Ana, suavemente, como siempre lo hacía al hablar de él.
—Bueno, creo que pueden arreglarse las cosas para que Rachel y yo no choquemos. Siempre me pareció que la razón de que dos mujeres no se lleven bien en la misma casa es que tratan de compartir la misma cocina y se ponen una en el camino de la otra. Ahora bien: si Rachel viniera aquí, tendría la buhardilla que da al norte como dormitorio y el cuarto de huéspedes como cocina, porque no necesitamos esa habitación para nada. Podría poner allí su cocina y todos los muebles que quisiera y vivir cómoda e independientemente. Tendrá bastante con qué vivir. Sus hijos se encargarán de eso, desde luego, de manera que todo cuanto le daré será habitación. Sí, Ana, en lo que a mí respecta, me gusta.
—Entonces, pregúnteselo —dijo Ana con presteza—. Yo también me entristecería si la señora Lynde se fuera.
—Y si viene —continuó Marilla—, puedes ir a clase. Me acompañará y puede hacer por los mellizos tanto como yo, de modo que no hay motivo para que te quedes.
Ana meditó largo rato aquella noche frente a su ventana. En su corazón luchaban la alegría y el dolor. Por fin había llegado, de pronto, al recodo del camino y allí estaba la universidad, con cien arcoiris de esperanzas y visiones. Pero Ana comprendió también que si seguía ese camino, debía dejar tras sí muchas cosas dulces, todos los pequeños deberes e intereses que se le hicieran tan queridos en los últimos dos años y que elevara a la belleza y delicia gracias al entusiasmo que en ellos pusiera. Debía abandonar su escuela, y amaba a cada uno de sus discípulos, hasta a los tontos y malos. El solo pensar en Paul Irving la hacía cavilar si Redmond valía la pena después de todo.
—Durante estos últimos dos años he echado raicitas —le dijo Ana a la luna— y cuando las arranque, me dolerán un poco. Pero es mejor irse y, como dice Marilla, no existe razón para no hacerlo. Debo sacar a la luz otra vez mis ambiciones.
Ana envió su renuncia al día siguiente y la señora Rachel, tras una sincera conversación con Marilla, aceptó vivir en «Tejas Verdes». Sin embargo, eligió permanecer en su casa durante el verano; la granja no había de venderse hasta el otoño y debía arreglar unas cuantas cosas antes.
—Nunca había pensado en vivir tan lejos del camino —suspiró para sí la señora Rachel—. Pero, en realidad, «Tejas Verdes» no parece tan alejado del mundo como antes. Ana acompaña mucho y los mellizos animan el ambiente. Y, por otra parte, sería capaz de vivir en el fondo de un pozo antes de dejar Avonlea.
Estas dos decisiones, al esparcirse, contrarrestaron las murmuraciones creadas por la llegada de la señora Harrison. Muchos vacilaron ante la decisión de Marilla de pedir a Rachel que la acompañara. Se opinó que no podrían vivir juntas. Ambas eran demasiado «amigas de hacer su voluntad» y se hicieron terribles predicciones, ninguna de las cuales turbó a las partes en cuestión. Habían llegado a una mutua y clara comprensión de sus respectivos derechos y deberes en el nuevo acuerdo y tenían intención de soportarse.
—Yo no me meteré con usted ni usted conmigo —dijo la señora Rachel con decisión—. Y en lo que respecta a los mellizos, haré con gusto cuanto pueda por ellos. Eso sí, no me haré cargo de dar respuesta a las preguntas de Davy, eso es. No soy una enciclopedia ambulante. En eso echaremos de menos a Ana.
—Algunas veces, las respuestas de ella son tan estrafalarias como las preguntas de Davy — respondió secamente Marilla—. No cabe duda de que los mellizos la echarán de menos, pero su futuro no puede ser sacrificado al ansia de saber de Davy. Cuando haga preguntas que no pueda contestar, le diré que a los niños debe vérselos, pero no oírselos. Así me educaron a mí y creo que es un método tan bueno como los modernos.
