El príncipe regresa al palacio encantado

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El último día de clase llegó y pasó. Se llevó a cabo un triunfal «examen semestral» y los alumnos de Ana se comportaron espléndidamente. Al terminar, le dijeron un discurso y le regalaron un escritorio. Todas las chicas lloraron y se rumoreó que algunos de los chicos también, aunque siempre lo negaron.
Las esposas de Harmon Andrews, de Peter Sloane y de William Bell volvieron juntas a casa, comentando los acontecimientos.
—Creo que es una lástima que Ana se vaya, cuando los pequeños están tan apegados a ella —suspiró la señora de Peter Sloane, que tenía costumbre de suspirar por todo, hasta por los chistes—. Pero también —añadió apresurada— me he enterado de que el año próximo tendremos una buena maestra.
—Estoy segura de que Jane cumplirá con su deber —dijo la señora Andrews, algo estirada—. No creo que pase todo el tiempo contándoles cuentos de hadas a los niños o vagando por los bosques con ellos. Pero su nombre figura en la Lista de Honor del Inspector y la gente de Newbridge está muy triste por su partida.
—Me alegra de verdad que Ana vaya a la universidad —dijo la señora Bell—. Siempre lo quiso y será muy bueno para ella.
—Bueno, no sé —la señora Andrews estaba determinada a no estar completamente de acuerdo con nadie ese día—. No veo que Ana necesite más educación. Probablemente se case con Gilbert Blythe, si a éste le dura el entusiasmo hasta después de terminar sus estudios, y, ¿de qué le servirán entonces el griego y el latín? Si allí pudiera aprender cómo manejar a un hombre, entonces tendría sentido que se fuera.
Según murmuraciones que corrían por Avonlea, la señora Andrews nunca había aprendido a manejar a su «hombre» y, como resultado, el hogar de los Andrews no era exactamente un modelo de felicidad doméstica.
—He visto que la citación de Charlottatown para el señor Alian estaba en el presbiterio —dijo la señora Bell—. Eso significa que pronto le perderemos.
—No se irán antes de septiembre —comentó la señora Sloane—. Será una gran pérdida para la comunidad, aunque siempre me pareció que la señora Alian se vestía demasiado alegremente para ser la esposa de un pastor. Pero ninguno de nosotros es perfecto. ¿Se han dado cuenta cuan pulcro parecía el señor Harrison? Nunca vi un hombre tan cambiado. Va a misa todos los domingos y contribuye al pago del sueldo del pastor.
—Paul Irving se ha hecho un muchachito —dijo la señora Andrews—. Era tan pequeño para su edad cuando vino aquí. Hoy casi no le reconocí. Está empezando a parecerse a su padre.
—Es un muchacho muy inteligente —dijo la señora Bell.
—Lo es, pero —la señora Andrews bajó la voz—... creo que dice cosas raras. Gracie me dijo al regresar del colegio la semana pasada que él le contó un terrible galimatías sobre gentes que viven en la costa, cosas en las que no puede haber un punto de verdad. Le dije a Gracie que no las creyera y me dijo que Paul no esperaba esto tampoco. Pero si no esperaba que le creyese, ¿para qué se las contó?
—Ana dice que Paul es un genio —dijo la señora Sloane.
—Puede que lo sea. Uno nunca sabe qué esperar de estos americanos —dijo la señora Andrews. El único contacto de esta señora con la palabra «genio», era bajo la forma popular de decir «que tiene su genio» a la persona de carácter algo irritable.
En el aula, Ana se hallaba sentada sola ante su escritorio tal como lo estuviera dos años atrás, el primer día de clase, con la cara apoyada en la mano y los húmedos ojos mirando pensativamente el Lago de las Aguas Refulgentes a través de la ventana. Su corazón estaba tan triste por la partida de sus alumnos que la universidad había perdido todo su encanto por el momento. Todavía sentía el abrazo infantil de Annetta Bell y escuchaba su lamento: «Nunca querré a otra maestra tanto como a usted, señorita Shirley; nunca, nunca».
