Una aventura en el camino «Tory»

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—Ana —dijo Davy, mientras se sentaba en la cama y apoyaba la barbilla entre las manos—. Ana, ¿dónde va el sueño? La gente va a «dormir» cada noche y desde luego que sé que ése es el lugar donde yo hago las cosas que sueño, pero quiero saber dónde y cómo voy y vuelvo de allí sin saberlo, en camisón. ¿Dónde está?
Ana se hallaba arrodillada frente a la ventana de la buhardilla occidental, observando el cielo del atardecer, que era cual una gran flor con pétalos de azafrán y un centro amarillo brillante. Volvió la cabeza ante la pregunta de Davy y respondió soñadora:
Sobre las montañas de la luna En lo profundo del valle de las sombras.
Paul Irving hubiera comprendido esto o le hubiera hallado un significado propio; pero el práctico Davy, que, corno comentaba a menudo Ana, desesperada, no poseía una partícula de imaginación, resultó perplejo y disgustado.
—Ana, creo que dices tonterías.
—Desde luego que sí, querido. ¿No sabes que sólo los tontos hablan todo el tiempo en serio?
—Bueno, me gustaría que me contestaras en serio cuando te pregunto en serio —dijo Davy, con tono ofendido.
—Oh, eres demasiado pequeño para comprender —dijo Ana. Pero se sintió algo avergonzada al decirlo, ya que ante el recuerdo de preguntas similares en su infancia, había hecho solemne voto de no decir nunca a un niño que era demasiado pequeño para comprender. Y hela allí haciéndolo. ¡Cuánto va del dicho al hecho!
—Bueno, hago cuanto puedo por crecer —dijo Davy—, pero es algo que no puedo acelerar.
Si Marilla no fuera tan tacaña con sus dulces, creo que podría crecer más rápido.
—Marilla no es tacaña —dijo Ana con severidad—. Eres muy ingrato al decir tal cosa.
—Hay una palabra que significa lo mismo y suena muchísimo mejor, pero no puedo recordarla —dijo Davy, frunciendo fuertemente el ceño—. Marilla la dijo el otro día.
—Si te refieres a ahorradora, es algo muy distinto de ser tacaña. Ser ahorradora es una excelente virtud en una persona. Si Marilla fuera tacaña, no se hubiera hecho cargo de ti y de Dora cuando murió tu madre. ¿Te hubiera gustado vivir con la señora Wiggins?
—¡Desde luego que no! —fue la enfática respuesta—. Ni tampoco quiero ir con el tío Richard. Prefiero vivir aquí, aunque Marilla sea esa larga palabra respecto a los dulces, porque tú estás aquí. Ana, ¿no me contarás un cuento antes de dormir? No quiero un cuento de hadas. Eso está bien para las nenas, pero yo quiero algo más excitante, con muchos tiros y muertos y una casa incendiada y cosas interesantes por el estilo.
Por fortuna para Ana, Marilla le gritó desde su habitación:
—Ana, Diana está haciendo señales en gran escala. Mejor será que vayas a ver qué desea.
Ana corrió a su buhardilla y vio los parpadeos de la luz en grupos de cinco desde la ventana de Diana, lo que significaba de acuerdo a su antiguo código infantil «ven al instante, pues tengo algo importante que decirte». Ana se echó a la cabeza un chai blanco y cruzó apresuradamente el Bosque Embrujado y el prado del señor Bell, en dirección a «La Cuesta del Huerto».
—Ana, tengo noticias para ti —dijo Diana—. Mamá y yo acabamos de regresar de Carmody y allí en la tienda del señor Blair vi a Mary Sentner, de Spencervale. Dice que las viejas Copp en el camino Tory tienen una fuente de porcelana y cree que es exactamente igual a la que se rompió. Dice que la venderán con gusto, pues Martha Copp nunca guarda nada que pueda vender, pero si no lo desean, en Spencervale, en lo de Wesley Keyson, hay otra y dice que sabe que la venderán, aunque no está segura de que sea exactamente de la misma calidad que la de tía Josephine.
—Mañana iré a Spencervale a verlas —dijo Ana resuelta—, y tú debes venir conmigo. Me sacaré un peso de encima, pues debo ir al pueblo pasado mañana y no me atrevería a enfrentarme a tía Josephine sin la fuente. Sería peor que la vez que tuve que confesarle lo del salto en la cama del cuarto de huéspedes.
