El señor Harrison en la intimidad

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La casa del señor Harrison era un antiguo edificio blanqueado con cal, de aleros bajos, levantado frente a un espeso monte de abetos.
El señor Harrison estaba sentado en la galería bajo la parra, disfrutando de su pipa y del atardecer. Cuando se dio cuenta de quién venía por el sendero, se incorporó rápidamente, se metió en la casa y cerró la puerta. Su reacción fue simplemente el resultado de su desagradable sensación de sorpresa, mezclada con una buena cantidad de vergüenza por su arranque de mal genio del día anterior. Pero esta actitud casi barrió los restos de valor que restaban en el corazón de Ana.
«Si está tan malhumorado ahora, qué será cuando se entere de lo que he hecho», reflexionó miserablemente mientras llamaba a la puerta.
Pero el señor Harrison abrió sonriendo con timidez y la invitó a pasar con tono amable y amistoso, si bien no exento de nerviosismo. Había dejado su pipa y se había puesto la chaqueta; le ofreció amablemente a Ana una silla polvorienta y su acogida podría haber pasado por agradable si no hubiera sido por la charla de una cotorra que estaba espiando a través de los barrotes de una jaula con perversos ojillos dorados. No bien Ana hubo tomado asiento, Ginger exclamó:
—¡Bendito sea Dios! ¿A qué viene esta insignificante pelirroja? —Sería difícil determinar qué rostro estaba más rojo, si el del señor Harrison o el de Ana.
—No haga caso de la cotorra —dijo el señor Harrison, echándole una furiosa mirada a Ginger—. Está... está siempre diciendo tonterías. Me la dio mi hermano, que era marino. Los marinos no suelen usar un lenguaje muy fino y las cotorras son pájaros que todo lo imitan.
—Es lo que pensé —dijo la pobre Ana, sofocando su resentimiento con el recuerdo de su diligencia. No podía permitirse el tratar airadamente al señor Harrison dadas las circunstancias. Cuando se ha vendido la vaca de un hombre sin que éste lo sepa ni haya dado su consentimiento, no se puede tener en cuenta el que su cotorra repita cosas poco halagüeñas. De todos modos, «la insignificante pelirroja» no se encontraba todo lo humilde que hubiera sido de desear.
—He venido a confesarle algo, señor Harrison —dijo resueltamente—. Es... es sobre... la vaca Jersey.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó el señor Harrison nervioso—, ¿otra vez ha entrado a pisotear mi avena? Bueno, no tiene importancia... no importa si lo ha hecho. No tiene importancia...
en absoluto. Yo... Y yo estuve muy brusco ayer. No importa si lo ha hecho.
—Oh, si sólo fuera eso —suspiró Ana—. Pero es diez veces peor. Yo no...
—¡Bendito sea Dios! ¿Quiere decir que se ha metido en mi trigo?
—No... no... en el trigo no. Pero...
—¡Entonces, en los repollos! ¿Se ha metido entre los repollos que estaba cultivando para la exposición, eh?
—No tienen nada que ver los repollos, señor Harrison. Se lo contaré todo... a eso he venido; pero, por favor, no me interrumpa. Me pone nerviosa. Déjeme hablar y no diga nada hasta que haya terminado; y no hay duda de que entonces sí que hablará —concluyó Ana, diciendo esto último para sus adentros.
—No diré ni una palabra —dijo el señor Harrison, y así lo hizo. Pero Ginger no había prometido nada y seguía gritando a intervalos «Pelirroja insignificante», hasta que Ana terminó por enfurecerse.
—Ayer encerré a mi vaca Jersey en nuestro establo. Esta mañana fui a Carmody y cuando regresaba, vi una Jersey entre su avena. Diana y yo la perseguimos y no puede imaginarse el trabajo que nos dio. Yo estaba terriblemente mojada y cansada, y en ese momento apareció el señor Shearer y me ofreció comprar la vaca. En un instante se la vendí por veinte dólares. Éste fue mi error. Debí haber esperado y consultado a Marilla. Pero tengo una terrible predisposición para hacer las cosas sin pensarlas; cualquiera que me conozca puede atestiguarlo. El señor Shearer se llevó la vaca en seguida para despacharla en el tren de la tarde.
—¡Pelirroja insignificante! —chilló Ginger en tono de profundo desprecio.
Al llegar a este punto, el señor Harrison se levantó y, con una expresión que hubiera llenado de terror a cualquier pájaro que no fuera una cotorra, se llevó la jaula de Ginger a una habitación contigua y cerró la puerta. Ginger gritó, juró e hizo otras cosas más de acuerdo con su reputación, pero al final, al ver que la habían dejado sola, cayó en un triste silencio.
—Discúlpeme y continúe —dijo el señor Harrison tomando asiento nuevamente—. Mi hermano el marinero nunca le enseñó educación a ese pájaro.
