Marilla adopta mellizos

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La señora Rachel Lynde se hallaba sentada junto a la ventana de su cocina, tejiendo una colcha, tal como estuviera varios años antes, cuando Matthew Cuthbert había aparecido en su carricoche sobre la colina con lo que la señora Lynde bautizara «su huérfana importada». Pero aquello había ocurrido en primavera; esto pasaba a fines de otoño y los árboles estaban desnudos y los campos secos y pardos. El sol se ponía con abundante púrpura y oro tras los oscuros bosques del oeste de Avonlea, cuando un coche tirado por un hermoso jaco bajó la colina. La señora Lynde lo miró de hito en hito.
—Ahí está Marilla, que regresa del funeral —dijo a su marido, que estaba recostado en el sillón de la cocina. Thomas Lynde se recostaba más que de costumbre en su sillón por aquel entonces, pero su mujer, que era tan ducha en notarlo todo fuera de su hogar, aún no había caído en ello—. Y trae los mellizos consigo... Sí, ahí está Davy, inclinándose a tirarle de la cola al poni, mientras Marilla le riñe. Dora está sentada muy envarada. Siempre parece estar así. Bueno, la pobre Marilla va a tener bastante de qué ocuparse este invierno, no cabe duda. Y sin embargo, dadas las circunstancias, no veo que le quedara más remedio que hacerse cargo de ellos. Tendrá a Ana para que le ayude. La muchacha está contentísima. Y tiene un cierto don para tratar niños, eso es. Parece que fuera ayer cuando el pobre Matthew trajo a Ana y todos se rieron ante la idea de Marilla y la crianza de una niña. Y ahora ha adoptado mellizos. Uno nunca acaba de sorprenderse.
El gordo poni cruzó el puente del Valle de Lynde y entró al sendero de «Tejas Verdes». La cara de Marilla no era muy alegre. Desde East Grafton llevaba recorridos quince kilómetros y Davy Keith parecía poseído por el baile de San Vito. El hacerle sentar quieto escapaba a las fuerzas de Manila y durante todo el camino había estado con el temor constante de que cayera detrás del coche y se rompiera el cuello o fuera a parar a las patas traseras del poni. Finalmente, le amenazó con azotarle tan pronto llegara a casa. En seguida Davy se sentó en su regazo, haciendo caso omiso de los ruidos, le echó sus brazos regordetes al cuello y le dio un abrazo de oso.
—No creo que lo diga de veras —dijo besándole afectuosamente la arrugada mejilla—. No parece una señora capaz de azotar a un niño nada más que porque no se queda quieto. Cuando era como yo ¿no le resultaba muy difícil estarse quieta?
—No, siempre me quedaba quieta cuando me lo ordenaban —dijo Marilla, hablando secamente aunque sentía ablandársele el corazón ante las impulsivas caricias de Davy.
—Bueno, creo que eso fue porque era nena —respondió el niño, volviendo a su lugar después de otro abrazo—. Alguna vez fue una niña, supongo, aunque sea muy divertido pensarlo. Dora se puede sentar quieta... pero a mí no me parece divertido. Me parece muy tonto ser niña. Dora, te voy a despertar un poco.
El método empleado por Davy era apoderarse de los rizos de Dora y darles un tirón. Dora lanzó un chillido y se puso a llorar.
—¿Cómo puedes ser tan malo cuando tu pobre madre acaba de ser enterrada? —dijo Marilla tristemente.
—Pero a ella le gustó morirse —dijo Davy confidencialmente—. Lo sé porque me lo dijo. Estaba terriblemente cansada de estar enferma. Hablamos mucho la noche antes de que muriera. Me contó que me iba a llevar con Dora durante el invierno y me pidió que fuera bueno. Voy a ser bueno, pero, ¿no se puede ser tan bueno moviéndose como estando quieto? Y dijo que también debía ser bueno con Dora y protegerla y así lo voy a hacer.
—¿Llamas ser bueno a tirarle del pelo?
—Bueno, no voy a dejar que nadie más lo haga —dijo Davy, cerrando el puño y frunciendo el ceño—. Lloró porque es una nena. Me alegro de ser hombre, pero no de ser mellizo. Cuando la hermana de Jimmy Sprott le contradice, él le dice: «Soy mayor que tú, por lo tanto sé más» y eso la hace callar. Pero no le puedo decir eso a Dora y se empeña en pensar distinto de mí. ¿Me puede dejar guiar el coche un rato, ya que soy hombre?