Ambas muchachas rieron con el recuerdo, respecto al cual, si algún lector desconoce y siente curiosidad, debemos referirnos a Ana de las Tejas Verdes.
Las muchachas partieron la tarde siguiente. Hasta Spencervale había quince kilómetros y el día no era muy placentero para viajar. Era muy caluroso y en el camino había el polvo de seis semanas de sequía.
—Espero que llueva pronto —suspiró Ana—. Todo está tan seco. Los pobres campos me dan lástima y los árboles parecen estar alzando sus brazos, en un ruego por la lluvia. Me entristezco cada vez que entro en mi jardín. Supongo que no debería estar quejándome de mi jardín cuando los campesinos sufren por sus cosechas. El señor Harrison dice que sus pastos están tan abrasados que las pobres vacas apenas si pueden encontrar bocado y que se siente culpable de crueldad con los animales cada vez que les mira a los ojos.
Después de un viaje agotador, las muchachas llegaron a Spencervale y entraron al camino «Tory», un camino verde y solitario, donde las hierbas en el pavimento daban evidencia de la falta de tránsito. A lo largo de casi toda su extensión, estaba bordeado por espesos abetos, con claros aquí y allá, por donde llegaba hasta el camino alguna granja o se veían los troncos calcinados.
—¿Por qué le llaman el camino «Tory»? —preguntó Ana.
—El señor Alian dice que es por la misma causa que se le dice arboleda a un lugar donde no hay árboles —dijo Diana—, pues nadie vive en este camino, excepto las Copp y el viejo Martin Bovyer en el extremo más alejado y él es liberal. El gobierno Tory construyó el camino nada más que para demostrar que hacía algo.
El padre de Diana era liberal, por cuya causa nunca discutían de política ella y Ana. Los habitantes de «Tejas Verdes» habían sido siempre conservadores.
Finalmente, las muchachas llegaron a la vieja casa de las Copp, un lugar de tal pulcritud exterior, que hasta «Tejas Verdes» hubiera empalidecido al contraste. La casa era de estilo muy antiguo, situada en una cuesta, hecho que obligara a hacer el edificio con un sótano de piedra en un extremo. La casa y los edificios auxiliares se hallaban perfectamente blanqueados con cal y no se veía un solo hierbajo en el peripuesto jardín de la cocina, rodeado por su empalizada blanca.
—Las cortinas están corridas —dijo Diana tristemente—. Creo que no hay nadie.
Y así era. Las muchachas se miraron perplejas.
—No sé qué hacer —dijo Ana—. Si estuviese segura de que la fuente es la que buscamos, no me importaría esperar. Pero si no lo es, puede que después sea demasiado tarde para ir a lo de Wesley Keyson.
Diana miró a una ventanita del sótano.
—Ésa es la ventana de la despensa, estoy segura —dijo—, porque la casa es igual a la de tío Charles en Newbridge y allí la ventana de la despensa está en ese lugar. La persiana no está echada, de modo que si subimos al techo de aquella caseta, podremos echar una mirada a la despensa y ver la mente. ¿Te parece que estará mal?
—No, no lo creo —decidió Ana, tras la debida reflexión—, ya que nuestra razón no es la mera curiosidad.
Una vez arreglado este asunto de ética, Ana se dispuso a subir a la «caseta» antes mencionada, con techo a dos aguas, que en otro tiempo sirviera de cobertizo a los patos. Las Copp habían abandonado la crianza de patos —«porque eran animales muy desaseados»— y la construcción no se usaba desde hacía años, excepto para guardar gallinas. Aunque escrupulosamente blanqueada, estaba destartalada y Ana no se sentía muy segura mientras subía apoyándose en un barril.
—Temo que no pueda resistir mi peso —dijo mientras pisaba con cuidado el tejado.
—Apóyate en la ventana —le aconsejó Diana y Ana le hizo caso.
Con alegría vio una fuente de porcelana exactamente igual a la que buscaba sobre el estante de la ventana. Eso fue todo lo que pudo ver antes de la catástrofe. En su alegría, Ana olvidó la precaria calidad de su sostén, dejó de apoyarse en el marco de la ventana, dio un impulsivo salto de placer... y se hundió hasta los sobacos en el techo y allí quedó colgada, incapaz de soltarse. Diana entró como pudo en la caseta y tomando de la cintura a su infortunada amiga, trató de bajarla.
—Oh... no —se quejó la pobre Ana—. Hay unas astillas largas que se me clavan. Mira a ver si puedes colocarme algo bajo los pies... quizá así pueda subir.
