La sustancia de las esperanzas

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—Ana —dijo Davy con tono de ruego, mientras subía al sofá forrado en cuero, donde Ana estaba sentada, leyendo una carta—. Ana, tengo un hambre terrible. No tienes idea.
—Te traeré un trozo de pan con mantequilla —respondió Ana, ausente. Evidentemente, la carta contenía algunas noticias excitantes, pues sus mejillas estaban tan sonrosadas como las rosas del seto y sus ojos brillaban como nunca.
—Pero no tengo hambre de pan con mantequilla —respondió Davy con tono que sonaba a disgustado—. Tengo hambre de torta de ciruelas.
—Oh —rió Ana, dejando su carta y dándole un abrazo al niño—. Ésa es una clase de hambre que puede soportarse con toda facilidad, Davy. Ya sabes que una de las reglas de Marilla es que no puedes comer otra cosa que pan con mantequilla entre comidas.
—Bueno, dame un pedazo... por favor.
Davy había por fin aprendido a decir «por favor», pero siempre lo añadía como un eco. Miró con aprobación el generoso trozo que le trajera Ana.
—Siempre le pones una buena ración de mantequilla, Ana. Marilla la pone bastante delgada. Entra mejor con mucha mantequilla.
La rebanada «entró» con bastante facilidad, a juzgar por su rápida desaparición. Davy bajó del sofá cabeza abajo, dio una doble voltereta sobre la alfombra y anunció con decisión:
—Ana, me he decidido respecto al cielo. No quiero ir allí.
—¿Por qué no? —dijo Ana gravemente.
—Porque está en el desván de Simón Fletcher y a mí no me gusta ese señor.
—¡El cielo en el desván de Simón Fletcher! —tartamudeó Ana, demasiado sorprendida para reír—. Davy Keith, ¿quién te ha metido en la cabeza esa idea estrafalaria?
—Milty Boulter dice que es allí donde está. La lección se refería a Elias y Elíseo y me puse de pie para preguntarle a la señorita Rogerson dónde estaba el cielo. Pareció terriblemente confundida. Estaba algo enfadada, porque cuando nos preguntó qué le dejó Elias a Eliseo cuando fue al cielo, Milty Boulter dijo: «su ropa vieja», y todos nos reímos antes. Quisiera poder pensar antes de actuar, así no haría nada malo. Pero Milty no quiso ser irrespetuoso. Es que no le dio tiempo a pensar. La señorita Rogerson dijo que el cielo está donde se halla Dios y que no debía hacer preguntas así. Milty me dio con el codo y dijo en voz baja: «El cielo está en el desván de tío Simón y te lo voy a explicar cuando volvamos a casa». De modo que lo hizo cuando regresábamos. Milty se da mucha maña para explicar las cosas. Aunque no sepa nada, habla mucho y uno tiene igual la explicación. Su madre es hermana del señor Simón y fue con ella al funeral cuando murió Jane Ellen, su prima. El pastor dijo que había ido al cielo, aunque Milty dice que yacía frente a ellos en el ataúd. Pero supone que después se llevaron el ataúd al desván. Bueno, él le preguntó que dónde estaba el cielo donde había ido Jane, y ella señaló el techo y dijo: «Allí arriba». Milty sabía que arriba no había nada más que el desván, de manera que es así como se enteró y desde entonces le da mucho miedo subir al desván de su tío.
Ana puso a Davy sobre sus rodillas e hizo cuanto pudo para aclarar aquel error teológico. Estaba mucho mejor preparada que Marilla para la labor, pues recordaba su propia niñez y poseía una instintiva comprensión por las ideas que tienen los pequeños de las cosas que son claras y fáciles para los mayores. Acababa de convencer a Davy de que el cielo no estaba en el desván de Simón Fletcher cuando entró Marilla desde el jardín, donde ella y Dora estuvieran recogiendo guisantes. Dora era muy laboriosa y nunca estaba más contenta que cuando ayudaba en las tareas que le permitían sus dedos gordezuelos. Alimentaba las gallinas, juntaba astillas, secaba platos y llevaba recados. Era pulcra, fiel y obediente; nunca había que decirle dos veces que hiciera una cosa y jamás olvidaba ninguno de sus pequeños deberes. Davy, al contrario, era desatento y olvidadizo, pero poseía la innata virtud de hacerse querer y Ana y Marilla le querían más.
