Un peligro conjurado

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Un viernes por la tarde, Ana, al regresar desde la oficina de correos a casa, fue interceptada por la señora Lynde, quien, como de costumbre, se hallaba muy atareada con todos los chismes.
-Acabo de estar en lo de Timothy Cortón, a ver si me puede prestar a Alice Louise por unos pocos días para que me ayude -dijo-. La tuve la semana pasada, pues, aunque es muy lenta, es mejor que nada. Pero está enferma y no puede venir. Timothy estaba allí sentado, tosiendo y quejándose. Se ha estado muriendo durante diez años y estará así otros diez más. Los de su clase no terminan nada nunca, ni siquiera el morirse. Son una familia sin voluntad y sólo Dios sabe qué será de ellos.
La señora Lynde suspiró como si dudara del conocimiento celestial sobre tales gentes.
-Marila fue otra vez el martes al oculista, ¿no es así? ¿Qué piensa el especialista?
-Está muy contento -dijo Ana alegremente-. Dice que sus ojos han mejorado y que cree que el peligro de la pérdida completa ha pasado. Pero cree que ya no podrá leer mucho ni volver a hacer trabajos finos de costura. ¿Cómo van sus preparativos para el bazar?
La Sociedad de Damas de Ayuda estaba preparando una feria y cena, y la señora Lynde se hallaba al frente de la empresa.
-Bastante bien... y, a propósito, la señora Alian piensa que estaría bien decorar una caseta como cocina antigua y servir una cena de judías, buñuelos, pastel y cosas por el estilo. Estamos reuniendo por todas partes accesorios antiguos. La señora de Simón Fletcher nos va a prestar las alfombras trenzadas de su madre; la señora de Levi Boulter, algunas sillas viejas, y la tía Mary Shaw nos prestará la vieja alacena con puertas de vidrio. Supongo que Marilla nos permitirá llevar sus candelabros de bronce. Y también queremos todos los platos viejos que sea posible. La señora Alian desea especialmente una verdadera fuente de porcelana azul, si es que podemos encontrarla. Pero nadie parece tener ninguna. ¿Sabes tú de alguien que la tenga?
-La señorita Josephine Barry. Le escribiré pidiéndole que nos la preste para la ocasión.
-Bueno, me gustaría que lo hicieses. Creo que tendremos esa cena dentro de unos quince días. El tío Abe Andrews profetiza tormentas para esa época, por lo que es seguro que tendremos buen tiempo.
El susodicho «Tío Abe» tenía por lo menos de común con los otros profetas el no serlo en su tierra. En realidad, se le consideraba como a una broma, pues pocas de sus predicciones meteorológicas se habían cumplido. El señor Elisha Wright, que se creía el ingenioso del pueblo, acostumbraba decir que en Avon-lea nadie miraba los periódicos de Charlottetown para conocer el estado del tiempo. No, simplemente se lo preguntaban al tío Abe y esperaban lo contrario. Sin amilanarse, el tío Abe seguía profetizando.
-Queremos que se lleve a cabo la feria antes de las elecciones -continuó la señora Lynde-, pues es seguro que vendrán los candidatos y gastarán mucho dinero. Los «conservadores» sobornan a diestra y siniestra, de manera que también se les puede dar una oportunidad de gastar por una vez su dinero en forma honesta.
Ana era una decidida conservadora, en recuerdo de Matthew, pero nada dijo. Prefirió no hablar de política con la señora Lynde.
La muchacha tenía una carta para Marilla, con el matasellos de la Columbia Británica.
-Probablemente es del tío de los niños -dijo excitada cuando llegó a casa-. Marilla, quisiera saber qué dice respecto a ellos.
-Lo mejor será abrirla -fue la seca respuesta de Marilla. Un agudo observador hubiera comprobado que también estaba excitada, pero hubiera muerto antes de darlo a entender.
Ana abrió la carta y echó una mirada a los desaliñados y mal escritos renglones.
-Dice que no puede hacerse cargo de los niños esta primavera... que ha estado enfermo la mayor parte del invierno y que su boda ha sido aplazada. Quiere saber si los podemos tener hasta el otoño y que entonces él se hará cargo. Desde luego que lo haremos, ¿no, Marilla?
