Una venta rápida y un arrepentimiento instantáneo

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Ana fue de compras a Carmody la tarde siguiente y llevó a Diana Barry consigo. Diana era, desde luego, un miembro activo de la Sociedad de Fomento y las dos muchachas no hablaron de otra cosa durante el viaje.
—Lo primero que debemos hacer tan pronto empecemos es pintar —dijo Diana cuando pasaron frente al salón de actos de Avonlea, un edificio algo desaseado construido en una hondonada del bosque, con abetos a su alrededor—. Es un lugar de aspecto desagradable y debemos arreglarlo antes de que consigamos que el señor Levi Boulter derribe la casa. Papá dice que no tendremos éxito en eso. Levi Boulter es demasiado mezquino para gastar su tiempo en esas pequeneces.
—Quizá deje que los muchachos la derriben si le prometen cargar las planchas y hacer leña con ellas —dijo Ana esperanzada—. Debemos hacer cuanto podamos y contentarnos con ir lentamente al principio. No podemos esperar que todo salga bien de improviso. Debemos educar primero el sentimiento popular.
Diana no estaba muy segura de qué significaba exactamente eso de educar el sentimiento popular, pero sonaba bien y se sentía orgullosa de pertenecer a una sociedad que tenía tales miras.
—Anoche pensé algo que podíamos hacer, Ana. ¿Conoces el terreno triangular donde se juntaban los caminos de Carmody, Newbridge y White Sands? Está cubierto de abetos jóvenes; pero, ¿no quedaría bien si lo limpiáramos y dejáramos sólo los dos o tres abedules que hay allí?
—Espléndido —dijo Ana alegremente—. Y colocaremos un asiento rústico bajo los abedules. Y cuando llegue la primavera pondremos un parterre de flores en medio y plantaremos geranios.
—Sí; pero debemos inventar algo para conseguir que la vieja señora de Hiram Sloane tenga su vaca fuera del camino, o de lo contrario se comerá los geranios —rió Diana—. Empiezo a comprender qué significa educar el sentimiento popular. Ahí tienes la vieja casa de Boulter. ¿Has visto algo más destartalado? Y colocada justo junto al camino. Una casa vieja, sin ventanas, siempre me hace pensar en algo muerto y sin ojos.
—Creo que una casa vieja y desierta es un espectáculo muy triste —dijo Ana soñadoramente—. Siempre me hace pensar en su pasado y llorar por sus antiguas alegrías. Manila dice que una gran familia creció en ese viejo edificio hace ya muchos años y que era un lugar muy bonito, con un hermoso jardín y rosales por todas partes. Estaba lleno de niños, risas y cantos y ahora está vacío y nada lo cruza fuera del viento. ¡Cuan triste y solitaria debe sentirse! Quizá todos ellos regresan en las noches de luna, los fantasmas de los pequeños de tiempo atrás, de las rosas y los cantos... y por un tiempo la vieja casa puede soñar que es otra vez joven y alegre.
Diana movió la cabeza.
—Ahora ya no imagino cosas así, Ana. ¿No te acuerdas cuánto se enfadaron mamá y Marilla cuando imaginamos que había fantasmas en el Bosque Embrujado? Aún hoy no puedo cruzarlo tranquila al anochecer; y si empiezo a imaginar tales cosas sobre la vieja casa de los Boulter, también tendré miedo de pasar por allí. Además, esos niños no han muerto; han crecido y les va muy bien. Uno de ellos es carnicero. Y, de todas maneras, las flores y los cantos no pueden tener fantasmas.
Ana suspiró levemente. Quería mucho a Diana y siempre habían sido buenas amigas. Pero mucho tiempo atrás había aprendido que cuando se aventuraba en el reino de la fantasía, debía hacerlo sola. Era una senda encantada por donde no podía seguirla ni el ser más querido.
