Opiniones contrarias

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Una tarde, al caer el sol, Jane Andrews, Gilbert Blythe y Ana Shirley vagaban junto a una cerca a la sombra de las ramas de los abetos que el viento agitaba suavemente, allí donde un atajo conocido como el Camino de los Abedules llegaba al camino real. Jane había ido a pasar la tarde con Ana, quien la acompañaba parte del camino de regreso; junto a la cerca encontraron a Gilbert y, en aquel momento, los tres estaban charlando sobre el funesto mañana, pues ese mañana era el primero de septiembre y comenzaban las clases. Jane iría a Newbridge y Gilbert a White Sands.
-Tenéis una ventaja sobre mí -suspiró Ana-. Enseñaréis a niños que no os conocen, pero yo tengo por alumnos a mis propios condiscípulos y la señora Lynde dice que tiene miedo de que no me respeten como lo harían con un extraño, a menos que sea muy severa desde el comienzo. ¡Oh, me parece una responsabilidad tan grande!
-Sospecho que nos irá bien -dijo Jane en tono reconfortante. Ella no estaba turbada por la aspiración de ejercer una influencia benéfica. Tenía intención de ganarse honradamente el sueldo, gustar a los síndicos y conseguir que su nombre estuviera en la lista de honor del inspector escolar. No tenía más ambiciones-. Lo principal es mantener el orden y un maestro debe ser severo para conseguirlo. Si mis alumnos no hacen lo que les digo, les castigaré.
-¿Cómo?
-Dándoles una buena azotaina, desde luego.
-¡Oh, Jane, no lo harás! -gritó Ana sorprendida-. ¡Jane, no podrás!
-Desde luego que sí, si es que lo merecen -contestó Jane decidida.
-Yo jamás podría azotar a un niño -dijo Ana con igual decisión-. No creo en absoluto en esas cosas. La señorita Stacy nunca nos azotó y mantenía un orden perfecto, y el señor Phillips siempre lo hacía y no guardaba orden alguno. No, si no puedo seguir adelante sin azotes, renunciaré a la enseñanza. Hay mejores modos de manejar alumnos. Trataré de ganarme su afecto y entonces ellos querrán hacer lo que yo les diga.
-Supongamos que no fuera así -dijo la práctica Jane.
-De todos modos no les azotaría. Estoy segura de que no serviría para nada. Querida Jane, no azotes a tus alumnos, no importa lo que hagan.
-¿Qué piensas sobre esto, Gilbert? -preguntó Jane-. ¿No te parece que hay niños que merecen unos azotes de vez en cuando?
-¿No te parece que azotar a un niño... cualquier niño... es cruel y bárbaro? -exclamó Ana, con la cara enrojecida por el ansia.
-Bueno -dijo Gilbert lentamente, dudando entre sus convicciones y su deseo de estar a tono con el ideal de Ana-, las dos estáis equivocadas. Yo no creo que deba azotarse mucho a los niños. Creo, como tú dices, Ana, que hay mejores maneras de manejarlos y que el castigo corporal debe ser el último recurso. Pero, por otro lado, como dice Jane, creo que hay niños a los que no queda más remedio que dar algún que otro azote de vez en cuando. Mi regla será: el castigo corporal como último recurso.
Gilbert, al tratar de complacer a ambos bandos, no consiguió, como suele pasar, quedar bien con ninguno. Jane movió la cabeza.
-Azotaré a mis alumnos cuando se porten mal. Es la manera más corta y fácil de convencerles.
Ana echó una mirada de desilusión a Gilbert.
-Jamás azotaré a un niño -repitió con firmeza-. Estoy segura de que no es ni correcto ni necesario.
-Supon que un muchacho te contesta cuando le mandas que haga algo -dijo Jane.
-Le haré quedar fuera de hora y le hablaré con firmeza y bondad -dijo Ana-. Todas las personas tienen algo de bondad si uno es capaz de encontrarlo. Es deber del maestro descubrirlo y desarrollarlo. Eso es lo que nos dijo nuestro profesor de Pedagogía en la Academia de la Reina. ¿Crees que podrás encontrar algo de bueno en un niño si lo azotas? Es mucho más importante enseñar la bondad a los niños que las ciencias, dice el profesor Rennie.
-Pero al inspector le da por examinarles en ciencias; y no hará un informe muy bueno si no le contestan correctamente.
-Prefiero que mis alumnos me quieran y me consideren después de muchos años como una auxiliadora, a figurar en la lista de honor -afirmó Ana decididamente.
-¿No castigarás de ninguna manera a los niños cuando se porten mal? -preguntó
Gilbert.
-Oh, sí, supongo que tendré que hacerlo, aunque sé que odiaré la obligación. Pero puedo ponerles de rodillas o hacerles escribir frases.