-Creo que no nos queda otra alternativa -dijo Marilla algo secamente, aunque con un secreto alivio-. De todos modos, ahora no son tan molestos como antes... o quizá sea que nos hemos acostumbrado a ellos. Davy parece haber progresado mucho.
-Sus modales son mucho mejores -dijo Ana cautelosa, como si no estuviera preparada para decir lo mismo sobre su moral.
Ana había regresado a casa la tarde anterior, para encontrar que Marilla había ido a una reunión en la Sociedad de Ayuda, que Dora dormía en el sofá de la cocina y que Davy, junto al armario de la sala de estar, paladeaba feliz las famosas confituras de ciruelas amarillas de Marilla... cosa que se le prohibiera tocar. Parecía culpable cuando Ana le sorprendió y le sacó del armario.
-¡Davy Keith! ¿No sabes que está muy mal que comas esas cosas, cuando se te ha dicho que no toques nada de ese armario?
-Sí, sé que estuvo mal -admitió Davy incómodo-, pero las confituras de ciruela son muy ricas, Ana. Entré a echar una mirada y parecían tan buenas que quise probar un poquito. Metí el dedo... -Ana lanzó un gemido-, y me lo chupé. Y estaba tan bueno que me pareció mejor meter una cuchara y me lancé.
Ana le dio una explicación tan seria sobre el pecado de robar confituras, que Davy sintió remordimientos y, en medio de besos, prometió su arrepentimiento y no volver a hacerlo.
-De todos modos, en el cielo habrá bastante dulce, lo que es un consuelo -dijo complaciente.
Ana preludió una sonrisa.
-Quizá lo haya... si lo queremos -dijo-; pero, ¿qué te hace pensar eso?
-Pero, si está en el catecismo.
-¡Oh, no! El catecismo no dice nada parecido, Davy.
-Pero te digo que sí -insistió David-. Es en esa pregunta que Marilla me explicó el domingo pasado. «¿Por qué debemos amar a Dios? Porque conserva y redime» y «conserva» es un nombre para los dulces.
-Voy a beber un poco de agua -dijo Ana apresurada. Cuando regresó, le costó bastante tiempo y trabajo explicarle que «conserva» se refería a fines mucho más espirituales.
-Bueno, ya me parecía demasiado bueno para ser verdad -dijo Davy con un suspiro de desilusión-. Y, además, no sé cómo podría Dios encontrar tiempo para hacer dulces, si hay un infinito sábado, como dice el himno. No creo que me guste ir al cielo. ¿No habrá nunca sábados en el cielo, Ana?
-¡Sí, sábados y toda clase de días hermosos! Y cada día será más hermoso que el anterior, Davy -aseguró Ana, que estaba contenta de que Marilla no anduviera por allí para llevarse una sorpresa. Ésta, innecesario es decirlo, llevaba a cabo la instrucción teológica de los mellizos según el antiguo sistema y no aceptaba las especulaciones sobre el tema. Cada domingo, les enseñaba a Dora y Davy un himno, una pregunta del catecismo y dos versículos bíblicos. Dora aprendía dócilmente y recitaba como una pequeña máquina, quizá con la misma comprensión e interés de un verdadero mecanismo. Davy, por el contrario, poseía una viva curiosidad y sus frecuentes preguntas hacían temblar a Marilla.
-Chester Sloane dice que en el cielo no haremos otra cosa que caminar todo el día vestidos de blanco, tocando el arpa y que espera no tener que ir hasta que sea viejo, porque entonces puede que le guste. Y dice que es horrible llevar faldas blancas y a mí me parece lo mismo. ¿Por qué los ángeles no pueden llevar pantalones, Ana? A Chester Sloane le interesan todas esas cosas porque será pastor. Debe ser pastor, porque su abuela dejó dinero para que vaya al colegio y no podrá tenerlo a menos que sea pastor. Ella pensó que un pastor era una cosa muy respetable para la familia. Chester dice que no le importa mucho, que más je gustaría ser herrero, pero que tiene intenciones de divertirse cuanto pueda antes de ser pastor, porque no cree que después sea posible. Yo no seré pastor. Seré comerciante como el señor Blair, y tendré montones de caramelos y plátanos. Pero iría a tu cielo si me dejasen tocar una armónica en lugar del arpa. ¿Crees que me dejarían?