Mientras Dora pelaba orgullosa los guisantes y Davy hacía barquitos con las vainas, con mástiles de cerilla y velas de papel, Ana informó a Marilla del maravilloso contenido de la carta.
—Marilla, ¿qué le parece? Acabo de recibir una carta de Priscilla y me dice que la señora Morgan está en la isla y que el jueves, si hace buen tiempo, vendrán a Avonlea, más o menos a las doce. Pasarán la tarde con nosotros e irán al hotel de White Sands al anochecer, porque algunos americanos amigos de la señora Morgan se alojan allí. ¡Oh, Marilla!, ¿no es hermoso? Apenas si puedo creer que no sueño.
—Me atrevo a decir que la señora Morgan se parece mucho a los demás mortales —dijo Marilla secamente, aunque se sentía un poquito excitada también. La señora Morgan era una dama famosa y su visita, un acontecimiento fuera de lo común—. Entonces, ¿vendrán a almorzar?
—Sí. ¿Puedo hacer yo todo el almuerzo? Quiero tener la sensación de que soy capaz de hacer algo por la autora de El jardín de los pimpollos, aunque no sea más que cocinarle el almuerzo. No se opone, ¿no es cierto?
—Por Dios, no me gusta tanto andar cerca del fuego en julio como para ofenderme si alguna otra persona lo hace. Bienvenida al trabajo.
—Gracias —dijo Ana, como si Marilla le hubiera hecho un favor tremendo—. Esta misma noche prepararé el menú.
—Procura no hacer muchas fiorituras —dijo Marilla, un poco alarmada por lo de «menú»—. A ver si haces una de las tuyas.
—No «florearé», si con eso quiere decir que haré platos demasiado extravagantes. Eso sería afectación y, aunque sé que no poseo el sentido y seguridad que debe tener una muchacha de diecisiete años y una maestra, no soy tan tonta como para eso. Pero que todo esté tan bien como sea posible. Davy, no dejes esas vainas de guisantes en la escalera, alguien puede pisarlas y resbalar. Empezaremos con una sopa ligera... ya sabe que puedo hacer una sabrosa crema de cebollas... y luego un par de pollos al horno. Serán los dos pollos blancos. Les he tenido mucho afecto desde que nacieron. Pero sé que deben ser sacrificados alguna vez y ninguna ocasión mejor que ésta. Pero, Marilla, yo no puedo matarlos, ni siquiera en honor de la señora Morgan. Le tendré que pedir a John Henry Cárter que venga a hacerlo por mí.
—Yo lo haré —se ofreció Davy— si Marilla los sostiene de las patas, porque creo que usaré las dos manos para el hacha. Es fantástico verlos saltar después de degollados.
—Luego serviré guisantes y judías; patatas con crema y ensalada de lechuga —resumió Ana—, y de postre, tarta de limón con crema batida, queso y café. Mañana prepararé la tarta y arreglaré mi vestido blanco de muselina. Debo decírselo a Diana esta noche, pues querrá hacer lo mismo con el suyo. Las heroínas de la señora Morgan casi siempre visten de muselina blanca y Diana y yo hemos resuelto que así habíamos de vestir si alguna vez la conocíamos. Será un cumplido muy delicado, ¿no le parece? Davy, querido, no debes meter la vaina de los guisantes en las rendijas del suelo. Debo invitar al señor Alian y a su mujer y a la señorita Stacy, pues todos tienen muchas ganas de conocer a la señora Morgan. Es una fortuna que venga mientras está aquí la señorita Stacy. Davy querido, no hagas navegar las vainas de los guisantes en el cubo de agua. Espero que hará buen tiempo el jueves y me parece que sí, porque anoche, cuando el tío Abe fue a visitar al señor Harrison, dijo que iba a llover casi toda la semana.
—Es buen signo —afirmó Marilla.
