Comienzan las vacaciones

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Ana miraba la puerta de la escuela en un dorado y tranquilo atardecer, cuando los vientos silbaban entre los abedules alrededor del patio y las sombras eran largas y perezosas junto a los bosques. Arrojó la llave al fondo de su bolsillo con un suspiro de satisfacción. El año escolar había concluido; la habían nombrado maestra para el curso del próximo año con expresiones satisfactorias. Sólo el señor Harmon Andrews le dijo que debía usar la correa más a menudo... y tenía ante sí dos meses de deliciosas y anheladas vacaciones. Ana se sentía en paz con el mundo y consigo misma mientras bajaba la colina con su cesta llena de flores en la mano. Desde que brotaron las primeras flores de mayo, Ana nunca había dejado de hacer su visita semanal a la tumba de Matthew. Toda la gente de Avonlea, excepto Marilla, había olvidado al tranquilo, tímido y poco importante Matthew Cuthbert, pero su memoria permanecía viva en el corazón de Ana. Nunca olvidaría al buen anciano que había sido el primero en brindar amor y simpatía a su hambrienta niñez. Al pie de la colina se hallaba un niño sentado en una valla a la sombra de los abetos, un niño de grandes ojos soñadores y hermoso y sensible rostro. Bajó sonriente a reunirse con Ana, pero había rastros de lágrimas en sus mejillas.
—Se me ocurrió esperarla, señorita, porque sabía que iba para el cementerio —dijo y se cogió de su mano—. Yo también voy... llevo este ramo de geranios para la tumba de abuelito Irving de parte de abuelita. Y mire, señorita, voy a poner este manojo de rosas blancas junto a la tumba de abuelito en memoria de mi mamá... porque no puedo llegar hasta su tumba. ¿Cree usted que ella se enterará?
—Sí, Paul, estoy segura.
—¿Sabe, señorita? Hoy hace tres años que murió mamá. Es muchísimo tiempo, pero duele tanto como antes, y también la extraño tanto como antes. A veces me parece que no puedo soportar tanta pena.
La voz de Paul tembló y corrió un estremecimiento por sus labios. Bajó la vista hacia las rosas con la esperanza de que su maestra no viera las lágrimas que había en sus ojos.
—Y así y todo —dijo Ana suavemente— no querrías que dejara de lastimarte... no querrías olvidar a tu mamá aunque pudieras.
—No, por supuesto, no querría. Eso es exactamente lo que siento. Es usted tan buena al comprenderlo, señorita. Nadie me entiende tan bien, ni siquiera abuelita, aunque es tan buena conmigo. Papá lo comprende bastante bien, pero no puedo hablarle mucho de mamá porque lo pone muy triste. Cuando se cubre la cara con las manos, sé que debo detenerme. Pobre papá, debe sentirse terriblemente solo sin mí; pero no tiene más que un ama de llaves. Y cree que éstas no son apropiadas para educar a un niño, especialmente cuando él tiene que estar tanto tiempo fuera de casa por sus negocios. Las abuelas son lo mejor, después de las madres. Algún día, cuando crezca, volveré junto a papá y no nos separaremos nunca más.
Paul le había hablado tanto a Ana de su madre y su padre que la joven sentía como si los hubiera conocido. Pensaba que la madre debía haber sido muy parecida al niño en temperamento y disposiciones, y tenía idea de que Stephen Irving era un hombre más bien reservado, que poseía una profunda y tierna naturaleza que escondía escrupulosamente al mundo.
—Papá no es un hombre con el que resulte muy fácil trabar amistad —le había dicho una vez Paul—. No tuve realmente intimidad con él hasta que murió mamá. Pero es espléndido cuando se ha aprendido a conocerlo. Lo quiero más que a nadie en el mundo; después a abuelita, y luego a usted, señorita. La querría a usted después de papá si no fuera mi deber querer más a mi abuela por todo lo que está haciendo por mí. Usted comprende, señorita. Aunque desearía que me dejara la lámpara en mi cuarto hasta que me durmiera. Se la lleva inmediatamente después de que me acuesto, porque dice que no debo ser cobarde. No soy miedoso, pero me gustaría tener la luz. Mamá siempre se sentaba junto a mí y me sostenía la mano hasta que me dormía. Supongo que me malcriaba. Usted sabe que las mamas a veces lo hacen.
No, Ana no lo sabía, aunque podía imaginarlo. Pensó tristemente en su «mamá», la madre que pensara que ella era «totalmente hermosa», que había muerto hacía tanto tiempo y que se encontraba enterrada junto a su joven esposo en una tumba lejana que nadie visitaba. Ana no podía recordar a su madre y por esta razón, casi envidiaba a Paul.