Diana metió el barril y Ana pudo apoyar los pies. Pero no se podía liberar.
—¿Podré sacarte si subo? —sugirió Diana. Ana negó desesperanzada.
—No... las astillas hacen mucho daño. Quizá me puedas sacar si encuentras un hacha. Oh, estoy empezando a creer que nací baj o una estrella maléfica.
Diana buscó cuidadosamente, pero no había hacha.
—Tendré que ir a buscar ayuda —dijo, y volvió junto a la prisionera.
—No —dijo Ana vehemente—. Si lo haces, todo el mundo lo sabrá y me moriré de vergüenza. No, tendremos que esperar que las Copp regresen y pedirles que guarden el secreto. Sabrán dónde está el hacha y me sacarán. No estoy incómoda si me quedo quieta, incómoda de cuerpo, desde luego. ¿En cuanto evaluarán las Copp esta caseta? Tendré que pagar el daño que hice, pero no me importaría si comprendieran mis razones para espiar por la ventana de la despensa. Mi único consuelo es que la fuente es de la clase que busco y si la señorita Copp me la vende, me resignaré a lo que ha sucedido.
—¿Y qué ocurre si las Copp no regresan hasta entrada la noche... o hasta mañana?
—Supongo que tendrás que buscar otra ayuda —dijo Ana de mala gana—, ¡pero no debes ir a menos que sea indispensable!
¡Oh, querida!, ésta es una situación horrible. Mis desgracias no me importarían mucho si fueran románticas, como lo son siempre las de las heroínas de la señora Morgan, pero resulta que son siempre ridiculas. Imagina qué dirán las Copp cuando lleguen y vean la cabeza y los hombros de una chica saliendo del tejado. Escucha, ¿no es un coche? No, Diana, creo que es un trueno.
Y lo era sin duda alguna. Diana, tras una apresurada peregrinación alrededor de la casa, volvió para anunciar que un nubarrón negro aparecía por el noroeste.
—Me parece que va a caer un chaparrón —exclamó—. Ana, ¿qué haremos?
—Debemos estar preparadas —dijo Ana tranquilamente. Un chaparrón parecía una tontería en comparación con lo que ya sucediera—. Será mejor que lleves el coche bajo ese alero. Por fortuna traje mi sombrilla. Ten, llévate mi sombrero. Marilla me dijo que era una tonta al ponerme mi mejor sombrero para venir por el camino Tory, con razón, como siempre.
Mientras caían las primeras gotas, Diana desató el poni y lo llevó bajo el alero. Allí se sentó a contemplar el chaparrón, que fue tan fuerte que apenas si pudo ver a Ana, que sostenía valientemente la sombrilla sobre su cabeza desnuda. No hubo muchos truenos, pero llovió durante casi una hora. Ocasionalmente, Ana echaba atrás la sombrilla y hacía un gesto de valor con la mano, ya que dadas las circunstancias, la conversación era imposible. Por fin cesó la lluvia, salió el sol y Diana se aventuró a través de los charcos.
—¿Te has mojado mucho? —preguntó ansiosa.
—No —contestó Ana alegremente—. Tengo bastante seca la cabeza y los hombros y las faldas sólo se me mojaron donde entró el agua por entre los listones. No te apiades de mí, Diana, pues yo no le he dado importancia. Todo el tiempo pensé cuánto bien hará esta lluvia y qué contento estará mi jardín; imaginemos qué pensarán las flores y los capullos cuando empiecen a caer las gotas. Imaginé un diálogo muy interesante entre los ásteres y los guisantes y el espíritu guardián del jardín. Tengo pensado escribirlo en cuanto llegue a casa. Quisiera tener lápiz y pa pel para hacerlo ahora, porque quizá me olvide las mejores partes antes de llegar a casa.
La fiel Diana tenía lápiz y descubrió una hoja de papel de embalar en la caja del coche. Ana cerró la chorreante sombrilla, se puso el sombrero, desplegó el papel sobre una madera que le alcanzara Diana y escribió su idilio jardinero, en condiciones que no podrían ser consideradas como favorables para la literatura. Sin embargo, el resultado fue bastante bueno y Diana se sintió «arrebatada» cuando Ana se lo leyó.
—Oh, Ana, qué dulce... Envíalo a la Mujer Canadiense. Ana negó con la cabeza.