Marilla era la mujer más agradecida cuando entró en su campo, donde la noche otoñal danzaba entre las amarillentas hojas. Ana estaba en la puerta, lista para bajar a los mellizos. Dora se sometió con calma a que la besaran, pero Davy respondió a la bienvenida de Ana con uno de esos cariñosos abrazos y el alegre anuncio de: «Yo soy el señor Davy Keith».
Durante la cena, Dora se comportó como una señorita, pero la actitud de Davy dejó mucho que desear.
—Tengo tanta hambre que no me deja tiempo para comer correctamente —dijo cuando Marilla lo reprendió—. Dora no tiene ni la mitad de hambre que yo. Mire todo el ejercicio que hice para venir aquí. Esa torta es lo mejor de lo mejor. Hacía muchísimo tiempo que no comíamos torta en casa, porque mamá estaba demasiado enferma para hacerla y la señora Sprott decía que ya era demasiado hacernos el pan. Y la señora Wiggins nunca les pone ciruelas a sus tortas. ¿Puedo servirme otro trozo?
Marilla hubiera dicho que no, pero Ana cortó un generoso pedazo. Sin embargo, recordó a Davy que debía decir «gracias». Éste hizo una mueca y le dio un buen mordisco. Cuando hubo terminado con su trozo, dijo:
—Si me diera otro trozo, le daría las gracias por él.
—No, ya has comido bastante torta —respondió Marilla, en un tono que Ana conocía y que Davy llegaría a conocer en el futuro como definitivo.
Davy guiñó el ojo a Ana e inclinándose de pronto sobre la mesa, le quitó a Dora su trozo de torta, al cual la niña había dado sólo un pequeño bocado y, abriendo cuanto pudo la boca, se metió el trozo íntegro. Los labios de Dora temblaron y Marilla quedó muda de horror. Ana exclamó, con su tono «magistral»;
—¡Oh, Davy!, los caballeros no hacen cosas así.
—Ya lo sé —dijo el niño tan pronto pudo hablar—; pero yo no soy un caballero.
—¿Pero no lo quieres ser? —dijo la sorprendida Ana.
—Claro que sí. Pero uno no es un caballero hasta que es mayor.
—Ya lo creo que sí —se apresuró a decir Ana, creyendo ver una buena oportunidad para sembrar para el futuro—. Se puede empezar a ser caballero cuando se es pequeño. Y los caballeros nunca arrebatan cosas a las chicas, ni se olvidan de dar las gracias, ni tiran de los cabellos.
—Entonces no se divierten mucho —dijo Davy con franqueza—. Sospecho que esperaré a crecer, antes de serlo.
Marilla, con aire resignado, había cortado otro trozo para Dora. No se sentía capaz de lidiar a Davy en aquellos momentos. Había sido un día duro para ella, con el funeral y el largo viaje. En aquel momento contemplaba el futuro con un pesimismo digno de Eliza Andrews.
Los mellizos no se parecían mucho, aunque ambos eran rubios. Dora tenía largos y suaves rizos, siempre arreglados. Davy poseía unos indomables cabellos rubios. Los ojos castaños de Dora eran suaves y dulces; los de Davy, tan inquietos como los de un trasgo. La nariz de Dora era recta; la de su hermano, positivamente chata. La boca de Dora era «fruncida»; la de Davy, toda sonrisas y, además, tenía un hoyuelo en una sola mejilla, lo que le daba un aspecto cómico cuando reía. Alegría y travesuras danzaban en los rincones de su boca.
—Será mejor que os acostéis —dijo Marilla, que pensaba que ésa era la mejor forma de deshacerse de ellos—. Dora dormirá conmigo y tú puedes poner a Davy en la buhardilla del oeste. ¿Tú no tienes miedo de dormir solo, Davy?
—No, pero no pienso ir a dormir hasta dentro de un rato.
—Oh, ya lo creo que sí.
Eso fue cuanto dijo la sufrida Marilla, pero en su tono había algo que hizo callar al mismo Davy. El pequeño subió obediente con Ana.
—Cuando sea grande, lo primero que haré será estar levantado toda la noche para ver qué ocurre —le dijo en tono confidencial.
En los años que siguieron, Marilla no pudo pensar en aquella primera semana de la estancia de los mellizos sin echarse a temblar. En realidad, no fue peor que las que siguieron, pero le pareció así en razón de la novedad. Apenas había un momento del día en que Davy no estuviera portándose mal o planeando hacerlo, pero su primera hazaña notable ocurrió dos días después de su llegada, un domingo por la mañana, un día hermoso y cálido, como si fuera de septiembre. Ana le vistió para ir a la iglesia mientras Marilla arreglaba a Dora. Davy al comienzo protestó enérgicamente por tener que lavarse la cara.