—La semana que viene cumplo años —dijo Paul mientras subían la roja colina, bajo los rayos del sol de junio— y papá me escribió diciendo que me mandaba algo que según él es lo que más podía gustarme. Creo que ya llegó, pues abuelita tiene la biblioteca siempre cerrada con llave, y eso no lo ha hecho nunca. Y cuando le pregunto por qué, me mira misteriosamente y responde que los niños no deben ser tan curiosos. Es muy excitante cumplir años. ¿No le parece? Voy a cumplir once. Nadie lo diría al verme, ¿no es cierto? Abuelita dice que soy muy pequeño para mi edad y que es porque no como suficiente potaje. Hago lo posible, pero abuela sirve unos platos tan generosos. No hay nada mezquino en la abuela, puedo asegurárselo. Desde aquella vez que usted y yo hablamos de las oraciones camino de la escuela, cuando me dijo que debíamos rezar para salvar las dificultades, le he pedido a Dios todas las noches que me concediera gracia suficiente para ser capaz de comer todo mi potaje. Pero nunca lo he conseguido hasta hoy y aún no sé si será porque tengo muy poca gracia o demasiado potaje. Abuelita dice que papá creció a fuerza de potaje y en su caso sí que resultó bien, pues tendría que ver la espalda que tiene. Pero algunas veces —suspiró Paul con aire meditabundo— creo realmente que el potaje será mi muerte.
Ana se permitió una sonrisa aprovechando que Paul no la miraba. Todo Avonlea sabía que la anciana señora Irving estaba educando a su nieto de acuerdo con los viejos métodos de la dieta y la moral.
—Esperemos que no, querido —dijo Ana alegremente—. ¿Cómo está tu gente de las rocas? ¿Sigue portándose bien el mayor de los mellizos?
—Tiene que hacerlo —aseguró Paul enfáticamente—. Sabe que de otro modo, no seré su amigo.
Yo creo que está realmente lleno de maldad.
—¿Y Norah? ¿Ha descubierto ya a la Dama Dorada?
—No, pero creo que sospecha. Estoy casi seguro que la última vez que fui a su caverna, me vigilaba. A mi no me importa si se entera. Yo no querría que ocurriera sólo por su bien, ya que eso iba a herir sus sentimientos. Pero si ella está decidida a herir sus sentimientos, no puede evitarse.
—Si alguna noche voy hasta la playa contigo, ¿crees que yo también podré ver a tu gente de las rocas? Paul sacudió la cabeza gravemente.
—No, no creo que usted pueda verles. Pero podrá ver la suya. Usted es de la clase de personas que pueden. Los dos somos de esa clase. Usted lo sabe, señorita —agregó apretando la mano en señal de camaradería—. ¿No es espléndido ser así, señorita?
—Espléndido —asintió Ana fijando sus brillantes ojos grises en los brillantes ojos celestes del niño. Ana y Paul sabían:
Cuan hermoso es el reino que nos abre la imaginación.
Y ambos conocían el camino que iba al país de la felicidad. Allí la rosa de la alegría florecía inmortal en el valle y el arroyo; y las nubes nunca oscurecían el rayo del sol; las dulces campanas nunca emitían sonidos discordantes y abundaban los buenos espíritus. El conocer la situación geográfica de ese país... «al este del sol, al oeste de la luna»... es un don inapreciable y que no puede comprarse. Debe ser el regalo de las buenas hadas al nacer, y los años no pueden mutilarlo o quitarlo. Es preferible poseerlo viviendo en una buhardilla, que habitar palacios sin él.
El cementerio de Avonlea continuaba siendo el solitario campo cubierto de césped. A decir verdad, los «fomentadores» ya habían pensado en él. Y Priscilla Grant había leído en la última reunión un informe sobre cementerios. Los «fomentadores» teman la esperanza de poder reemplazar algún día la sucia, destartalada y vieja cerca de madera por una limpia verja de alambre, hacer regar el césped y enderezar los ladeados monumentos.
Ana puso sobre la tumba de Matthew las flores que llevaba y luego fue hacia el pequeño rincón a la sombra del álamo donde dormía Hester Gray. Desde el día de la excursión primaveral, Ana siempre ponía flores sobre la tumba de Hester cuando visitaba la de Matthew. La tarde anterior había caminado hasta el desierto jardincillo entre los bosques y recogido algunas de las rosas blancas de Hester.
—Pensé que te gustarían más que cualesquiera otras —dijo suavemente.
Ana se encontraba allí sentada, cuando vio una sombra en el suelo junto a ella, alzó la vista y vio a la señora Alian. Volvieron juntas a sus casas.
La señora Alian ya no tenía el rostro de joven novia que ostentara cuando el ministro la llevara a Avonlea cinco años atrás. Había perdido algo de su lozanía juvenil, y se encontraban sufridas líneas junto a su boca y ojos. Algunas eran debidas a una pequeña tumba que se hallaba en ese mismo cementerio; y otras más nuevas habían surgido durante la reciente enfermedad de su hijito, felizmente ya fuera de peligro. Pero sus hoyuelos eran tan dulces como siempre y sus ojos tan claros, brillantes y sinceros; la lozanía juvenil que faltaba a su rostro, estaba ahora más que compensada por una gran ternura y fuerza.
—Supongo que estás pensando en tus vacaciones, Ana —dijo cuando dejaron el cementerio.