Mientras las chicas estaban en Carmody cayó un chaparrón; no duró mucho, sin embargo, y
la vuelta a casa, entre sendas donde las gotas de lluvia chispeaban sobre los setos y los valles cubiertos de hojarasca, donde los heléchos mojados llenaban el aire de aromático olor, fue deliciosa.
Pero justo cuando doblaron para entrar en el sendero de los Cuthbert, Ana vio algo que echó a perder la belleza del paisaje.
Ante ellas, a la derecha, se extendía el amplio campo del señor Harrison, húmedo y lujurioso, con avena tardía, gris verdosa; y allí, en medio, mirándolas tranquilamente por encima de las campanillas, pastaba una vaca Jersey.
Ana dejó caer las riendas y se puso en pie, con un gesto en los labios que no presagiaba nada bueno para el depredador cuadrúpedo.
No dijo palabra, pero bajó ágilmente por la rueda y saltó la cerca antes de que Diana comprendiera qué había ocurrido.
—Ana, vuelve —gritó, como si hubiera recobrado su voz—. Echarás a perder tu vestido con el grano húmedo... lo echarás a perder. ¡No me escucha! Bueno, nunca podrá sacar sola esa vaca. Debo ir a ayudarla.
Ana corrió entre el grano como enloquecida. Diana saltó vivamente del coche, aseguró el caballo en un poste, se echó las faldas de su lindo vestido sobre los hombros, cruzó la cerca y empezó la persecución de su frenética amiga. Podía correr más rápido que Ana, a quien molestaba su falda empapada, y pronto la alcanzó. Tras ellas dejaron una senda capaz de romperle el corazón al señor Harrison cuando la viera.
—Ana, detente, por el amor de Dios —dijo resollando la pobre Diana—. Estoy sin respiración y tú estás completamente empapada.
—Tengo... que... sacar... esa... vaca... antes que... el señor Harrison... la vea —exhaló Ana—. No... me importa... ahogarme... si... sólo... podemos... hacer eso.
Pero la vaca Jersey parecía no ver razón de peso para abandonar su sabrosa comida. Tan pronto se le hubieron acercado las dos muchachas, giró y salió corriendo hacia el extremo opuesto del campo.
—¡Arréala! —gritó Ana—. ¡Corre, Diana, corre!
Diana corrió. Ana también, y la maldita vaca corrió por todo el campo como posesa. Ana creyó que lo estaba. Pasaron unos buenos diez minutos antes de que la hicieran salir por la senda de la esquina al campo de los Cuthbert.
Es innegable que Ana estaba muy lejos de la calma en esos momentos. Tampoco la tranquilizó mucho contemplar un carricoche detenido del otro lado del sendero, donde estaban sentados el señor Shearer y su hijo, ambos de Carmody, ostentando una amplia sonrisa.
—Sospecho que más le hubiera valido haberme vendido esa vaca cuando quise comprársela la semana pasada, Ana —murmuró el señor Shearer.
—Se la vendo ahora si la quiere —dijo la arrebatada y desgreñada dueña—. Se la puede llevar en este mismo momento.
—Trato hecho. Le daré los veinte dólares que le ofrecí, y Jim se la llevará a Carmody. Saldrá con el resto del embarque esta noche. El señor Reed de Brighton quiere una vaca Jersey.
Cinco minutos más tarde, Jim Shearer y la vaca subían por el camino, y la impulsiva Ana marchaba hacia «Tejas Verdes» con sus veinte dólares.
—¿Qué dirá Marilla? —preguntó Diana.
—Oh, no le importará. Dolly era mi vaca y seguramente que no hubiera conseguido más de veinte dólares en la subasta. Pero querida, si el señor Harrison ve ese sembrado sabrá que ella entró otra vez, después de haberle dado palabra de honor de que eso no volvería a ocurrir. Bueno, eso me ha dado una lección sobre no dar mi palabra de honor respecto a las vacas. Una vaca capaz de saltar una cerca y escaparse de un establo no merece confianza alguna.