—Marilla la lavó ayer, y la señora Wiggins me fregó con jabón duro el día del funeral. Es bastante para una semana. No veo la ventaja de estar tan limpio. Es muchísimo más cómodo estar sucio.
—Paul Irving se lava la cara todos los días por su propia voluntad —dijo Ana astutamente.
Davy vivía en «Tejas Verdes» desde hacía poco más de cuarenta y ocho horas, pero ya adoraba a Ana; y odiaba a Paul Irving desde que oyera a Ana alabarle con entusiasmo al día siguiente de su llegada. Si Paul Irving se lavaba todos los días, eso arreglaba el asunto. Él, Davy Keith, lo haría también, aunque se muriera. La misma consideración lo hizo someterse mansamente a otros detalles del arreglo personal y, cuando todo hubo terminado, parecía un chico guapo. Ana casi sintió orgullo maternal cuando le condujo al viejo banco de los Cuthbert.
Davy se comportó bastante bien al comienzo, ocupado en mirar de reojo a los pequeños y en descubrir cuál era Paul Irving. Los dos primeros himnos y el primer Evangelio pasaron sin novedad. El señor Alian se hallaba predicando cuando se produjo la hecatombe.
Lauretta White estaba sentada delante de Davy, con la cabeza ligeramente inclinada y el cabello que caía en dos largas trenzas, entre las cuales se veía la tentadora línea de su blanco cuello, rodeado de encaje. Lauretta era una niña de ocho años, regordeta y de aspecto plácido, que se conducía irreprochablemente en la iglesia ya desde el primer día en que su madre la llevó, cuando tenía sólo seis meses.
Davy echó mano a su faltriquera y extrajo... una oruga, peluda y serpenteante. Marilla le vio y quiso detenerle, pero era demasiado tarde. Davy la dejó caer en el cuello de Lauretta.
En mitad del sermón del señor Alian se oyeron unos gritos desgarradores. El ministro se detuvo sorprendido y abrió los ojos. Todas las cabezas de la congregación se alzaron. Lauretta White bailaba una especie de danza en su banco, rascándose frenéticamente la espalda.
—¡Oh, mami... mamita... Oh... sácala... oh... sácala... oh... ese nene malo me la puso en el cuello... oh... mami... está cada vez más abajo... oh... oh...!
La señora White se puso en pie y con cara rígida sacó a la histérica Lauretta de la iglesia. Sus gritos se perdieron en la distancia y el señor Allan continuó con el sermón. Pero todos tuvieron la sensación de que aquello había fracasado. Por primera vez en su vida, Marilla no siguió el texto y Ana se sentó con las mejillas arreboladas por la mortificación.
Cuando regresaron a casa, Marilla acostó a Davy y le obligó a quedarse así todo el día. No le dio comida alguna, excepto té con pan y mantequilla. Ana se lo sirvió y se sentó tristemente a su lado, mientras él comía con aspecto poco arrepentido. Pero la mirada de reproche de Ana le turbaba.
—Supongo —dijo reflexivamente— que Paul Irving no hubiera dejado caer una oruga en el cuello de una niña estando en la iglesia; ¿no es así?
—Desde luego que no —dijo Ana, tristemente.
—Bueno, entonces siento un poco haberlo hecho —concedió Davy—. Pero era una bonita oruga... la cogí en los escalones de la capilla cuando entramos. Me daba pena que se perdiera. Dime, ¿no era divertido oír gritar a esa nena?
La Sociedad de Ayuda se reunió el martes por la tarde en «Tejas Verdes». Ana se apresuró a regresar a casa desde la escuela, pues sabía que Marilla necesitaría cuanta ayuda pudiera darle. Dora, pulcra y correcta, con su vestido blanco bien almidonado y una faja negra, estaba sentada en la sala con los miembros de la Sociedad; respondía formalmente cuando le hablaban, y se quedaba callada cuando no, y en todo momento se comportaba como una niña modelo. Davy, horriblemente sucio, estaba en el establo jugando con barro.
—Le dije que podía hacerlo —dijo Marilla apesadumbrada—. Pensé que así no haría algo peor. De esa forma sólo se ensucia. Terminaremos de tomar el té antes de llamarle para que tome el suyo. Dora puede estar con nosotras, pero jamás me atrevería a dejar sentar a la mesa a Davy con toda esta gente aquí.