—Bueno, los métodos de Ana parecen haber dado bastante buen resultado con Davy —dijo la señora Rachel sonriendo—. Es un carácter reformado, eso es.
—¡No es malo! —concedió Marilla—. Nunca esperé encariñarme tanto con estos niños. Davy tiene una forma de hacerse querer. Y Dora es una niña encantadora, aunque es... un poco... bueno, un poco...
—¿Aburrida? Exactamente —completó la señora Rachel—. Como un libro con todas las páginas iguales, eso es. Dora será una mujer buena y digna de confianza, pero nunca se saldrá de la línea. Bueno, es una comodidad tener gente así alrededor, aunque no sean tan interesantes como los demás.
Gilbert Blythe fue probablemente la única persona que se sintió alegre ante la renuncia de Ana. Los alumnos de ésta lo consideraron como una catástrofe. Annetta Bell llegó histérica a su casa. Anthony Pye dio vía libre a sus sentimientos en dos riñas innecesarias con otros compañeros. Barbara Shaw lloró toda la noche. Paul Irving dijo desafiante a su abuela que no esperara que comiera potaje por una semana.
—No puedo hacerlo, abuela —dijo—. En realidad, no sé si podré comer cosa alguna. Siento un horrible nudo en la garganta. Hubiera llorado de regreso de la escuela si James Donnell no hubiese estado mirándome. Creo que lloraré después de acostarme. Mañana no se me notará en los ojos, ¿no es cierto? Será un gran alivio. Pero, de todos modos, no puedo comer potaje. Necesitaré toda mi fuerza de voluntad para resistir esto, abuelita, y no me quedará nada para la lucha contra el potaje. ¡Oh, abuelita, no sabes qué hermosa maestra se va! Milty Boulter apuesta a que Jane Andrews se hará cargo del colegio; supongo que ella es muy buena. Pero sé que no comprenderá las cosas como la señorita Shirley.
También Diana consideró las cosas de modo pesimista.
—Estaré terriblemente sola el próximo invierno —se quejó un atardecer, cuando la luz de la luna entraba entre las ramas del cerezo y llenaba la habitación de Ana con una radiación suave que rodeaba a las muchachas mientras hablaban: Ana en su mecedora baja junto a la ventana, Diana sentada a la turca sobre la cama—. Tú y Gilbert os habréis ido y los Alian también. Llamaron al señor Alian de Charlottetown y desde luego que aceptará. Es terrible. Supongo que el cargo quedará vacante todo el invierno y deberemos soportar una larga lista de candidatos, la mitad de los cuales de nada servirá.
—Espero que no llamen al señor Baxter de East Grafton —dijo Ana decidida—. Quiere esta parroquia, pero dice unos sermones tan lúgubres. El señor Bell dice que es un ministro de la vieja escuela, pero la señora Lynde insiste en que lo único que tiene es indigestión. Parece que su mujer no es muy buena cocinera y la señora Lynde dice que cuando un hombre debe comer pan duro dos semanas de cada tres, su teología tiene muchas probabilidades de fallar por algún lado. La señora Alian lamenta mucho irse. Dice que todos han sido muy gentiles con ella desde que llegó aquí como recién casada y que siente como si abandonara amigos de toda la vida. Además, aquí queda la tumba del bebé. Dice que no sabe cómo podrá irse y dejarla; era tan pequeño, sólo tenía tres meses y dice que teme que éste eche de menos a su madre, aunque por nada del mundo se lo diría a su marido. Dice que casi todas las noches ha ido al camposanto a cantarle una canción de cuna. Me lo contó ayer tarde, mientras yo estaba colocando rosas silvestres en la tumba de Matthew. Le prometí que mientras estuviera en Avonlea, pondría flores en la tumba del bebé y que cuando me fuera estaba segura de que...
—Yo lo haría —finalizó Diana—. Desde luego que sí. Y las pondré, en tu nombre, en la tumba de Matthew.