—Llegué a casa y después del té fui al establo, señor Harrison. —Ana se inclinó hacia delante, juntó las manos con su viejo gesto de la infancia mientras sus grandes ojos grises se clavaban implorantes en el turbado rostro del señor Harrison—. Encontré mi vaca encerrada en el establo. Era su vaca la que había vendido al señor Shearer.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó el señor Harrison, pasmado ante este desenlace—. ¡Qué cosa tan extraordinaria!
—Oh, no es extraordinario en lo más mínimo que yo me meta en enredos y traiga siempre dificultades a la gente —dijo Ana tristemente—, me distingo por eso. A usted puede parecerle que ya estoy demasiado crecida para ello. Cumpliré diecisiete años en marzo... pero parece que no fuera así, señor Harrison: ¿sería demasiado esperar que usted me perdonara? Me temo que sea demasiado tarde para traerle la vaca de vuelta, pero aquí está el dinero que me dieron por ella... o puede quedarse con la mía si lo prefiere. Es una vaca muy buena. No puedo decirle cuánto lamento todo esto.
—Bueno, bueno —dijo el señor Harrison vivamente—. Ni una palabra más sobre el asunto, señorita. No tiene importancia... ninguna importancia. Se trata de un accidente. Yo también soy a veces muy precipitado, señorita; demasiado precipitado. Pero no puedo evitar el decir todo lo que pienso, y la gente tiene que aceptarme como soy. Ahora que si esa vaca hubiera estado entre mis repollos... Pero no importa, no lo hizo y todo está bien. Creo que más bien me quedaré con su vaca, ya que quiere usted desembarazarse de ella.
—Oh, gracias, señor Harrison. Estoy tan contenta de que no esté ofendido. Temía que se enfadara.
—Y supongo que tendría un miedo terrible de venir aquí a contármelo después del alboroto que armé ayer, ¿eh? Pero no debe hacerme caso. Soy un viejo gruñón; eso es todo...
Siempre listo para decir la verdad, sin importarme que sea un poco cruda.
—Como la señora Lynde —dijo Ana antes de que pudiera evitarlo.
—¿Quién? ¿La señora Lynde? No me diga que me parezco a esa vieja chismosa —dijo el señor Harrison irritado—. No me parezco... ni un poquito. ¿Qué trae en esa caja?
—Una tarta —exclamó Ana jocosamente. En su alivio ante la inesperada amabilidad del señor Harrison, su humor se remontó—. La traje para usted... pensé que no comería tarta muy a menudo.
—No, es verdad, y me gusta mucho. Le estoy muy agradecido. Tiene muy buen aspecto. Espero que el sabor también sea bueno.
—Lo es —dijo Ana confidencialmente—. En mis tiempos he hecho tartas que no lo eran, como puede decirle la señora Alian; pero ésta está muy bien. La había hecho para la Sociedad de Fomento, pero puedo hacer otra para ellos.
—Muy bien, pero le diré, señorita, que debe ayudarme a comerla. Pondré agua a calentar y tomaremos una taza de té. ¿Qué le parece?
—¿Me permitirá prepararlo? —preguntó Ana dubitativamente.
El señor Harrison rió entre dientes.
—Veo que no confía usted mucho en mi habilidad para preparar el té. Está equivocada... Puedo hacer un té tan bueno como no ha tomado usted nunca. Pero vaya. Afortunadamente, el domingo llovió y hay un montón de platos limpios.
Ana saltó prestamente y comenzó a trabajar. Lavó la tetera varias veces antes de poner dentro el té. Luego repasó la cocina y puso la mesa, sacando los platos de la despensa. El estado de ésta la horrorizó, pero inteligentemente no dijo nada. El señor Harrison le indicó dónde estaba el pan y la mantequilla y una lata de melocotón. Ana adornó la mesa con un ramo de flores del jardín y cerró los ojos a las manchas del mantel. Pronto estuvo hecho el té y Ana se encontró sentada frente al señor Harrison ante su propia mesa, sirviéndole el té y hablando libremente de su escuela, sus amigos y sus planes. Apenas podía creerlo.
El señor Harrison había vuelto a llevar a Ginger, diciendo que el pobre pájaro se sentiría muy solitario y Ana, dispuesta a perdonar a todos y a todo, le ofreció una nuez. Pero los sentimientos de Ginger habían sido heridos muy gravemente y rechazó todo intento de amistad. Se sentó pensativamente en su percha y acomodó sus plumas hasta que quedó convertida en una pelota verde y oro.
—¿Por qué la llama Ginger? —preguntó Ana, a quien le gustaban los nombres apropiados y pensaba que Ginger no combinada en absoluto con ese magnífico plumaje.