Cuando Ana fue a avisar a los invitados que el té estaba preparado, no halló a Dora en la sala. La señora de Jasper Bell dijo que Davy la había llamado desde la puerta. Una rápida consulta con Marilla en la despensa dio como resultado la decisión de hacer tomar el té juntos, más tarde, a ambos niños.
El té estaba casi concluido cuando el comedor fue invadido por una desesperada figura. Marilla y Ana miraron con desmayo y las visitantes con sorpresa. ¿Podría eso ser Dora, esa cosa indescriptible y llorosa con un vestido empapado y goteante y unos cabellos desde los que caía el agua sobre la nueva alfombra de Marilla?
—Dora, ¿qué te ha ocurrido? —gritó Ana, echando una mirada culpable a la señora de Jasper Bell, de quien se decía que su familia era la única en el mundo a la que nunca ocurrían accidentes.
—Davy me hizo caminar por la cerca de la pocilga —lloriqueó Dora—. Yo no quería, pero él me llamó miedosa y me caí en la pocilga y se me ensució el vestido y el cerdo se me echó encima. Mi vestido estaba horrible, pero Davy dijo que si me ponía bajo la bomba, el agua me limpiaría y yo me puse allí y él bombeó, pero el vestido no está limpio y mi faja y mis zapatos están echados a perder.
Ana hizo sola los honores de la mesa, mientras Marilla vestía nuevamente a Dora con sus antiguas ropas. Davy fue atrapado y enviado a la cama sin cenar. Ana fue a su habitación al caer la tarde y le habló seriamente. Éste era un método que le merecía mucha fe, aunque no justificado por completo por los resultados. Le dijo que se sentía muy avergonzada por su conducta.
—También yo lo estoy ahora —admitió Davy—, pero lo malo es que siempre siento las cosas después de haberlas hecho. Dora no me ayudó a jugar con el barro porque tenía miedo de ensuciarse y eso me hizo enfadar. Supongo que Paul Irving no hubiera hecho caminar a su hermana por la cerca de la pocilga si hubiera sabido que se caería.
—No, ni siquiera lo hubiera soñado. Paul es un perfecto caballerito.
Davy cerró fuertemente los ojos y pareció pensarlo un rato. Entonces echó sus brazos al cuello de Ana, hundiendo su carita arrebolada en el hombro de la muchacha.
—Ana, ¿no me quieres un poquito, aunque no sea tan bueno como Paul?
—Sí —dijo Ana sinceramente. Le era imposible no querer a Davy—. Pero te querría más si no fueses tan malo.
—Yo... yo hice algo más hoy —siguió Davy en voz baja—. Ahora lo siento, pero tengo muchísimo miedo de decírtelo. ¿No te enfadarás mucho? ¿Y no se lo dirás a Marilla?
—No sé, Davy, quizá deba decírselo. Pero creo que puedo prometerte no hacerlo si tú me das tu palabra de que nunca lo volverás a hacer.
—No, no lo haré más. De cualquier manera, no es probable que encuentre otro este año. Éste lo hallé en los escalones del sótano.
—Davy, ¿qué es lo que has hecho?
—Puse un sapo en la cama de Marilla. Puedes ir y sacarlo si quieres. Pero dime, Ana, ¿no sería gracioso dejarlo allí?
—¡Davy Keith! —Ana se escapó de entre los brazos del niño y atravesó el vestíbulo corriendo rumbo al dormitorio de Marilla. La cama se encontraba ligeramente arrugada. Retiró las sábanas rápidamente y apareció el sapo observándola parpadeante, debajo de una almohada.
—¿Cómo haré para sacar este horrible bicho? —murmuró Ana con un estremecimiento. Pensó en la pala para la leña y se deslizó abajo a buscarla mientras Marilla estaba ocupada en la despensa. Ana tuvo bastantes inconvenientes en su tarea de transportar el sapo escaleras abajo, pues éste saltó fuera de la pala tres veces y una de ellas Ana pensó que lo había perdido en el vestíbulo. Por fin, cuando lo depositó en la huerta, exhaló un largo suspiro de alivio.
—Si Marilla lo supiera, nunca en su vida volvería a meterse tranquila en la cama. Estoy muy contenta de que ese pecador se haya arrepentido a tiempo. Ahí está Diana haciéndome señas desde su ventana. Me alegro. Siento verdadera necesidad de un poco de diversión, pues con Anthony Pye en la escuela y Davy Keith en casa, mis nervios ya han sufrido todo lo que pueden soportar en un día.

ANA DE AVONLEAWhere stories live. Discover now