—Oh, no, no serviría para nada. No tiene argumento. No es más que una sucesión de fantasías. Me agrada escribirlas, pero no sirven para publicarse, pues los editores insisten en que tengan argumento, como dice Priscilla. Oh, ahí está la señorita Copp. Diana, ve y explícale, por favor.
La señorita Sarah Copp era una persona pequeña, vestida de negro, con un sombrero elegido menos con sentido de la moda que de la utilidad. Miró con toda la sorpresa que podía esperarse el espectáculo, pero cuando escuchó la explicación de Diana, fue todo piedad. Rápidamente abrió la puerta trasera, trajo un hacha y con unos pocos y hábiles golpes, puso a Ana en libertad. Ésta, ligeramente entumecida, se deslizó dentro de la prisión y salió libre una vez más.
—Señorita Copp —dijo ansiosamente—, le aseguro que miré por la ventana de su despensa sólo para ver si tenía una fuente de porcelana. No vi otra cosa, ni busqué otra cosa tampoco.
—Está bien —dijo amigablemente la señorita Sarah—. No tiene por qué preocuparse, no ha hecho daño alguno. Gracias a Dios, nosotras las Copp mantenemos presentable la despensa en cualquier momento y no nos importa quién la mira. En lo que se refiere al techo, me alegra que se haya roto, porque quizá ahora Martha acepte que lo derriben. Nunca lo hacía por temor a que pudiera servir de algo y yo debía blanquear la construcción cada primavera. Pero es inútil discutir con ella. Hoy se ha ido al pueblo; la he llevado a la estación. Usted quiere comprarme la fuente. Bueno, ¿cuánto me dará por ella?
—Veinte dólares —dijo Ana, que se hallaba preparada para negociar con las Copp, pues de otro modo, no hubiera ofrecido su precio desde el principio.
—Bueno, ya veré —dijo cautelosamente Sarah—. Por fortuna esa fuente es mía, de lo contrario no me atrevería a venderla cuando Martha no está aquí. De todas maneras, estoy segura de que protestará. Es la dueña de este establecimiento, se lo aseguro. Me estoy cansando de vivir bajo el dominio de otra mujer. Pero, entren, por favor. Deben estar hambrientas. Les ofrezco té, pero les aviso que no esperen nada fuera de pan con mantequilla. Martha cerró bajo llave todas las tortas y el dulce antes de irse. Hace eso porque dice que soy demasiado extravagante cuando vienen visitas.
Las chicas estaban lo suficientemente hambrientas para aceptar cualquier cosa y disfrutaron del pan y de la magnífica mantequilla. Cuando terminaron de tomar el té, Sarah dijo:
—No sé si me importará vender la fuente. Pero vale veinticinco dólares. Es muy antigua.
Diana le asestó a Ana un débil puntapié por debajo de la mesa, queriendo decir con ello: «no aceptes; si resistes, aceptará los veinte». Pero Ana no estaba dispuesta a correr riesgos. Rápidamente accedió a dar veinticinco, con lo que la señorita Sarah lamentó no haber pedido treinta.
—Bueno, creo que se la pueden llevar. Quiero todo el dinero que pueda sacar ahora. El hecho es —la señorita Sarah alzó la cabeza enfáticamente con un orgulloso rubor que le cubría las pálidas mejillas— que voy a casarme con Luther Wallace. Estuvo enamorado de mí hace veinte años. Yo le quería mucho pero en aquel entonces él era muy pobre y papá lo puso de patitas en la calle. Supongo que no debí haberle dejado ir tan dócilmente, pero era tímida y temía a mi padre. Además, no sabía que los hombres eran tan escasos.
Cuando las jovencitas se encontraron fuera sanas y salvas, Diana conduciendo y Ana sosteniendo cuidadosamente la fuente, la verde soledad del camino «Tory» se sintió revivir con las risas juveniles.
—Mañana cuando vaya a la ciudad divertiré a tu tía Josephine contándole la «extraña y memorable historia» de esta tarde. He mos pasado un momento de prueba, pero ya ha terminado. Tengo la fuente y la lluvia ha asentado el polvo admirablemente, de manera que «bien está lo que bien acaba».
—Aún no hemos llegado a casa —dijo Diana algo pesimista—. Y nadie puede decir qué puede ocurrir antes de que lleguemos. ¡Eres una joven única para tener aventuras, Ana!
—Tener aventuras es algo natural en algunas personas —dijo Ana serenamente—. O se tienen o no se tienen dotes para vivirlas.

ANA DE AVONLEAWhere stories live. Discover now