Durante dos años había trabajado con ganas y fidelidad, cometiendo muchos errores y sacando enseñanzas de ellos. Tuvo su premio. Había enseñado algo a sus alumnos, pero sentía que éstos le habían enseñado mucho más; lecciones de ternura, de autocontrol, de inocencia, de ciencia de los corazones infantiles. Quiza no había tenido éxito en «inspirar» alguna ambición hermosa en sus alumnos pero, gracias a su dulce personalidad más que a todos sus cuidadosos preceptos, les había imbuido enseñanzas que les serían necesarias en el futuro; adoptando la verdad, la cortesía y la bondad; manteniéndose alejados de toda falsedad, mezquindad y vulgaridad. Quizá eran inconscientes de haber aprendido tal lección, pero la recordarían y la pondrían en práctica hasta mucho después de haber olvidado la capital de Afganistán o las fechas de la Guerra de las Dos Rosas.
—Se cierra otro capítulo de mi vida —dijo Ana en alta voz, mientras echaba llave al pupitre. Se sentía realmente muy triste por ello, pero lo romántico de la idea del «capítulo cerrado» la consolaba un poco.
Ana pasó una semana al comienzo de las vacaciones en «La Morada del Eco» y todos se divirtieron mucho.
Llevó a la señorita Lavendar de compras al pueblo y la convenció para que se comprara un nuevo vestido de organdí; luego llegó la excitación de cortarlo y coserlo juntas, mientras la feliz Charlotta IV se encargaba del tijereteo. La señorita Lavendar se había quejado de que no podía sentir mucho interés por nada, pero los ojos le volvieron a brillar ante su bonito vestido.
—Qué tonta y frivola debo ser —suspiró—. Estoy completamente avergonzada de que un vestido nuevo, aunque sea de organdí, me ponga tan alegre, cuando una buena conciencia y una contribución adicional a las Misiones Extranjeras no lo consiguieron.
En la mitad de su visita, Ana regresó a «Tejas Verdes» para remendar las medias de los mellizos y responder al cúmulo de preguntas de Davy. Por la noche, fue hasta el camino de la costa a ver a Paul Irving. Mientras cruzaba frente a la baja y cuadrada ventana de la sala de estar de los Irving, vio al pequeño Paul sentado en el regazo de alguien, pero al instante siguiente el niño cruzó corriendo el salón.
—¡Señorita Shirley! —gritó excitado—, ¿sabe qué ha ocurrido? Algo maravilloso. ¡Papá está aquí... qué le parece! ¡Papá aquí! Pase. Papá, ésta es mi maestra.
Stephen Irving se adelantó con una sonrisa a recibir a Ana. Era un cincuentón alto y guapo, con cabellos grises, ojos azules y profundos y una cara fuerte y triste. «Justo la cara de un héroe de novela», pensó Ana, mientras se estremecía de satisfacción. Hubiera sido desilusionante conocer a alguien que debiera ser héroe y encontrarle calvo o encorvado o carente de belleza masculina. Ana hubiera considerado terrible que el objeto del romance de la señorita Lavendar no hubiese estado a la altura de sus antecedentes.
—De modo que ésta es la «linda maestra» de mi hijo, de quien tanto he oído hablar —dijo el señor Irving con un sincero apretón de manos—. Las cartas de Paul hablaban tanto sobre usted, que casi me siento como si la conociese desde hace tiempo. Quiero agradecerle lo que ha hecho por mi hijo. Creo que su influencia ha sido exactamente lo que necesitaba. Mamá es una mujer muy buena y cariñosa, pero su sentido común escocés no podía comprender un temperamento como el de mi pequeño. Usted le ha dado lo que le faltaba. Me parece que gracias a ambas, la educación de Paul durante estos dos años ha sido casi la ideal para un niño sin madre.
A todo el mundo le gusta ser apreciado. Ante las alabanzas del señor Irving, la cara de Ana «se sonrojó como un capullo de rosa» y el ocupado y triste hombre de mundo que la miraba pensó que nunca había visto un ejemplo más dulce y hermoso de adolescencia que esta pequeña maestra, con su roja cabellera y sus hermosos ojos.
Paul se sentó entre ambos terriblemente feliz.