—Sí... puedo saborear la palabra como un dulce manjar. Creo que el verano será maravilloso. Por una parte, la señora Morgan vendrá a la isla en julio y Priscilla la traerá aquí.
Ante ese pensamiento, siento uno de mis viejos «estremecimientos».
—Espero que lo pases bien, Ana. Has trabajado muy duro este año y con provecho.
—Oh, no sé. He adelantado tan poco en tantas cosas. No he hecho lo que me proponía cuando empecé a enseñar en el otoño; no he vivido de acuerdo con mis ideales.
—Ninguno de nosotros lo consigue —dijo la señora Alian con un suspiro—. Pero tú sabes lo que dice Lowell, Ana. «No el fracaso, sino los bajos ideales, son el crimen.» Debemos tener ideales y tratar de vivir de acuerdo con ellos, aun cuando nunca tengamos éxito. La vida sería algo muy triste sin ellos. Con ellos, es grande y magnífica. Afírmate bien en tus ideales, Ana.
—Lo intentaré. Pero tengo que abandonar la mayoría de mis teorías —dijo la joven riendo un poco—. Cuando empecé a enseñar, tenía la más hermosa colección de teorías que pueda imaginarse, pero han ido derrumbándose.
—Hasta la teoría del castigo corporal —afirmó la señora Alian.
Ana enrojeció.
—Nunca me perdonaré por golpear a Anthony.
—Tonterías, querida, se lo merecía. No has tenido inconvenientes con él desde entonces y ha comenzado a pensar que no hay nadie como tú. Tu bondad ganó su afecto después de que la idea de que «una chica no sirve» fue expulsada de su testaruda mente.
—Puede haberlo merecido, pero la cuestión no está ahí. Si yo hubiera decidido serena y deliberadamente que debía azotarle porque merecía el castigo, no me sentiría como me siento. Pero la verdad señora Alian, es que me enfurecí y por eso le pegué. No pensaba si era justo o injusto. Quizá si él no lo hubiera merecido lo habría hecho igual. Es eso lo que me humilla.
—Bueno, todos cometemos equivocaciones, querida, de manera que olvídalo. Debemos lamentar nuestros errores y aprender de ellos, pero nunca llevarlos con nosotros hacia el futuro. Ahí va Gilbert Blythe en su bicicleta. También vuelve a su casa a pasar las vacaciones, supongo. ¿Cómo les va con sus estudios?
—Bastante bien. Esperamos terminar con Virgilio esta noche. Nos quedan sólo veinte versos. Después, no estudiaremos más hasta septiembre.
—¿Piensas ir a la universidad?
—Oh, no sé —Ana miró soñadoramente hacia el azul horizonte—. Los ojos de Marilla nunca mejorarán más que ahora, aunque estamos muy agradecidos de que no los pierda por completo. Y luego están los mellizos; en realidad, no creo que su tío los mande a buscar nunca. Quizá la universidad me convendría, pero no pienso mucho en ello para no sentirme defraudada.
—Bueno, me gustaría verte en la universidad, Ana, pero si no vuelves, no debes sentirte descontenta por ello. En cualquier lado que estemos, hacemos nuestra vida. Después de todo, la universidad sólo puede ayudarnos a hacerla más fácil. Nuestra vida puede ser amplia o angosta, de acuerdo a lo que ponemos en ella, no a lo que obtenemos. La vida es rica aquí y en todas partes, sólo con que aprendamos a abrir nuestros corazones a su riqueza y plenitud.
—Creo que entiendo lo que quiere decir —dijo Ana meditativamente—. Y sé que hay muchas cosas por las que debo estar agradecida... tantas... mi trabajo; Paul Irving; mis queridos mellizos y todos mis amigos. Estoy muy agradecida a la amistad, señora Alian. Embellece tanto la vida.
—No hay duda de que la verdadera amistad es algo muy reconfortante —dijo la señora Alian—. Y debemos tener un alto ideal de ella y nunca mancharla con ninguna falta a la verdad o a la sinceridad. Me temo que el nombre de amistad a menudo se ha degradado por una especie de intimidad que no tiene nada de verdadera amistad.
—Sí... como la de Gertie Pye y Julia Bell. Tienen mucha intimidad y van juntas a todas partes, pero Gertie siempre está diciendo cosas desagradables de Julia a sus espaldas, y todos piensan que está celosa de ella porque se alegra cuando alguien la critica. Creo que es una profanación llamar a eso amistad. Si tenemos amigos debemos sólo buscar lo bueno que hay en ellos y darles lo mejor que tenemos, ¿no le parece? La amistad debe ser la cosa más hermosa del mundo.
—La amistad es muy hermosa —sonrió la señora Alian—; pero algún día...
Se detuvo repentinamente. En el delicado rostro de Ana, con sus candidos ojos y movedizos rasgos, había aún más de niña que de mujer. El corazón de Ana hospedaba sólo sueños de amistad y ambición, y la señora Alian no deseaba barrer las flores de su dulce inconsciencia. De modo que dejó que los años del futuro terminaran su frase.  

ANA DE AVONLEAWhere stories live. Discover now