—¡Oh, gracias! Tenía pensado pedírtelo. Y también en la de la pequeña Hester Gray. Por favor, no te olvides de ella. ¿Sabes?, he pensado y soñado tanto con Hester Gray que se me ha hecho extrañamente real. Pienso en ella, en su pequeño jardín, en ese rincón frío, verde y tranquilo y tengo la sensación de que si pudiera desrizarme allí uno de estos atardeceres de primavera, justo en el instante que separa la luz de las sombras, y subir por la colina de los abetos con suavidad, para que mis pisadas no la pudieran asustar, encontraría el jardín tal como era, con sus lirios y sus rosas tempranas, con la casita cubierta por los pámpanos. Y la pequeña Hester Gray estaría allí, con los ojos suaves y el viento que jugaría con su oscura cabellera, vagabundeando, acariciando los lirios con la punta de los dedos y murmurando secretos a las rosas. Y entraría tan, tan suavemente, y extendiendo los brazos, le diría: «Pequeña Hester Gray, ¿me dejas ser tu compañera de juegos, ya que amo también las rosas?». Y nos sentaríamos en el viejo banco y hablaríamos y soñaríamos un poco, o quizá nos quedaríamos silenciosas. Y entonces saldría la luna y miraría a mi alrededor... y no habría Hester Gray, ni casita con parras, ni rosas... sólo un viejo y abandonado jardín, cubierto de lirios entre el césped y el viento que suspiraría muy tristemente entre los cerezos. Y no hubiese podido saber si aquello había sido realidad o fantasía.
Diana se estiró y se apoyó contra la cabecera de la cama. Cuando un compañero de crepúsculo dice cosas tan raras, es bueno cerciorarse de que uno tiene cosas sólidas tras sí.
—Temo que la Sociedad de Fomento decaerá cuando no estéis ni tú ni Gilbert —comentó tristemente.
—No lo temo en lo más mínimo —dijo Ana con energía, volviendo de la tierra de ensueño a los asuntos prácticos de la vida—. Está demasiado establecida para eso, especialmente desde que los mayores sienten tanto entusiasmo por ella. Mira lo que están haciendo en sus campos este verano. Además, estaré a la caza de ideas en Redmond y escribiré un informe el próximo invierno. No tengas una visión tan trágica de la vida, Diana. Y no eches a perder mi instante de felicidad. Ya tendré bastante tristeza a la hora de partir.
—Tienes razón para estar contenta. Vas a la universidad y lo pasarás bien haciendo montones de nuevos amigos.
—Espero hacer nuevas amistades —dijo Ana pensativa—. La posibilidad de conocer nuevos amigos ayuda a hacer más fascinante la vida. Pero no importa cuántos nuevos amigos haga, nunca me serán más queridos que los viejos, especialmente no más que una muchacha de ojos negros y hoyuelos. ¿Adivinas quién es, Diana?
—¡Pero habrá tantas muchachas inteligentes en Redmond!
—suspiró ésta—, y yo sólo soy una estúpida campesina que dice «ya sé» algunas veces, aunque sepa razonar cuando me detengo a pensar. Bueno, estos dos últimos años han sido demasiado hermosos para durar. Sé de alguien que está contento de que vayas a Redmond, Ana. Voy a hacerte una pregunta, una pregunta seria. No te enfades y contesta seriamente: ¿te interesa Gilbert?
—Mucho como amigo y nada en el sentido que tú piensas
—respondió Ana con calma y sinceridad, pensando para sí que contestaba francamente.
Diana suspiró. Deseaba que Ana le hubiera contestado de otro modo.
—¿No piensas casarte nunca, Ana?
—Quizás... algún día... cuando encuentre la persona indicada —contestó la muchacha, sonriendo soñadoramente a la luz de la luna.
—Pero, ¿cómo estarás segura?
—Oh, lo sabré... algo me lo dirá. Tú sabes cómo es mi ideal, Diana.
—Pero los ideales de la gente cambian algunas veces.
—El mío, no. Y no podría importarme un hombre que no lo llenara.
—¿Y si nunca lo encuentras?
—Entonces moriré solterona —fue la alegre respuesta—. Creo que no es la peor de las muertes.