Marilla había ido a visitar a la señora Lynde y cuando regresó ya sabía todo respecto a la venta de Dolly, pues la señora Rachel había visto desde su ventana la mayor parte de la transacción, y adivinado el resto.
—Supongo que será mejor que se haya ido; pero tienes la costumbre de hacer las cosas de una manera demasiado precipitada, Ana. Lo que no entiendo es cómo pudo salir del establo. Debe haber hecho pedazos la pared.
—No se me ocurrió mirar —dijo Ana— pero ahora iré a ver. Martin no ha regresado. Quizá se le han muerto algunas tías más. Creo que es algo como lo de Peter Sloane y los octogenarios.
La otra noche, la señora Sloane estaba leyendo un periódico y le dijo a su marido: «Veo que acaba de fallecer otro octogenario. ¿Qué es un octogenario, Peter?». Y el señor Sloane dijo que no lo sabía, pero que deben ser criaturas muy enfermas, porque lo único que se sabía de ellas es que se morían. Eso es lo que pasa con las tías de Martin.
—Martin es igual que todos esos franceses —dijo Marilla disgustada—. No se puede confiar en ellos para nada.
Marilla estaba revisando las compras de Ana cuando oyó un grito en el establo. Un minuto después, la muchacha entraba corriendo en la cocina y se retorcía las manos.
—¿Ana Shirley, qué ocurre ahora?
—Oh, Marilla, ¿qué voy a hacer? Esto es terrible. Y es culpa mía. ¿Cuándo aprenderé a reflexionar y a no ser una atolondrada? La señora Lynde siempre dijo que yo haría algo horrible algún día y ya lo he hecho.
—¡Ana, eres un ser exasperante! ¿Qué has hecho ahora?
—¡He vendido la vaca Jersey del señor Harrison... la que le compró al señor Bell... al señor Shearer! Dolly está todavía en el establo.
—¿Ana Shirley, estás soñando?
—Eso quisiera. No es un sueño, aunque parece una pesadilla. Y la vaca del señor Harrison debe de estar a estas horas en Charlottetown. Oh, Marilla, creí que había terminado de meterme en camisa de once varas y heme aquí otra vez. ¿Qué puedo hacer?
—¿Hacer? No hay nada que hacer, niña, excepto ir a ver al señor Harrison. Le podemos ofrecer nuestra vaca si no quiere el dinero. Es tan buena como la suya.
—Estoy segura de que se enfadará muchísimo —se quejó Ana.
—Ya lo creo. Parece ser un tipo irritable. Yo iré a explicarle todo, si quieres.
—No, no soy tan mezquina como para eso —exclamó Ana—. Todo ha sido culpa mía y por cierto que no voy a escapar al castigo. Iré sola y ahora mismo. Cuanto antes termine, mejor, pues será muy humillante.
La pobre Ana cogió su sombrero y sus veinte dólares y, cuando salía, se le ocurrió mirar por la puerta de la despensa.
Sobre la mesa reposaba una tarta de nueces que había horneado aquella mañana... una masa particularmente apetitosa escarchada con azúcar rosa y adornada con nueces de nogal. Ana la había preparado para el viernes por la noche, cuando la juventud de Avonlea pensaba reunirse en «Tejas Verdes» para organizar la Sociedad de Fomento. Pero, ¿qué eran ellos comparados con el lógicamente ofendido señor Harrison? Ana pensó que una tarta así debería de ablandar el corazón de cualquier hombre, especialmente de uno que debía hacer su comida, y rápidamente la metió en una caja. Se la llevaría al señor Harrison como ofrecimiento de paz.
«Eso si me da oportunidad de decir algo —pensó apesadumbradamente, mientras subía por el sendero cercado y atravesaba los campos, dorados por la luz del atardecer de agosto—. Ahora sé perfectamente cómo se siente la gente cuando va camino de la horca.»

ANA DE AVONLEAWhere stories live. Discover now