—Nunca soñé que papá viniera —dijo radiante—. Ni abuelita lo sabía. Fue una gran sorpresa. Por lo general —Paul sacudió su rizada cabellera con gravedad— no me gusta que me sorprendan. Cuando a uno lo sorprenden, se pierde toda la diversión de esperar las cosas. Pero en un caso como éste, está bien. Papá llegó anoche cuando ya me había acostado. Y tras la sorpresa de la abuelita y de Mary Joe, él y abuelita subieron a verme. No pensaban despertarme hasta por la mañana. Pero me desperté y vi a papá. Le aseguro que salté hacia él.
—Con un abrazo de oso —dijo el señor Irving sonriendo mientras ponía su brazo sobre el hombro de Paul—. Apenas pude reconocerlo, tan crecido, fuerte y tostado por el sol está.
—No sé quién estaba más contento de ver a papá, si la abuelita o yo —continuó Paul—. Ella ha estado todo el día en la cocina, haciendo las comidas que le gustan a papá. Dice que no se fía de Mary Joe. Ésa es su manera de demostrar la alegría. A mí me gusta más sentarme a conversar con papá. Pero ahora les voy a dejar por un momento, si me lo permiten. Debo reunir las vacas. Es uno de mis deberes diarios.
Cuando Paul hubo salido a cumplir con su «deber diario», el señor Irving habló con Ana de varios temas. Pero la muchacha tuvo la sensación de que él pensaba en otra cosa durante todo ese tiempo. Y de pronto, salió a la superficie.
—En la última carta, Paul me habló de una visita que usted hiciera a una vieja... amiga mía... la señorita Lewis, en la casa de piedra de Grafton. ¿La conoce usted bien?
—Sí, es una amiga muy querida —fue la seria respuesta de Ana, que no dio muestras del repentino estremecimiento que la recorrió de pies a cabeza ante la pregunta del señor Irving. Ana «sintió instintivamente» que el romance asomaba ante ella.
El señor Irving se levantó, fue junto a la ventana y se puso a contemplar el mar, inmenso y dorado, donde jugueteaba el viento. Durante unos momentos, el silencio reinó en la oscura habitación. Entonces se volvió y miró a la cara comprensiva de Ana con una sonrisa, mitad caprichosa, mitad tierna.
—Me gustaría saber cuánto sabe usted.
—Lo sé todo —respondió Ana prestamente—. Verá usted, la señorita Lavendar y yo somos amigas íntimas. Ella no diría cosas tan sagradas a cualquiera. Somos almas gemelas.
—Sí, creo que lo son. Bueno, le voy a pedir un favor. Me gustaría ver a la señorita Lavendar, si ella lo consiente. ¿Le preguntaría usted si puedo ir?
¡Claro que sí! ¡Desde luego que lo haría! Sí, éste era un romance real, con todo el encanto de la poesía, el cuento y el sueño.
Era un poco tardío, quizá, cual una rosa que florece en octubre, cuando debiera haberlo hecho en junio, pero sin embargo era una rosa, toda dulzura y fragancia, con el brillo del oro en su corazón. Nunca la llevaron sus pies con más voluntad que aquella mañana a Grafton, a través de los bosques. Encontró a la señorita Lavendar en el jardín. Sus manos se helaron y la voz le tembló.
—Señorita Lavendar, tengo algo que decirle, algo muy importante. ¿Adivina qué es?
Ana nunca supuso que su interlocutora podría adivinarlo, pero la cara de la señorita Lavendar palideció y lo dijo en voz muy queda, de la cual se habían desvanecido todo el color y la chispa habituales.
—¿Stephen Irving ha regresado?
—¿Cómo lo supo? ¿Quién  se lo dijo? —gritó Ana desilusionada, dolida de que alguien se hubiera anticipado a su revelación.
—Nadie. Supe que era así por la forma en que me habló.
—Quiere venir a verla —dijo Ana—. ¿Puedo decirle que sí?
—Sí, desde luego. No hay razón para lo contrario. Sólo viene como viejo amigo.