-Supongo que no castigarás a las niñas haciéndolas sentar con varones -dijo Jane socarronamente.
Gilbert y Ana se miraron, sonriéndose tontamente. Una vez, Ana se había visto obligada a sentarse junto a Gilbert como castigo y las consecuencias habían sido tristes y amargas.
-Bueno, el tiempo dirá cuál es la mejor forma -dijo Jane filosóficamente cuando se separaron.
Ana regresó a «Tejas Verdes» por el Camino de los Abedules, umbrío, susurrante, aromático a través del Valle de las Violetas y cruzando Willowmere, donde la luz y las sombras se besaban bajo los pinos; pasó por el Sendero de los Amantes... todos lugares que ella y Diana bautizaron tanto tiempo atrás. Caminaba lentamente, gozando de la dulzura del bosque y los campos y del estrellado crepúsculo veraniego, y pensando juiciosamente en los nuevos deberes que debía afrontar al día siguiente. Cuando llegó al patio de «Tejas Verdes», la voz alta y decidida de la señora Lynde salía por la abierta ventana de la cocina.
«La señora Lynde ha venido a darme un buen consejo para mañana -pensó Ana con una sonrisa-; pero no creo que deba entrar. Sus consejos son como pimienta... Excelentes en pequeñas cantidades, pero algo dolorosos en dosis altas. Iré a charlar con el señor Harrison.»
Ésta no era la primera vez que Ana iba a ver al señor Harrison desde el notable asunto de la vaca de Jersey. Había estado allí varias tardes y se habían hecho muy buenos amigos, aunque en ocasiones Ana se encontraba algo molesta ante la franqueza de que él se jactaba. Ginger todavía la miraba con sospecha y nunca dejaba de saludarla sarcásticamente con un «pelirroja insignificante». El señor Harrison había tratado en vano de quitarle la costumbre, dando un salto cada vez que ella entraba y exclamando: «¡Bendito sea Dios! Aquí está esa chica otra vez», o algo por el estilo. Pero Ginger le veía la intención y lo desdeñaba. Ana nunca sabría cuántos cumplidos le hacía el señor Harrison a sus espaldas. Por cierto que jamás los repetía en su presencia.
-Bueno, supongo que ha estado en el bosque haciendo provisión de vergajos para mañana -fue su saludo cuando Ana subió los escalones.
-Le aseguro que no -contestó ella indignada: Ana era siempre un excelente blanco para las bromas, pues se lo tomaba todo muy a pecho-. Nunca tendré un vergajo en mi escuela, señor Harrison. Desde luego que tendré un puntero, pero sólo lo usaré para señalar.
-¿De manera que piensa usar un cinturón? Creo que tiene razón. El vergajo duele más en el momento, pero el cinturón pica mucho más tiempo.
-No emplearé nada parecido. No voy a azotar a mis alumnos.
-¡Dios bendito! -exclamó el señor Harrison, con genuina sorpresa-. ¿Cómo se las arreglará para mantener el orden?
-Gobernaré con el cariño, señor Harrison.
-No servirá -contestó su interlocutor-; no dará resultado alguno, Ana. «Si dejas el vergajo, se te echa a perder el niño.» Cuando yo iba al colegio, el maestro me azotaba regularmente cada día, pues decía que aunque no estuviese haciendo nada malo, lo estaba planeando.
-Los métodos han cambiado desde sus días escolares, señor Harrison.
-Pero la naturaleza humana, no. Recuerde mis palabras, nunca podrá gobernar a los niños sin tener un vergajo a mano. Es algo imposible.
-Bueno, primero probaré como yo creo que debe hacerse -dijo Ana, que tenía una voluntad bastante fuerte y solía aferrarse tenazmente a sus teorías.
-Veo que es usted bastante testaruda -fue la respuesta-. Bueno, veremos. Algún día cuando se sulfure, y la gente con cabellos como los suyos se sulfura fácilmente, se olvidará de esos bellos principios y les dará una azotaina. De todos modos, es usted muy joven para enseñar... demasiado joven e infantil.
Aquella noche, Ana fue a acostarse con un ánimo bastante pesimista. Durmió poco y cuando bajó a desayunar a la mañana siguiente, estaba tan pálida y trágica, que Marilla se alarmó e insistió en que tomara una taza del horrible té de jengibre. Ana lo sorbió pacientemente, aunque sin poder imaginar qué bien podía hacer el té de jengibre. De haber sido un brebaje mágico, capaz de conferir edad y sabiduría, la muchacha hubiese tomado un litro sin pestañear.
-Marilla, ¿y si fracaso?
-No podrás fracasar por completo en un día y hay muchos más -respondió Marilla-. Lo que ocurre contigo es que esperas enseñarlo todo a esos niños y reformarles al instante y si no lo consigues, crees que has fracasado.  

ANA DE AVONLEAWhere stories live. Discover now