-Sí. Creo que te lo permitirán, si quieres -fue todo cuanto pudo decir Ana sin reír.
La S. F. A. se reunió en lo del señor Harmon Andrews esa tarde y se pidió asistencia completa, ya que debían tratarse importantes asuntos. La S. F. A. estaba en estado floreciente y ya habían conseguido maravillas. A comienzos de la primavera, el señor Major Spencer cumplió su promesa y apisonó, niveló y plantó la zona de su granja que daba al camino. Una docena de otros caballeros, algunos apremiados por la determinación de no dejar que un Spencer se les adelantara, otros acuciados por «fomentadores» de su propio clan, siguieron su ejemplo. El resultado fue que hubo largas bandas de suave césped aterciopelado donde antes hubiera maleza de mal aspecto. Las fachadas de las granjas que no estaban arregladas parecían tan feas por contraste, que sus propietarios sentían secreta vergüenza y eran impulsados a ver qué podían hacer en otra primavera. El triángulo en el cruce de caminos también había sido limpiado y plantado y el parterre de geranios de Ana, no mancillado por ninguna vaca vagabunda, ya estaba en su centro.
En conjunto, los «fomentadores» pensaban que les iba muy bien, a pesar de que el señor Levi Boulter, que fuera entrevistado con fina táctica por un comité cuidadosamente elegido, les dijera de malos modos, respecto a la vieja casa, que no la pensaba tocar.
En esta reunión especial tenían pensado redactar una petición a los síndicos del colegio, rogándoles humildemente que se pusiera una cerca a las tierras de la escuela y también se discutió sobre la plantación de unos pocos árboles ornamentales junto a la iglesia, si lo permitían los fondos de la sociedad, ya que, como dijera Ana, de nada servía iniciar otra suscripción mientras quedara azul el Salón. Los miembros estaban reunidos en el comedor y Jane ya se preparaba a presentar la moción para nombrar una comisión que informara sobre el precio de dichos árboles, cuando Gertie Pye hizo su entrada, peripuesta como de costumbre. Gertie tenía el hábito de llegar tarde, «para hacer más efectiva su entrada», como decían las gentes mal intencionadas. La entrada de Gertie en esta ocasión fue, por cierto, efectiva, pues se detuvo dramáticamente en mitad del salón, alzó los brazos, hizo girar los ojos y exclamó:
-Acabo de oír algo horroroso. ¿Qué os parece? El señor Judson Parker va a alquilar toda la cerca de su granja que da al camino a una compañía de productos farmacéuticos para que ponga un anuncio.
Por una vez en su vida, Gertie Pye produjo toda la sensación que deseara. No hubiera conseguido más de haber echado una bomba entre los «fomentadores».
-No puede ser verdad -dijo Ana.
-Eso es lo que dije en cuanto lo supe -dijo Gertie, que estaba disfrutando en grado sumo-. Yo dije que no podía ser verdad, que Judson Parker no tendría corazón para hacerlo. Pero papá lo encontró esta tarde, le preguntó y él dijo que era verdad. ¡Imagínate! Su granja da al camino de Newbridge y será horrible ver los anuncios de pildoras y emplastos, ¿no os parece?
Los «fomentadores» tuvieron una noción demasiado exacta. Hasta los menos imaginativos pudieron representarse el grotesco efecto de medio kilómetro de cerca adornada con tales anuncios. Todo pensamiento respecto al colegio y a la iglesia se desvaneció ante este nuevo peligro. Se olvidaron todas las reglas parlamentarias y Ana, desesperada, omitió tomar nota en sus actas. Todos hablaron a un tiempo, haciendo un ruido horrible.
-Tengamos calma -dijo Ana, la más excitada de todos- y tratemos de pensar en la manera de evitarlo.
-No sé cómo lo vas a hacer -exclamó Jane amargamente-. Todos saben cómo es Judson Parker. Es capaz de hacer cualquier cosa por dinero. No tiene ni una chispa de espíritu público ni sentido alguno de la belleza.
La perspectiva no era muy buena. Judson Parker y su hermana eran los únicos Parker en Avonlea, de manera que no se podían esperar influencias familiares. Martha Parker era una dama de cierta edad (demasiado cierta) que desaprobaba a los jóvenes en general y a los «fomentadores» en particular. Judson era un hombre jovial, de suave hablar, tan natural y gentil, que era sorprendente cuan pocos amigos tenía. Quizá se había dedicado demasiado a los negocios, cosa que rara vez sirve a la popularidad. Poseía reputación de ser muy «agudo» y era opinión general que «no tenía muchos principios».