—Mi hermano el marino la bautizó así. Quizá tenga algo que ver con su temperamento. Yo reflexiono mucho sobre este pájaro. Usted se sorprendería si supiera cuánto. Claro está que también tiene sus defectos. Me ha costado muchos disgustos. Mucha gente protesta contra su costumbre de jurar, pero no se la puedo quitar. Lo he intentado y también lo intentaron otras personas. Alguna gente tiene prejuicios contra los loros. Es una estupidez, ¿no es cierto? A mí me gustan. Ginger me hace mucha compañía. Nada podría inducirme a abandonarla... nada en el mundo, señorita.
El señor Harrison pronunció la última frase con tanto sentimiento como si hubiera sospechado en Ana un latente designio de persuadirlo de que dejara a Ginger. Sin embargo, a Ana estaba comenzando a gustarle ese extraño, inquieto y agitado hombrecillo y antes de que terminaran de tomar el té, se habían convertido en dos buenos amigos. El señor Harrison se interesó sobre la Sociedad de Fomento y aprobó la idea.
—Muy bien. Adelante. Hay montones de cosas que mejorar en este pueblo... y también personas.
—¡Oh! No sé —saltó Ana. Para sí misma o entre sus compañeros más íntimos, podía admitir que en Avonlea y en sus habitantes había pequeñas imperfecciones fácilmente remediables. Pero el que lo dijera un forastero como el señor Harrison, era algo completamente distinto—. Creo que Avonlea es un lugar encantador y que la gente también es muy agradable.
—Tiene usted el genio muy vivo —comentó el señor Harrison, examinando las arrebatadas mejillas y los indignados ojos de su opositora—. Avonlea es un lugar bastante decente o yo no me hubiera establecido en él; pero supongo que hasta usted admitirá que tiene algunos defectos.
—Me gusta más por ellos —respondió Ana lealmente—. No me gustan los lugares o las personas que no tienen fallos. Pienso que una persona verdaderamente perfecta sería algo muy poco interesante. La señora de Milton White decía que ella nunca conoció una persona perfecta, pero que ha oído lo suficiente sobre una... la primera esposa de su marido. ¿No le parece que debe ser muy desagradable estar casado con un hombre cuya primera esposa ha sido perfecta?
—Sería más desagradable estar casado con la perfecta esposa —declaró el señor Harrison con repentino e inexplicable ardor.
Cuando terminaron de tomar el té, Ana insistió en lavar los platos, aunque el señor Harrison le aseguró que aún quedaban en la casa platos suficientes para varias semanas. También hubiera deseado de todo corazón barrer, pero no se veía la escoba por ningún lado y Ana no quiso preguntar dónde estaba por temor de que no hubiera.
—Venga a verme de vez en cuando —sugirió el señor Harrison cuando Ana ya se iba—. No estoy lejos y las personas deben ser atentas. Me interesa la sociedad que van a fundar. Me parece que va a ser divertido. ¿A quién van a atacar primero?
—No vamos a meternos con personas... sólo tenemos intenciones de mejorar lugares —dijo Ana con dignidad. Sospechaba que el señor Harrison se estaba burlando del proyecto.
Cuando se fue, éste quedó observándola por la ventana: una forma delgada y juvenil que corría ágilmente a través del campo en medio del resplandor crepuscular.
—Soy un viejo rudo y solitario —dijo Harrison en alta voz— pero hay algo en esa chiquilla que me hace sentir joven otra vez y es una sensación tan agradable que me gustaría que se repitiera de vez en cuando.
—¡Pelirroja insignificante! —gritó Ginger.
El señor Harrison amenazó con el puño a la cotorra.
—Pájaro del demonio —gruñó—, ojalá te hubiera retorcido el pescuezo cuando mi hermano el marino te trajo a casa. ¿Nunca terminarás de meterte en líos?
Ana corrió a su casa alegremente y relató su aventura a Marilla, quien estaba no poco alarmada por su larga ausencia y a punto de salir a buscarla.
—El mundo es hermoso, después de todo,. Marilla —concluyó Ana.
—La señora Lynde se quejaba el otro día de que el mundo no valía mucho. Dijo que cada vez que se espera algo placentero, es seguro que desilusiona; que nada ocurre como se espera. Bueno, quizá sea verdad. Pero tiene su lado bueno, también. Las cosas malas tampoco suceden como se las espera... casi siempre resultan mucho mejor de lo que se piensa. Yo esperaba una experiencia terriblemente fea cuando fui a ver al señor Harrison esta tarde y en lugar de ello, él fue muy amable y casi llegué a pasarlo bien. Creo que seremos verdaderos amigos si nos hacemos unas cuantas concesiones el uno al otro. Pero sin embargo, Marilla, le aseguro que jamás volveré a vender una vaca sin asegurarme antes de quién es el dueño. ¡Y no me gustan las cotorras!  

ANA DE AVONLEAWhere stories live. Discover now