Ana corrió esa noche a «La Cuesta del Huerto» para llevarle las noticias a Diana, que también se excitó por ellas, y allí discutieron el asunto, sentadas en la hamaca bajo el gran sauce del jardín de los Barry.
—Ana, ¿puedo ayudarte a cocinar? —imploró Diana—. Tú sabes que sé hacer una exquisita ensalada de lechuga.
—Ya lo creo —dijo la muchacha—. Y te necesitaré para decorar. Quiero que el comedor sea un rosal. Espero que todo transcurra bien. Las heroínas de la señora Morgan nunca se meten en camisa de once varas o tienen dificultades y siempre son tan seguras y tan buenas amas de casa. Parecen serlo de nacimiento. Recuerda que Gertrudis, la de Los días de Edgewood, manejaba la casa de su padre cuando sólo tenía ocho años. Cuando yo tenía esa edad, sabía poco fuera de criar niños. Las señora Morgan debe ser una autoridad en niñas, porque ha escrito mucho sobre ellas y quiero que tenga una buena  opinión de nosotras. Lo he imaginado todo de distintas maneras... cómo será, qué dirá y qué le diré yo. Y estoy muy ansiosa respecto a mi nariz. Tiene siete pecas. Aparecieron en la excursión de la S. F. A., cuando anduve al sol sin sombrero. Supongo que soy una ingrata al preocuparme por ellas, cuando debería estar agradecida de no tener por toda la cara como de costumbre; pero hubiera deseado que no aparecieran. Todas las heroínas de la señora Morgan poseen una tez perfecta. No puedo recordar una sola peca entre ellas.
—Las tuyas no se distinguen mucho —la consoló Diana—. Prueba un poco de jugo de limón esta noche.
Al día siguiente, Ana hizo la tarta, preparó su vestido de muselina blanca y barrió cada habitación de la casa, procedimiento bastante innecesario, pues «Tejas Verdes» estaba en perfecto orden, tan caro a Marilla. Pero la muchacha sentía que una mota de polvo sería execrable en una casa que debía visitar Charlotte E. Morgan. Hasta limpió el cuarto de útiles que había bajo la escalera, aunque no existía la más remota posibilidad de que la señora Morgan mirara allí.
—Es que quiero tener la sensación de que todo está en orden, aunque ella no lo vea —le dijo a Marilla—. Ya sabe que en su libro Llaves doradas, hace que Alice y Louisa, sus dos heroínas, tomen como divisa el verso de Longfellow:
En los antiguos días del arte Los constructores, con cuidado extremo, Levantaban cada parte, diminuta e invisible, Pues los ojos de Dios todo lo ven y por ello siempre barrían el sótano y no olvidaban barrer bajo sus camas. Tendría la conciencia intranquila si supiera que este armario estaba desordenado cuando la señora Morgan esté en la casa. Desde que leímos Llaves doradas en abril, Diana y yo hemos adoptado ese verso como nuestro lema.
Esa noche, John Henry Cárter y Davy mataron dos pollos blancos y Ana los aderezó, siendo esta desagradable tarea glorificada por el destino de las aves.
—No me gusta desplumar pollos —le dijo a Marilla—; pero es una suerte que este trabajo no nos exija concentrarnos en él. He estado pelando pollos con las manos pero en la imaginación he vagado por la Vía Láctea.
—Me he dado cuenta que habías tirado por el suelo más plumas que de costumbre — observó Marilla.
Luego Ana acostó a Davy y le hizo prometer que se portaría perfectamente al día siguiente.
—Si mañana me porto tan bien como pueda ser posible, ¿dejarás que pasado mañana me porte tan mal como quiera? —preguntó Davy.
—No puedo prometerte eso —dijo Ana discretamente—pero os llevaré remando hasta la otra orilla del lago; bajaremos a las dunas y haremos picnic.
—Trato hecho —exclamó Davy—. Seré bueno; tú ganas. Tenía intenciones de ir a lo del señor Harrison a tirarle guisantes a Ginger con mi nueva pistola, pero será lo mismo otro día.
Supongo que una excursión a la playa lo compensará.

ANA DE AVONLEADonde viven las historias. Descúbrelo ahora