-Si Judson Parker tiene ocasión de «conseguir un penique decente», no la perderá - comentó Frederic Wright.
-¿No hay alguien que tenga influencia sobre él? -preguntó Ana desesperada.
-Va a White Sands a ver a Louisa Spencer -informó Carrie Sloane-. Quizá ella podría convencerle de que no alquile la cerca.
-Ella no -dijo Gilbert con énfasis-. La conozco bien. No «cree» en las Sociedades de Fomento, pero sí en los dólares. Es más probable que le empuje a hacerlo.
-Lo único que queda por hacer es nombrar una comisión que lo visite y proteste -dijo Julia Bell-. Y debemos enviar chicas, pues con los varones será rudo. Pero no iré, de manera que no es necesario que me nombréis.
-Mejor que enviemos a Ana sola -dijo Oliver Sloane-; es la única capaz de lidiar con él.
Ana protestó. Deseaba ir y hablar, pero debía llevar otros consigo «para apoyo moral». Por lo tanto, se nombró a Diana y a Jane para que se lo dieran. La reunión se disolvió con zumbidos como de avispas indignadas. Ana se hallaba tan preocupada que no durmió hasta el amanecer y entonces soñó que los síndicos habían puesto una cerca alrededor de la escuela, con la inscripción «Pruebe Pildoras Pínpura» pintada a todo lo largo.
El comité visitó a Judson Parker la tarde siguiente. Ana luchó elocuentemente contra su nefasto designio y Diana y Jane la apoyaron valientemente. Judson fue zalamero, suave, lisonjero; les hizo algunos cumplidos sobre la delicadeza de los girasoles; lamentó mucho negar algo a tan bellas jóvenes... pero los negocios son los negocios y no podía dejar que en esta época tan difícil los sentimientos se cruzaran en su camino.
-Pero les voy a decir qué haré -dijo guiñando un ojo-. Le diré al agente que use colores bonitos, rojo y amarillo, por ejemplo. Y le insistiré que de ninguna manera puede pintar el anuncio de azul.
El derrotado comité se retiró, pensando cosas que la censura no nos permite repetir.
-Hemos hecho cuanto nos ha sido posible y debemos confiar en la Providencia -dijo Jane, imitando inconscientemente el tono y gesto de la señora Lynde.
-Quizá el señor Alian pudiera hacer algo -reflexionó Diana. Ana negó con la cabeza.
-No, de nada vale molestar al señor Alian, especialmente ahora que tiene el niño tan enfermo. Judson se le escurriría, como a nosotras, aunque ahora le ha dado por ir a la iglesia regularmente. Pero eso es sólo porque el padre de Louise Spencer es viejo y se fija mucho en esas cosas.
-Judson Parker es el único en Avonlea a quien se le pudo ocurrir alquilar la cerca -dijo Jane indignada-. Ni Levi Boulter ni Lorenzo White lo hubieran hecho, con lo poco pródigos que son. Tienen demasiado respeto por la opinión pública.
La opinión pública se fijó por cierto en Judson Parker cuando el tema trascendió, pero eso no sirvió de mucho. Judson se reía y la desafiaba. Los «fomentadores» estaban tratando de resignarse a la idea de ver echada a perder con anuncios la parte más hermosa del camino a Newbridge, cuando Ana se puso en pie ante la presidencia y anunció que el señor Judson Parker le había dado instrucciones para que informara a la Sociedad de que no iba a alquilar su cerca a la Compañía de Específicos.
Jane y Diana se quedaron mirándola como si no creyeran en sus oídos. La etiqueta parlamentaria, que se guardaba estrictamente en la S. F. A., la inhibió y no pudieron dar rienda suelta a su curiosidad. Pero después de la sesión, Ana fue asediada en busca de noticias. Ella no tenía explicaciones que dar. Judson Parker la había alcanzado en el camino, diciéndole que tenía decidido solidarizarse con la S. F. A. en su odio contra los anuncios farmacéuticoss. Eso fue todo cuanto dijo Ana, en aquel instante o después, y era la pura verdad; pero cuando Jane Andrews, camino a casa, confió a Oliver Sloane su firme creencia de que había algo detrás de aquel cambio, también dijo la verdad.