Ana tenía una opinión particular sobre el asunto cuando entró apresuradamente en la casa para escribir una carta sobre el escritorio de la señorita Lavendar.
«¡Oh!, es delicioso estar viviendo una novela —pensó alegre—. Desde luego que todo saldrá bien, debe salir. Y Paul tendrá una madre como necesita y todos serán felices. Pero el señor Irving se llevará lejos a la señorita Lavendar, y Dios sabe qué le ocurrirá a la casita de piedra. De manera que esto tiene dos caras, como todo en el mundo.»
La carta importante fue escrita y la propia Ana la llevó al correo de Grafton, donde pidió al cartero que la dejara en la oficina de Avonlea.
—Es muy importante —le aseguró Ana ansiosamente.
El cartero era un viejo personaje algo rezongón, que no tenía en absoluto el aspecto de un mensajero de Cupido y Ana no estaba demasiado segura de poder confiar en su memoria. Pero él dijo que haría todo lo posible por acordarse y la muchacha tuvo que conformarse con eso.
Charlotta IV tuvo la sensación de que existía algún misterio en la casa de piedra esa tarde, misterio del cual estaba excluida. La señorita Lavendar vagaba distraída por el jardín. Ana parecía poseída por el demonio de la inquietud y caminaba sin cesar. Charlotta IV resistió hasta que se le acabó la paciencia. Entonces preguntó a Ana, aprovechando su tercera peregrinación inútil a la cocina.
—Por favor, señorita Shirley, señora —dijo Charlotta IV con un indignado movimiento de sus azules lazos—. Se ve bien claro que usted y la señorita Lavendar tienen un secreto y creo, con perdón si me adelanto demasiado, señorita Shirley, señora, que está muy mal que no me lo digan cuando hemos sido tan amigas.
—Querida Charlotta, se lo hubiera contado todo si fuera cosa mía, pero se refiere a la señorita Lavendar. Se lo explicaré pero, si nada ocurre, nunca deberá decir palabra a nadie. Verá: el Príncipe Encantado viene esta noche. Vino hace mucho, pero huyó en un momento de locura y vagó a lo lejos, olvidando el secreto del mágico sendero al castillo encantado, donde la princesa lloraba por él hasta quebrársele su fiel corazón. Pero al fin lo recordó y la princesa aún espera, porque nadie, excepto su príncipe encantado, puede sacarla del castillo.
—Oh, señorita Shirley, señora, ¿qué es eso en prosa? —dijo la sorprendida Charlotta. Ana rió.
—En prosa, es que esta noche vendrá de visita un viejo amigo de la señorita Lavendar.
—¿Quiere decir un antiguo pretendiente?
—Probablemente eso sea lo que quiero decir en prosa —contestó Ana con seriedad—. Es el padre de Paul, Stephen Irving. Y Dios sabe qué pasará, aunque debemos desear lo mejor, Charlotta.
—Espero que se case con la señorita Lavendar —fue la inequívoca respuesta de Charlotta—. Algunas mujeres están destinadas a ser solteronas y temo que yo soy una de ellas, señorita Shirley, señora, porque tengo muy poca paciencia con los hombres. Pero la señorita Lavendar, no. Y he sufrido mucho pensando qué haría ella cuando yo creciera y tuviera que irme a Boston. No hay más mujeres en nuestra familia y Dios sabe qué sería de ella si diera con alguna extranjera que se riera de sus fantasías y dejara las cosas fuera de su lugar y no le gustara que la llamasen Charlotta IV. Puede que consiga alguna que no le rompa los platos, pero es seguro que no tendrá otra que la quiera más.
Y la fiel doncella abrió la puerta del horno con un bufido.
Aquella tarde cumplieron con la costumbre de tomar el té en «La Morada del Eco», pero en realidad nadie comió nada. Después del té, la señorita Lavendar fue a su habitación a ponerse su nuevo vestido de organdí; Ana le arreglaba el cabello. Ambas estaban muy nerviosas, pero la señorita Lavendar fingía estar tranquila e indiferente.