—Oh, supongo que el morir será bastante fácil; es el vivir como solterona lo que no me atrae —dijo Diana, sin intención humorística—. Aunque no me preocuparía mucho ser una solterona, si pudiera serlo como la señorita Lavendar. Pero nunca podré. Cuando llegue a los cuarenta y chico, seré terriblemente gorda. Y mientras que en una solterona delgada puede haber algo romántico, no hay esperanzas para una gorda. ¿Sabes que Nelson Atkins se declaró a Ruby Gillis hace tres semanas? Ruby me lo contó todo. Dice que nunca tuvo intención alguna de acep tarle, porque quien se casara con él debía ir a vivir con sus padres; pero le hizo una declaración tan hermosa y romántica, que la convenció. Mas no quería apresurarse; le pidió una semana para considerarlo. Dos días más tarde, cuando fue al Círculo de la Costura con su madre, vio allí un libro llamado La guía completa de las buenas costumbres. Ruby dice que no puede describir sus sentimientos desde que en una sección llamada «La conducta durante el noviazgo y el casamiento» encontró, palabra por palabra, la declaración que le hiciera Nelson. En cuanto regresó a casa, le escribió una negativa muy cruel. Dice que desde entonces, los padres del muchacho se turnan para vigilarle, no vaya a ser que se tire al río; pero Ruby dice que no deben asustarse, pues en «La conducta durante el noviazgo y el casamiento» dice cómo debe comportarse un amante rechazado y no dice nada sobre ahogarse. Y dice que Wilbur Blair está bebiendo los vientos por ella, pero que no le hace caso. Ana hizo un movimiento de impaciencia.
—Oh, me disgusta decirlo... parece tan desleal... pero ahora no me gusta Ruby Gillis. Me gustaba cuando fuimos juntas a la Academia de la Reina... aunque no tanto como tú y Jane, desde luego. Pero este último año en Carmody parece tan distinta... tan... tan...
—Ya sé —asintió Diana—. Es que «el Gillis» le está saliendo a flor de piel. No puede evitarlo. La señora Lynde dice que las de esa familia no pueden olvidar a los hombres. Ruby no habla más que de chicos, de los cumplidos que le hacen y cuan locos están por ella en Carmody. Y lo raro es que es verdad —admitió algo resentida Diana—. Anoche cuando me encontré con ella en la tienda del señor Blair, me murmuró que acababa de hacer una «conquista». No le pregunté quién era, porque lo estaba deseando. Bueno, supongo que eso es lo que Ruby ha querido siempre. ¿Recuerdas cuando era niña? Siempre decía que pensaba tener docenas de pretendientes cuando creciera y pasarlo lo mejor posible antes de sentar cabeza. Es tan distinta de Jane. Ésta sí que es una muchacha sensata, agradable y digna.
—La querida Jane es una joya —asintió Ana—, pero —añadió inclinándose para dar un tierno golpe en la gordezuela mano que colgaba sobre su almohada— no hay nadie como mi Diana. ¿Recuerdas aquella noche cuando nos encontramos por vez primera y nos juramos amistad eterna en el jardín? Me parece que hemos guardado el juramento. No hemos tenido nunca una rencilla, ni siquiera un alejamiento. Nunca olvidaré el estremecimiento que tuve el día que me dijiste que me querías. Había tenido un corazón tan solitario y hambriento de cariño durante toda mi niñez. Ahora estoy comenzando a comprender cuan solitaria y hambrienta estaba. Nadie se preocupaba por mí ni quería que se le molestara por mi causa. Hubiera sido muy desgraciada a no ser por esa extraña vida interior mía, donde imaginaba todo el amor y los amigos de que no disponía. Pero cuando vine a «Tejas Verdes», todo cambió. Y entonces, te encontré. No sabes cuánto significó tu amistad para mí. Quiero agradecerte en este momento todo el cariño sincero que me has dado siempre.
—Y siempre te lo daré —sollozó Diana—. Nunca querré a nadie, a ninguna muchacha... ni la mitad de lo que te quiero a ti. Y si me caso alguna vez y tengo una hija, la llamaré Ana.

ANA DE AVONLEAWhere stories live. Discover now