La noche anterior, Ana había ido a ver a la anciana señora Irving por el camino de la costa, regresando a casa por un atajo que la llevó a la costa y luego por el bosque de abetos cerca de los Dickson, por una senda que salía al camino real justo un poco más allá del Lago de las Aguas Refulgentes, más conocido para las gentes sin imaginación como la laguna de los Barry. En dos carricoches detenidos junto al camino se hallaban dos hombres. Uno era Judson Parker; el otro, Jerry Corcoran, un hombre de Newbridge al que, según palabras de la señora Lynde, «nunca había podido probársele nada». Era viajante de aperos agrícolas y prominente personalidad política. Estaba metido en cuanto enjuague político había. Y como Canadá se hallaba en vísperas de elecciones, Jerry era un hombre muy ocupado desde semanas atrás, pues recorría toda la región en busca de votos para su candidato. En el momento en que Ana emergió de entre la maleza, le escuchó decir a Corcoran:
-Si vota usted por Amesbury, Parker... bueno, yo tengo un pagaré por unas herramientas que recibiera usted en la primavera. Supongo que no le molestaría que fuera destruido, ¿no?
-Bu... eno, ya que me lo pide así -respondió Judson con un guiño-, creo que lo haré. Un hombre debe vigilar sus intereses en estos tiempos.
En ese instante, ambos vieron a Ana y la conversación cesó abruptamente. Ana saludó con frialdad y siguió, con la barbilla un poco más alta que de costumbre. Pronto la alcanzó Parker.
-¿Quiere que la lleve, Ana? -le preguntó ingenuamente.
-No, gracias -dijo ella, con un ligero desdén en su voz que percibió la no muy sensible conciencia de Judson. Su cara se enrojeció y tiró enojado de las riendas, pero al instante recapacitó. Miró incómodo a Ana, que seguía andando, sin mirar ni a derecha ni a izquierda. ¿Había oído la inequívoca oferta de Corcoran y su clara aceptación? ¡Maldito Corcoran! ¡Si tuviera al menos la costumbre de no decir las cosas tan claro! ¡Y malditas maestras pelirrojas que aparecen cuando menos uno lo esperaba! Si le había oído, seguramente que lo contaría. Aunque a Judson Parker le preocupaba bien poco la opinión pública, ser conocido, como vendedor de su voto era algo muy feo y si llegaba alguna vez a oídos de Isaac Spencer, adiós sus esperanzas de ganar la mano de Louisa, con su futuro de heredar a un rico granjero. Judson sabía que no le miraban ya del todo bien, de manera que no podía correr riesgo alguno.
-Ejem... Ana, querría verla sobre ese asunto de que conversamos el otro día. He decidido no alquilar la cerca a esa compañía. Una sociedad con miras como la de ustedes debe ser alentada. Ana dejó de lado su frialdad.
-Gracias.
-Y... y... no hace falta que mencione mi conversación con Jerry.
-No tenía la menor intención de hacerlo -dijo Ana fríamente-, hubiera preferido ver todas las cercas de Avonlea pintadas antes de negociar con un hombre capaz de vender su voto.
-Bueno, bueno -asintió Judson, imaginando que se comprendían magníficamente uno a otro-. Nunca la creí capaz. Desde luego que le estaba tomando el pelo a Jerry... se cree tan sagaz. No tengo intenciones de votar a Amesbury. Votaré a Grant como siempre... ya lo verá cuando lleguen las elecciones. Y está bien lo de la cerca; se lo puede decir a los «fomentadores».
«En este mundo tiene que haber gente de todas clases, como he oído a menudo, pero creo que hay algunas de las que se podría prescindir», reflexionó Ana esa noche ante el espejo de su cuarto. «No podría haber mencionado esa desgracia a nadie, de modo que mi conciencia está tranquila a ese respecto. En realidad no sé a qué o a quién hay que agradecérselo. Yo no hice nada para conseguirlo. Y es difícil creer que la Providencia emplee medidas como las que usan hombres como Judson Parker y Jerry Corcoran.»

ANA DE AVONLEADove le storie prendono vita. Scoprilo ora