—Mañana debo coser el roto de la cortina —dijo ansiosamente, inspeccionándola como si fuese la cosa más importante en esos momentos—. Esa cortina no ha dado el resultado que esperaba, considerando lo que pagué por ella. Charlotta ha olvidado sacar el polvo al pasamanos de la escalera otra vez. Tengo que hablarle sobre eso.
Ana se hallaba sentada en la escalera de la galena cuando llegó Stephen Irving por el sendero y cruzó el jardín.
—Este es el lugar donde el tiempo no corre —dijo mirando en derredor—. Nada ha cambiado en la casa ni en el jardín desde que estuve aquí hace veinticinco años. Me hace sentir joven otra vez.
—Ya sabe usted que el tiempo no pasa en un lugar encantado —dijo Ana seriamente—. Las cosas comienzan a ocurrir sólo cuando llega el príncipe.
El señor Irving sonrió un poco tristemente a aquella cara llena de juventud y promesa.
—Algunas veces el príncipe llega demasiado tarde —dijo. Pero no le pidió a Ana que pusiera en prosa ese comentario. Como todas las almas gemelas, «comprendía».
—Oh, no, no si se trata del verdadero príncipe que llega para la verdadera princesa —dijo Ana, mientras abría la puerta. Cuando él hubo entrado, cerró y se volvió y vio a Charlotta IV, que era «toda sonrisas» en el salón.
—Oh, señorita Shirley, señora —suspiró—. Espié por la ventana de la cocina, y es muy guapo y justo de la edad ideal para la señorita Lavendar, y, ¡oh, señorita Shirley, señora! ¿Le parece que estará muy mal oír tras la puerta?
—Sería horroroso, Charlotta —dijo Ana con firmeza—, de manera que venga conmigo, lejos de la tentación.
—No puedo hacer nada y es horrible estar esperando —suspiró Charlotta—. ¿Y qué ocurre si no se le declara? Uno nunca puede estar segura de los hombres. Mi hermana mayor, Charlotta I, creyó una vez estar comprometida con uno. Pero resultó que él tenía una opinión diferente y ella dice que no volverá a confiar otra vez en ellos. Y sé de otro caso en que un hombre pensó que quería mucho a una mujer, cuando en realidad a quien quería todo el tiempo era a la hermana. Si un hombre no sabe lo que quiere, ¿cómo va a estar segura una pobre mujer?
—Iremos a la cocina y sacaremos brillo a las cucharas de plata —dijo Ana—. Ésa es una tarea que afortunadamente no requiere mucha concentración, pues esta noche no podría pensar. Y nos ayudará a pasar el tiempo.
Pasó una hora. Entonces, en el momento en que Ana sacaba brillo a la última cuchara, oyeron cerrarse la puerta principal. Ambas buscaron apoyo en los ojos de la otra.
—Oh, señorita Shirley, señora —tartamudeó Charlotta— si se va tan temprano, es que no hay nada, si lo había.
Volaron a la ventana. El señor Irving no tenía intención de partir. Él y la señorita Lavendar estaban recorriendo lentamente el sendero central, en dirección al banco de piedra.
—Oh, señorita Shirley, señora, le ha pasado el brazo por la cintura —murmuró contenta Charlotta IV— él debe haberse declarado, de lo contrario, ella no se lo permitiría.
Ana cogió a Charlotta por la cintura y se pusieron a bailar hasta quedar sin resuello.
—¡Oh, Charlotta! —gritó la muchacha alegremente—. No soy una profetisa, pero voy a hacer una profecía. Habrá boda en esta vieja casa de piedra antes de que enrojezcan las hojas del arce. ¿Quiere que le ponga eso en prosa, Charlotta?
—No, eso puedo entenderlo —dijo ésta—. Una boda no es poesía. ¡Señorita Shirley, señora, está llorando! ¿Por qué?
—Oh, porque es todo tan hermoso... y tan novelesco... y romántico... y triste... —dijo Ana, secándose las lágrimas—. Es todo muy hermoso... pero también triste.
—Desde luego que es un riesgo casarse con alguien —concedió Charlotta IV—; pero una vez que está hecho, hay muchas cosas peores que el marido.

ANA DE AVONLEAOù les histoires vivent. Découvrez maintenant